Antiguos usuarios de un centro privado de adicciones en Donostia denuncian «mala praxis»

Una decena de expacientes y familiares de pacientes se han organizado a través de la Red de Prevención Sectaria y del Abuso de Debilidad (RedUNE) para compartir sus experiencias tras pasar por un centro de desintoxicación en Donostia y elDiario.es/Euskadi recaba los testimonios de dos de ellos

Entrevista – Patricia Bárcena, adjunta segunda del Defensor del Pueblo: “Hay que denunciar las injusticias. Las instituciones están para servir a los ciudadanos”

Miguel pide un descafeinado en un bar del centro de Donostia. Durante las dos horas que dura la entrevista con él, a la que después se suma su pareja, se muestra claro y decidido a contar su historia. Es la primera vez que lo hace de manera pública y tiene claras sus razones. “No quiero venganza, lo que quiero es justicia”, asegura. Justicia después de lo que pasó en el centro de desintoxicación de Donostia en el que ha estado ingresado nueve meses. “Me prohibieron cosas surrealistas como tomar el sol, practicar yo solo posturas de karate o leer la Biblia. No podía hablar con el resto de ingresados libremente porque si lo hacíamos nos podían imponer lo que ellos denominaban ‘distancias terapéuticas’, con las que nos alejaban a los unos de los otros. Te van comiendo la cabeza para que delates a quien no respeta sus normas, por absurdas que sean. Lo peor es que te aseguran que vas a estar dos meses y hay pacientes que siguen dentro después de tres años”, lamenta.

Miguel, quien prefiere no decir su verdadero nombre por miedo a represalias, es policía y tenía un problema de adicción a las benzodiacepinas, en concreto a una pastilla para dormir, un psicofármaco llamado Zolpidem. Se lo empezaron a recetar en 2008 porque no conseguía dormir y no rendía en el trabajo, pero no fue hasta 2017, cuando se tuvo que mudar de Madrid a Donostia, que aumentó su consumo de manera preocupante. “Fue una mudanza traumática porque dejábamos detrás un espacio de seguridad y en el trabajo el destino que tenía no era tan bueno como el de Madrid. Empecé a aumentar el consumo. Llegó un momento en el que consumía unas cantidades tan fuertes que me volví depresivo, me estaba atacando físicamente, gané muchos kilos, tenía torpeza al hablar, al andar, pérdidas de memoria y ya llegó un momento en el que necesité ayuda. Por eso recurrimos a ellos”, reconoce.

El primer acercamiento al centro fue en julio de 2022, pero Miguel no ingresa hasta el 6 de marzo de 2023. “Lo fui dejando y dejando, hasta que el 22 de noviembre de 2022, en acto de servicio, después de llevar 24 horas sin consumir el medicamento, porque estábamos en una investigación importante, me dio un infarto”, explica. Primero estuvo ingresado en el hospital Donostia y después, dado su historial médico, fue trasladado a Psiquiatría. Una vez le dieron el alta volvió al trabajo; sin embargo, siguió consumiendo y en un control sorpresa dio positivo en benzodiacepinas, por lo que se vio obligado a ingresar en un centro de desintoxicación. “Me dieron dos opciones: o la jubilación forzosa o, teniendo en cuenta que mi caso no era tan grave como el de compañeros adictos a sustancias ilegales, un tratamiento contra mi adición. Así, el 6 de marzo de 2023 ingresé en el centro”, recuerda.

Lo primero que le sorprendió una vez dentro, más allá de la tarifa a pagar de 11.000 euros de entrada y 8.000 al mes los siguientes meses, fue que, según denuncia, firmó toda la documentación 48 horas después de estar aislado en una habitación. “De golpe te encierran con lo que ello supone por el síndrome de abstinencia y el miedo a que te pase algo. Una vez te sacan, te hacen firmar más de 10 páginas que, al menos en mi caso, apenas leí porque no podía ni concentrarme debido al síndrome de abstinencia por no haber podido consumir las pastillas durante ese tiempo, ya que me las retiraron de golpe. Después me di cuenta de que en esas páginas ponía que el tratamiento, en lugar de dos o tres meses como me aseguraron, sería de lo que el centro considerase y que aceptaba todas las normas que ellos consideraban. Normas que no estaban escritas realmente”, señala.

La presión de grupo era muy fuerte y seguían estrategias para aprovechar la debilidad mental, la falta de formación o de cultura de los pacientes

Miguel
Expaciente

Este periódico ha tenido acceso a la documentación firmada por el paciente en la que se aceptan cuestiones como que “no podrá salir del centro sin tomar la medicación correspondiente”, que deberá entregar las llaves de su vehículo al centro y no podrá conducir en todo el proceso, pero, por otro lado, que podrá abandonar el centro “en cualquier momento solicitando el alta voluntaria”. “Una vez dentro te vas dando cuenta de las dinámicas que hay. De que los terapeutas en realidad son antiguos pacientes y que su retórica, más que la de profesionales de la salud mental, es la de vendedores de seguros o de productos. En todo momento debes tener ganas de consumir, si no es así, porque te estás curando o no sientes abstinencia, te dicen que les estás mintiendo. Y ahí es cuando empieza la película de terror”, asegura.

Miguel relata que en las terapias, compuestas por 16 pacientes ingresados y otros 15 en ‘centros de día’, unos pacientes debían “delatar” a otros. “Los monitores no podían controlar a todos en todo momento, así que conseguían que nos delatáramos unos a otros. La presión de grupo era muy fuerte y seguían estrategias para aprovechar la debilidad mental, la falta de formación o de cultura de los pacientes”. Además, reconoce que todos realizaban las mismas terapias conjuntas pese a haber adicciones de todo tipo y totalmente distintas. “Cuando nos hablaron del tratamiento nos aseguraron que iba a ser algo individualizado, pero la realidad era que todos los que estábamos internos en el centro, daba igual qué adicción tuviéramos, a las drogas, al alcohol, a las apuestas o a lo que fuera, teníamos que estar juntos en todo momento. Eso no me gustó nada”, confirma, tras explicar que realizaban dos terapias de dos horas al día y una hora extra con la pareja o familiar del paciente.

Otra de las cuestiones que le sorprendieron fue que, en su tercera semana, el director del centro les dio una charla sobre el caso de un hombre que pasó por el centro, pero que como no cumplió el año completo de tratamiento, volvió a recaer. “Eso me hizo desconfiar, porque a mí me habían asegurado que con dos o tres meses en régimen de interno y el resto siguiendo una terapia fuera sería suficiente. Sentí que nos querían mentalizar de que teníamos que estar mínimo un año”, lamenta. “Ellos están obsesionados con que tienes que cambiar tu personaje. Te tienes que resetear y hacer un nuevo ‘yo’, dejando atrás todo lo que tenías, aunque fuera bueno. Ellos están convencidos de que un adicto, ya de por sí es un mentiroso, y cuando confiesas lo que consumías prácticamente te exigían que confesaras que consumías mucho más. En mi caso, yo siempre he sido un chico sano, deportista, también por mi profesión y nunca he consumido drogas, pues ellos no daban crédito y me metían mucha presión”, sostiene.

Son manipuladores, me metían en su despacho y me decían que le dejara, que un adicto jamás podría ser un buen novio, que seguro que me engañaba con otras

María
Pareja de expaciente

Entre las prohibiciones que tenía en su caso, entraba el practicar ejercicios de karate o ir a misa. “Me gusta realizar ejercicios de karate de forma individual para desarrollar mi potencial físico, pues lo tenía prohibido. Tampoco me dejaban ir a misa. Todo porque era parte de mi personaje. No nos dejaban cortarnos el pelo y todos debíamos tener el mismo corte de un peluquero que iba al centro porque si nos lo cortábamos y otros no, podían sentirse mal”, indica.

Miguel puede hablar de ese suceso como su pasado gracias a la actitud de su pareja María. “Ella empezó a ver cosas que no le gustaron y fue hábil e inteligente. Les dijo que ella era la que estaba pagando exclusivamente el tratamiento, que había pedido un préstamo y que ya no podía seguir ahí porque no podíamos pagarlo”. Era mentira. “Son manipuladores, me metían en su despacho y me decían que le dejara, que un adicto jamás podría ser un buen novio, que seguro que me engañaba con otras y cuando les dije que era yo quien pagaba el tratamiento el discurso cambió, pero yo ya no me fiaba”, confiesa María a este periódico.

Tras asegurar que no tenía más dinero, después de nueve meses de ingreso, consiguió que de estar interno pasara a un piso terapéutico. Son unos pisos que el centro tiene repartidos por Donostia donde los pacientes duermen, pero realizan las terapias con el resto en el centro cada día. En su caso, gracias a la insistencia de María, consiguieron que Miguel durmiera en casa, pero a pesar de estar en su casa, debía seguir las mismas normas estrictas del centro, entre ellas, no practicar sexo con su pareja. La diferencia entre dormir en su casa o en los pisos terapéuticos o el propio centro en régimen de interno es el precio: si dormía en su casa el tratamiento costaba 1.200 euros, si lo hacía en los pisos terapéuticos, 3.000 euros, mientras que el internamiento completo en el centro cuesta 8.000 euros. Para poder llegar al piso terapeútico o tener la posibilidad de dormir en sus casas y acudir al centro de día, los internos deben estar en el centro mínimo once meses, pero con Miguel hicieron una excepción. En el piso terapéutico Miguel se dio cuenta de que se sentía obligado a mentir a los monitores –antiguos pacientes– a los que debía llamar cada semana para decirles si sentía ganas de recaer. “Yo pasaba cada día por las farmacias en las que conseguía las pastillas y me di cuenta de que ya no sentía ningún estímulo. Tenía ganas de volver a hacer deporte, de trabajar y de volver a mi vida normal. Llegó un punto en el que tenía que mentirle al monitor, porque como le dijera que todo iba bien luego en la terapia me criticarían entre todos diciendo que soy un mentiroso. Decidí aguantar hasta que pasara el verano, pero no hizo falta porque María tuvo una fuerte discusión y pude salir”, confiesa aliviado.

“Estaba cansada porque me obligaban a acompañarle a las terapias desde el piso al centro cada mañana y recogerle después. Él no podía conducir ni podía ir solo ni acompañado con ningún otro paciente, porque entre ellos no pueden tener relación más allá de las terapias. Tenía que ir con él en autobús y luego irme a trabajar como personal de ayuda a domicilio. Acabé con fuertes ataques de ansiedad y me dieron la baja. Estaba destrozada, pero no podía contárselo a Miguel ni decirlo en el centro porque sabía que me prohibirían verle en mi estado. Así que un día, en una terapia con otras cinco parejas exploté y dije que eran unos mentirosos, que nos habían tenido engañados. Eso les molestó mucho porque se supone que no podemos hablar entre los familiares, buscan aislarte para que no te des cuenta de lo que están haciendo”, reconoce.

Sabía que no era mi paranoia y que no estaban actuando bien. Yo siempre he sido su apoyo. Ya no podía comunicarme de ninguna forma, para mí era como si lo hubiesen matado

Irena
Expareja de paciente

Después de aquello la metieron en una sala con los responsables del centro. “Me dijeron que lo peor que podía hacer era sacarle, que iba a ser como malgastar todo el tiempo y el dinero invertido, pero yo sabía que dentro no iba a mejorar, que todo era para sacarnos más y más dinero. Les dije que esa tarde Miguel se iba conmigo y no había más que hablar. Y así fue”, confiesa María. Desde entonces, Miguel continúa con su tratamiento en la Asociación Guipuzcoana de Investigación y Prevención del Abuso de las Drogas (AGIPAD), pero ha vuelto a trabajar y no ha recaído en ningún momento, según asegura. “No me di cuenta de lo que había vivido dentro hasta que salí. Ahora lo que quiero es que todo esto se sepa, que no sigan sacando dinero a las personas dándoles una terapia que en realidad no es buena para ellos. Haré todo lo que esté en mi mano”, promete.

Según reconoce Miguel, para dejar atrás a su ‘viejo yo’, debían dejar de relacionarse con personas de su presente y su pasado, aunque no fueran consumidoras. Eso ha hecho que en muchos casos, los usuarios debían ‘deshacerse’ de sus parejas, siempre y cuando no fueran las que pagaban el centro. Es el caso de Irene –también nombre ficticio– cuya expareja es actualmente paciente del centro. Expareja porque han roto la relación por indicación de la ‘terapia’. El hasta hace unos meses novio de Irene tras 11 años de relación, ingresó cuando en su entorno se dieron cuenta de que sufría una adicción. “Su familia creía que era un fiestero y ya, pero yo les dije que lo que tenía era una enfermedad. Le ayudé a él a abrir los ojos y a ver que necesitaba ayuda”, explica la joven de 29 años.

Una vez dentro, su familia pagó el ingreso e Irene podía realizar parte de las terapias con él. Algunas de ellas individuales y otras con más parejas, a terapias que denominan como ‘terapias de confrontación’. “Más que confrontación yo las llamaría machaque continuo. Mi pareja nunca me ha sido infiel, ni me ha robado, ni ha ido de prostitutas, pero delante de mí le acusaron de todo eso para que él se enfadara y reaccionara. Los supuestos profesionales del centro decían en las terapias que los adictos van de putas y roban. Me decían que si no lo había hecho ya lo iba a hacer seguro. Yo salía muy mal de ahí y no por mi novio, sino por los terapeutas. También me decían que el primer amor nunca era para siempre, que lo tenía idealizado. Hacían lo que fuera para que lo terminara dejando”, confiesa.

Según detalla Irene, al igual que a Miguel, le llamaron la atención las normas y prohibiciones que les imponían desde el centro. “Yo estaba obligada a denunciar todo lo que él incumpliese durante las visitas que yo le realizaba. Cualquier comentario o conducta que tuviera”. En este sentido, el novio de Irene estuvo cuatro meses ingresado en el centro y, cuando llevaba otros cuatro en los pisos terapéuticos un día le llamó en un horario que no estaba permitido. “Me llamó preocupado por la tarjeta de transporte que necesitaba para ir al día siguiente hasta el centro, ni siquiera fue un tema sobre nuestra relación, pero como me llamó a las 23.00 de la noche, en un horario no permitido para ellos, me extrañó y contesté. Después de hablar con él le dije que lo sentía mucho, pero que le tenía que denunciar, porque yo por aquel entonces creía que era algo bueno para él. Me pidió que no le denunciara, pero lo hice, porque como él lo contara después en alguna terapia la bronca para mí iba a ser el doble. Total, que la bronca fue para los dos igualmente. A él por llamarme y a mí por contestarle, porque eso indicaba que era dependiente de él”, confiesa.

Otro de los episodios que le sorprendieron fue que un día le dejó un libro de la autoescuela para poder sacarse el carnet de conducir, pero no le dejaron entregárselo. “Tuve que volver a casa con el libro porque según dijeron estudiar para sacarse el carnet era pensar en el futuro. No lo entendí en absoluto, pero poco podía hacer”, sostiene. “Él ha llegado a estar semanas mal por rupturas ajenas, porque veía cómo otros pacientes rompían con sus parejas y él temía que eso nos fuera a pasar a nosotros, que nos separaran, pero yo intentaba tranquilizarle diciéndole que entre nosotros estábamos bien, que no nos iban a separar. Muchas veces me decía que menos mal que yo estaba en el proceso”, sostiene.

Hasta que comenzó su pesadilla. “Un día, de la noche a la mañana, me dicen que ya no puedo tener visitas con él ni ir a terapias. Yo llamo a su madre, con la que tenía una relación cercana y en todo el proceso nos hemos estado apoyando y la madre me dice que él está bien, pero que le han dicho que tiene que renunciar a mí. Yo no soy consumidora, no consumo y no entendía nada. De repente su familia deja de contestarme y me quedo un tiempo sin respuestas, sin entender nada. Finalmente, me llaman para una terapia final y allí él me dice que tiene que renunciar a mí, que conmigo tenía muchas ilusiones de futuro que eso le hacían mal, que debía empezar de cero. Yo le dije que después de 11 años cómo me podía hacer eso y no me miró a la cara y la psicóloga no paraba de decirle que ahora tenía que estar con su familia. ¿Y yo no soy su familia? Me dijeron que no, que no estaba casada así que no era su familia”. Esa fue la última vez que Irene lo vio dentro del centro. “Se me cayó el mundo encima. Sabía que no era mi paranoia y que no estaban actuando bien. Yo siempre he sido su apoyo. Ya no podía comunicarme de ninguna forma, para mí era como si lo hubiesen matado”, lamenta.

Contamos con testimonios que nos hablan de la mala praxis y el maltrato psicológico que realizan y estamos estudiando vías para poder denunciar al centro

Juantxo Domínguez
Director de RedUNE

Un día, harta de la situación, Irene decidió coger el autobús que sabía que su exnovio cogía para ir al centro. “Cuando se subió me senté a su lado y tenía otra cara. En cuanto se dio cuenta de que era yo me dijo que me fuera, empezó a gritar ‘vete, vete, vete’ y no paraba de decir cosas como ‘contigo tengo las puertas abiertas al consumo’. Es algo que le meten en la cabeza. Le dije que si necesitaba cualquier cosa que me llamara y que le quería mucho. La conversación no duró ni cinco minutos, tuve que bajar del autobús”, asevera. Recientemente se lo ha encontrado de frente en su pueblo. “Me quedé en shock. Le miré y me miró fijamente, pero no me dijo nada, ni un ‘hola’, ni un ‘agur’, después de 11 años de relación. Es muy doloroso y no tiene ningún sentido”, concluye.

Una decena de expacientes y familiares de pacientes se han organizado a través de la Red de Prevención Sectaria y del Abuso de Debilidad (RedUNE), que sigue de cerca los pasos de este centro. “No descartamos realizar una denuncia ante la Ertzaintza, pero las personas que han sufrido las consecuencias de pasar por este centro aún no cuentan con fuerzas para hablar. Contamos con testimonios que nos hablan de la mala praxis y el maltrato psicológico que realizan y estamos estudiando vías para poder denunciar al centro”, detalla a elDiario.es el director de RedUNE, Juantxo Domínguez.

Este periódico ha tratado de recabar el testimonio de los responsables del centro, con quienes ha hablado por teléfono y mediante correo electrónico. En un primer momento se han mostrado dispuestos a colaborar para la elaboración de este artículo, sin embargo, se han negado a responder a las preguntas de elDiario.es alegando falta de tiempo.

Desde el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco detallan que a día de hoy no existe ninguna denuncia interpuesta relacionada con este centro ni hay ninguna investigación abierta al respecto. Según los datos de la Ertzaintza, en 2024 había 150 organizaciones que están siendo investigadas en Euskadi, de las cuales 50 se encuentran registradas de manera legal “como asociaciones laicas u organizaciones religiosas o espirituales”. No obstante, no existe un marco normativo legal concreto sobre su actividad, por lo que se centran en actuar cuando existen “tipos delictivos” como lesiones, coacciones, amenazas o agresiones sexuales dentro de estas agrupaciones o comunidades. La Ertzaintza colabora activamente con RedUNE para investigar y ayudar a las víctimas de posibles “organizaciones destructivas” en el territorio vasco.