Decimos etcétera por la misma razón que decimos te quiero mucho en lugar de responsabilizarnos de lo que implica un te quiero, para mover el énfasis del qué al cuánto, como si todo eso importase lo más mínimo
De niñes –jódase, don Arturo– aprendemos a hablar como aprendemos a callar; con el mismo empeño y con la misma torpeza, como quien va tanteando el equilibrio entre lo que se dice y lo que se deja en el aire, entre lo que pesa en la lengua y lo que se desliza sin resistencia por nuestros labios, como si el lenguaje fuera una cuerda floja que nos obliga a medir cada palabra, definir cada matiz y calcular cada pausa, y, sobre todo, pensarse bien cada omisión, porque casi siempre expresamos más con lo que callamos que con lo que se grita; con lo que dejamos colgando en los silencios, con lo que enterramos en lo tácito, con lo que se nos escapa entre la inseguridad y la comodidad de no terminar las frases del todo, con lo que soltamos en retazos, en insinuaciones, en gestos que suponen y esperan, porque, en el fondo, hay algo en el lenguaje que nos delata cuando tratamos de escondernos, hay una grieta en cada palabra que se resiste a completarse, hay un límite donde se agota la precisión y empieza el balbuceo, donde aparecen los atajos y los trucos con los que despejamos la incómoda sensación de estar diciendo más de lo que queremos decir, así nos protegemos de la crudeza de lo explícito y de la responsabilidad de lo concreto, sin ir más allá.
Esta es una reflexión sobre lo que decimos cuando en realidad queremos decir otra cosa, sobre las palabras que se nos quedan en la boca, atrapadas entre la intención y el vértigo, sobre todo aquello que no pronunciamos porque pesa demasiado o porque nos asusta escucharlo con nuestra propia voz, como esas… esas retahílas de explicaciones y otros pimpampunes y, sí, hablo de la palabra etcétera, la palabra-rendija por donde se escapan los restos de un discurso que podría completarse, pero no; la excusa con la que despachamos lo que no sabemos o no queremos terminar, la que tiene culpa de todo, de casi todo o de prácticamente todo; la que carga con lo inacabado, con lo intencionalmente omitido, apareciendo al final de una frase como un bostezo, con la misma pesadez, con el mismo aire de cansancio, con la misma manera de anunciar que ya no hay más que decir o, peor, que lo hay pero no vamos a decirlo, porque decirlo implica cerrar, implica asumir, implica que el otro nos entienda sin necesidad de rellenar huecos, y no nos gusta hacerlo porque hemos aprendido a dejar las cosas flotando en un limbo de sobreentendidos y silencios que alguien más deberá completar; etcétera es un acto de recorte en el que conviven el exceso y la promesa porque sugiere además de cerrar y apunta a lo que no está y nos obliga a imaginar las formas de lo ausente y se despliega en miles de posibilidades suspendidas en las palabras que no pronunciamos, siendo un espacio tan cómodo para quien lo utiliza como abismal para quien lo recibe porque uno pone un punto y seguido y se calla y el otro cae en la tentación de completar ese silencio, porque en el fondo un etcétera no es más que un acto de fe: quien lo dice confía en que será entendido, dado por hecho, y quien lo recibe carga con la responsabilidad de imaginar lo que falta; decimos etcétera por la misma razón que decimos te quiero mucho en lugar de responsabilizarnos de lo que implica un te quiero, para mover el énfasis del qué al cuánto, como si todo eso importase lo más mínimo, porque nos aterra, en el fondo, no tener un matiz tras el que escondernos y es por esa razón, y no ninguna otra más, que entre dos personas siempre queda algo por resolver, algo por arreglar, algo por completar, etcétera.