Nada extrañamente, no en un país donde artistas como María Teresa León se habían convertido en «soldados» de la República de las Letras, la guerra terminaría siendo un lapso entre las premonitorias muertes de dos gigantes de su literatura y su conciencia
Aquel día, el condestable de la Orden de Toledo no estaba para bromas, si es que lo estaba alguna vez; había fundado la Orden «después de tener una visión» etílica en el claustro de la catedral, que lo llevó a entrar en los Carmelitas «no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento» () y, como tantas veces, había ido a la ciudad de las tres culturas con varios de sus compinches. Además del propio condestable, un tal Luis Buñuel, la Orden tenía un secretario, caballeros fundadores y otros títulos no del todo irrelevantes, con sus obligaciones asociadas; por ejemplo, ser caballero implicaba amar Toledo «sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles», porque «los que preferían acostarse temprano» solo podían ser escuderos y, en cuanto a los demás, ni eso. De vez en cuando, llegaban en tren, se alojaban en la hoy desaparecida Posada de la Sangre —por ser el lugar donde, según se creía, había escrito Cervantes — y tenían su particularísima noche toledana. En una de esas, el grupo se cruzó con varios cadetes del Alcázar, que espetaron a uno de los caballeros de la Orden, María Teresa León: «rubia, me la comería a usted con traje y todo» (). «¿Qué? ¿Qué ha dicho ese animal de cadete?», bramó Manuel Ángeles Ortiz, escudero. Buñuel se «remangó la camisa» y avanzó hacia ellos; Alberti lo siguió y, tras un diálogo de nudillos, los cadetes salieron corriendo entre el aplauso de los vecinos. Por una vez, «los civiles habían cascado a los militares», comenta León en su indispensable obra; pero los derrotados se quisieron vengar, y los civiles escaparon de milagro «de la ira de toda la Academia de Infantería» por «la clandestinidad inesperada que abrieron para nosotros los toledanos», a través de un «Toledo misterioso» de puertas, rincones, patios, «manos indicadoras» y «sonrisas cómplices y recatadas».
Mi último suspiro