Todo lo que ha cambiado a lo largo de la historia lo hemos hecho nosotros, la gente de a pie, la gente de bien, los que se han enfrentado a lo que no era bueno ni justo, los que no se callaron incluso con riesgo de sus vidas y haciendas, los que no se plegaron a los dictadores
No sé bien cómo hemos llegado a esa situación, pero pensando sobre el mundo que tenemos y el que se nos viene encima a toda velocidad, he llegado a la conclusión de que vivimos bajo el imperio del miedo y eso es de lo peor que le puede pasar a una sociedad porque crea una espiral descendente que nos anula y nos hace incapaces de salir de ella por nuestros propios medios.
Dense una vuelta por cualquier periódico, abran las redes sociales, charlen con la gente en un bar, en la sala de espera de un centro de salud, oigan el noticiario en la radio, en la televisión… todo lo que se oye –como si estuviera hecho adrede (y yo no soy de las que ven conspiraciones por todas partes)– son noticias, comentarios, opiniones que fomentan el miedo y, lo que es peor, sin proponer soluciones.
En todas las fases de la vida y en todas las ramas de nuestra actividad social nos alimentan con miedo. Para seguir una leve cronología y no perdernos, vamos a empezar por el “principio”: pongamos que una pareja ha decidido tener un bebé. Los bombardean con miedos de si podrán, si funcionará la concepción natural o si tendrán que pasar un calvario de médicos y clínicas hasta conseguir un embarazo, de si podrán permitírselo económicamente, de si los análisis genéticos serán favorables y el niño saldrá sano. A esto se añade el miedo constante que ya se ha convertido en parte de nosotros, de si el trabajo será estable, si el sueldo de ambos seguirá entrando regularmente para poder hacer frente a todos los gastos, que no serán pocos, si podrán acceder a una vivienda un poco más grande, en un lugar más sano.
También tenemos miedo de la fase de la crianza y educación de nuestros hijos. Nos han convencido de que hay que proteger a los niños exhaustivamente. Ser padres (o más bien ser madre) siempre había sido un trabajo de jornada completa, de veinticuatro horas, pero ahora es peor porque, de algún modo, hemos interiorizado que los niños no pueden estar nunca solos, que hay que vigilarlos constantemente, que somos responsables directos de todos los traumas que puedan sufrir a lo largo de su infancia y de que, de nuestra actuación dependen por completo no solo su seguridad y su salud, sino también su futuro éxito en la vida en una sociedad ultracompetitiva donde todo cuenta y suma, no solo el colegio, sino todos los extras. Hay muchos padres y madres que viven aterrorizados por la idea de no hacerlo bien y ser culpables del futuro fracaso de su prole. También nos han convencido de que prácticamente todos los adultos que rodean a esas criaturas son pedófilos potenciales, secuestradores, asesinos en serie. Los secuestros de niños por parte de desconocidos son el 1%; casi todos los casos de secuestro son parentales, del mismo padre o madre del hijo o hija, en situación de divorcio o separación. Sin embargo, los responsables de la educación de los pequeños no los dejan solos ni a sol ni a sombra, les inculcan el miedo a los extraños, les prohíben responder con una sonrisa al interés de alguien que no pertenezca a su familia inmediata (y lo trágico es que la mayor parte de agresiones de todo tipo contra niños pequeños suceden por parte de un familiar). Los crían para ser personas asociales, desagradables, que piensan lo peor de los demás. Son personas que, ya desde el comienzo, ven el miedo constante de los adultos, lo interiorizan y lo aceptan como base de su ulterior comportamiento.
Los adultos, tanto ellos como ellas, tienen miedo por lo que la sociedad pueda hacerle a su prole, por la estabilidad de sus propios trabajos, por si sus opiniones o actitudes frente a problemas actuales pueden cerrarles las puertas del ascenso en sus carreras. Tienen miedo de si, cuando lleguen a la edad correspondiente, la pensión que les toque será bastante para sobrevivir. Tienen miedo de los inmigrantes, de otras formas de pensar y de vivir.
Si escribo en tercera persona y no en primera es porque estoy haciendo un ejercicio de distanciamiento voluntario, no porque yo no tenga muchos de esos miedos de los que hablo. Todos y todas tenemos miedo de la degeneración del planeta, de la destrucción que hemos causado como especie, del desprecio que los ultrarricos muestran por la ecología para poder enriquecerse aún más. Tenemos miedo de la vuelta a las dictaduras, al dogmatismo, al fanatismo, a la guerra. Muchos de nosotros tememos –otros, por desgracia, es justo eso lo que desean–que nuestra sociedad regrese a la explotación de las mujeres, de los débiles, de los marginados. Tenemos miedo a perder derechos que nos ha costado tanto conseguir.
Hay miedos enormes y justificados, como los que acabo de nombrar y otros miedos que también son terribles, aunque podrían desaparecer si trabajáramos para desprendernos de ellos: tenemos miedo a envejecer, a no ser jóvenes, fuertes y guapos, a no cumplir con las estúpidas expectativas que nos han impuesto desde fuera –peso, medidas, ropa, maquillaje, músculos, etc.– para explotarnos económicamente. Nos han convencido de que si no nos va bien y no somos felices y no somos estupendos la culpa es nuestra y solo nuestra por no ser lo bastante ambiciosos, lo bastante resilientes, lo bastante despiadados. Por eso, como pensamos que todo es culpa nuestra, en lugar de atarnos fuerte los zapatos, unirnos y luchar juntos contra lo que no nos gusta de nuestra sociedad, vamos al médico a que nos recete fármacos que nos ayuden a soportar el miedo que nos han inculcado, lo que nos hace cada vez más pasivos y menos capaces de enfrentarnos a lo que nos duele. El consumo de antidepresivos ha aumentado un 45% en los últimos años y, según datos de la Fundación AXA, hay cuatro millones y medio de españoles que los toman a diario.
Mucha parte de culpa la tienen los medios de comunicación, en sentido amplio. Desde que se dieron cuenta (y no es nada nuevo) de que las malas noticias venden más que las buenas, nos inundan de noticias terribles que estimulan ese miedo y lo aumentan a dimensiones que nos aplastan y, lo que es peor, nos anulan, porque empezamos a pensar: “¿Pero, qué puedo hacer yo contra todo esto?”, “¿no es mejor dejar de leer las noticias, dejar de enterarme de todos los horrores que están pasando por el mundo si, de todas formas, no hay nada que hacer?”. Es una de las razones, en mi opinión, por las que tantos jóvenes no van a votar: porque piensan que no vale la pena, que ya no hay nada que hacer contra ese tsunami que va a destruir, que está destruyendo el mundo.
Esos jóvenes pertenecen a una generación que ha sido sobreprotegida, que no tiene práctica en enfrentarse a nada, que piensa que cada uno tiene derecho a su opinión por muy contraria que sea a los datos objetivos, que ha recibido halagos y cumplidos sin haberse esforzado en nada concreto (para mí un buen ejemplo de esto es que incluso los adolescentes que no han pasado todas las asignaturas tienen derecho a participar en la graduación junto con los compañeros que se han esforzado durante todo el año y lo han conseguido), que a pesar de haber recibido una educación –gratuita y obligatoria, el sueño de tantas personas a lo largo de tantos años de esfuerzo y de lucha– desprecia la ciencia y no se avergüenza de igualar las patochadas del influencer de moda con los datos que suministra un científico especializado en el tema del que se trate.
No digo que sea el caso de todos los jóvenes ni, aún menos, que no haya adultos de esta clase. Los hay, y muchos. Lo que sí digo es que nos estamos dejando aplastar por ese miedo que nos están imponiendo desde fuera y el miedo lleva, como todos sabemos, a tres posibles reacciones: enfrentarse, huir o paralizarse.
No podemos huir porque el miedo es global, planetario. ¿Adónde huiríamos? ¿A Marte, como propone el señor Musk para una élite? No nos enfrentamos porque ya no sabemos bien cómo ni contra quién. No nos queda más que la parálisis, que es lo que estamos haciendo cada vez más. Tomamos pastillas, aguantamos, nos vamos de vacaciones cuando podemos (reflejo de huida, ¿recuerdan?), sufrimos en silencio, nos tomamos unas copas, pasamos miedo, mucho miedo, vamos al psicólogo porque no nos sentimos suficientemente fuertes para vivir aquí y ahora y porque necesitamos verbalizar nuestro sufrimiento y, en nuestro entorno, nadie tiene tiempo ni ganas de oír nuestras penas. Aislamiento. Miedo a la soledad. Soledad en la vejez, ¿les suena?
A veces el reflejo de enfrentamiento se pone en marcha y nos sumamos a alguna manifestación o escribimos un comentario en un diario o donamos a una causa que nos parece justa. Pero lo más frecuente es la parálisis, que es lo que más le conviene a todos los que quieren una población manipulable, muerta de miedo, que está esperando como agua de mayo a que alguien le diga cuál es el camino que nos llevará a la salvación, sin darse cuenta de que nosotros somos el camino. Solo nosotros podemos cambiar las cosas. Todo lo que ha cambiado a lo largo de la historia lo hemos hecho nosotros, la gente de a pie, la gente de bien, los que se han enfrentado a lo que no era bueno ni justo, los que no se callaron incluso con riesgo de sus vidas y haciendas, los que no se plegaron a los dictadores. También tenían miedo, claro, mucho –eso es lo admirable–, pero eligieron hacer algo, rechazando la parálisis.