Cuando Manuel Gómez-Moreno inició el trabajo de campo por la España del recién estrenado siglo XX para realizar los primeros catálogos monumentales de las provincias españolas, el país no estaba preparado para blindar su patrimonio, un proceso todavía hoy inacabado. Primero, porque ni siquiera al incipiente padre de la historiografía moderna —el encargo a un joven y prometedor investigador sin currículo no estuvo exento de críticas— le proporcionaron los medios oportunos: cobraba un suelo miserable, tarde y a plazos. Luego, porque en el camino —tuvo que recorrer en burro los andurriales de una España ajena a la modernización— se encontraría poderosos adversarios como la Iglesia católica, férrea enemiga de contar, inventariar y valorar bienes que tenían una excelente venta en el feroz mercado de antigüedades, algo que precisaba de los oscuros negocios de los anticuarios. La correspondencia mantenida entonces por el pionero de estos volúmenes —analizada y seleccionada en el trabajo que se acaba de publicar— revela ahora hasta qué punto Gómez-Moreno (y algunos otros que siguieron su estela) se dejó la vida en un proyecto que supondría una nueva conciencia sobre el patrimonio.