El Estado soy yo. El Leviatán norteamericano

Las excentricidades del dúo ‘Trusk’ conectan con las propuestas neoconservadoras de toda la vida según las cuales la democracia tiene que reducirse a una mera elección entre las propuestas técnicas que elaboran las élites económicas

El dúo Trump-Musk ha ofrecido una entrevista en la que reitera, con una sola voz, su plan de recortes para sacar a EEUU del déficit y el riesgo de bancarrota. El déficit está causado, en parte, por la rebaja de impuestos que Trump impulsó para favorecer a las rentas altas y por los incrementos de deuda pública que Trump también alentó. Ahora, con los aranceles y las rebajas fiscales, es muy probable que esos intereses suban, pero nada de esto es importante… lo importante no es la lógica del dato sino la del relato. El objetivo es culpar a la Administración de todos los males que en el mundo han sido y la tarea ha comenzado con una oferta masiva de bajas incentivadas y el despido de miles de trabajadores públicos. 

“Si la burocracia se opone a la voluntad del pueblo e impide que el presidente ponga en práctica lo que el pueblo quiere, entonces vivimos en una burocracia y no en una democracia”. Con esta frase tan lapidaria como absurda se ha despachado el amigo Elon para explicar el modo en que va a acabar con el desperdicio, el fraude y el abuso en la Administración estadounidense, sin necesidad de ofrecer ninguna prueba de tal nivel de deterioro. Su sola palabra es suficiente. “Ladrillo a ladrillo, dólar a dólar, centavo a centavo, el pueblo estadounidense está recuperando su país de las garras de una burocracia fuera de control”. Lo dice en el nombre sagrado del pueblo, un tecnomagnate elegido a dedo que dispone a su gusto de un Departamento diseñado a su medida. Lo dice sabiendo, además, que la lucha contra la burocracia no se traduce en más democracia ni, por supuesto, en mayores dosis de autogestión popular. 

El aliño que acompaña a esta homilía es el que proporciona la demonización de los funcionarios, a la sazón, corruptos, ineficientes e inútiles que se han hecho de oro poniendo obstáculos al progreso. Musk llegó a decir que cobraban pensiones hasta después de muertos, que prolongaban artificialmente sus contratos o que gestionaban sus jubilaciones de manera arcaica e irregular. Los supuestos 50 millones de dólares en condones que algunos de esos funcionarios iban a enviar a Hamás fueron una muestra premonitoria de su ilimitado delirio. 

El primer paso era el de eliminar al 95% de los empleados de la agencia de ayuda exterior, donde se engloba la USAID, la ayuda al desarrollo, aunque su presupuesto federal se sitúa entre el 0,7% y el 1,4% del total. Según Musk, la “USAID es un nido de víboras de marxistas radicales de izquierdas que odian América”, básicamente, “una organización criminal”. De momento, los jueces han logrado frenar esta ofensiva y han conseguido impedir también la congelación de los préstamos, ayudas y subvenciones a los Estados y organizaciones no gubernamentales, pero la lucha continúa. El siguiente objetivo es el de minar el Departamento de Educación, el Pentágono y el Departamento de Salud. Trump destituyó ya a la mayoría de los inspectores que supervisan a la Administración, despidió a los fiscales y empleados del Departamento de Justicia que lo investigaron y suspendió de empleo a los funcionarios de áreas previamente vaciadas, incluidas las de diversidad, igualdad e inclusión. Parece que la fiesta se promete larga.

El mantra que acompaña semejante desmantelamiento es un clásico de todos los tiempos: el Gobierno es demasiado grande. Hace demasiadas cosas y no hace casi nada bien. El gobierno dificulta, paradójicamente, la gobernabilidad. Solo se puede gobernar sin gobierno.

De manera que lo que prometía ser novedoso finalmente no lo es. Las excentricidades del dúo Trusk conectan con las propuestas neoconservadoras de toda la vida según las cuales la democracia tiene que reducirse a una mera elección entre las propuestas técnicas que elaboran las élites económicas. El discurso de la sobrecarga estatal y el de la ingobernabilidad exige acabar con las demandas “insaciables” de ciertos colectivos y erradicar los conflictos que protagonizan ecologistas, feministas, minorías étnicas, regionalistas y estudiantes, aunque, curiosamente, esos conflictos son más expresivos e identitarios, que estrictamente instrumentales. Es decir, aunque la mayor parte de estas reivindicaciones no suponen un nuevo impulso al gasto público de transferencias y servicios sociales, sino que exigen, más bien, políticas simbólicas y culturales. La cantinela es, en todo caso, que el aumento constante de demandas suscita un incremento de la presión fiscal y un descenso de beneficios empresariales, con la consiguiente caída, dicen, de la capacidad de contribución financiera. Como si fuera creíble todavía que existe una relación directa entre la bajada de impuestos a los ricos y la creación de riqueza y empleo.

El dúo Trusk quiere acabar con la inflación de reclamaciones colectivas, la sobre-regulación, la sobre-burocratización y la sobre-igualación, por tratarse de tópicos políticos que tienden a ahogar el incentivo y la iniciativa de las actividades del mercado libre. Lo que no se entiende es que una supuesta crisis económica pueda solucionarse con la tesis del “no gobierno” que ellos mismos proponen. En fin, la clásica tensión que existe entre el capitalismo y la democracia se resuelve, sin ningún rubor, en favor del primero, pero no por razones económicas sino puramente ideológicas y oportunistas. 

Y el círculo se cierra con una idea muy sencilla. La apuesta radical por el tecnocapitalismo exige torpedear la credibilidad del Estado para sustituirlo por una figura cómoda para las élites dominantes y comodín del gran capital; una especie de Leviatán individualizado y autoritario que lo ponga todo al servicio de la revolución tecnológica y de un progreso tan reaccionario como elitista. 

Está claro que cuando el darwinismo social es el desiderátum sobra la Administración, los funcionarios y el sector público. Sobramos todos, en realidad. Lo único que se requiere es un poder centralizado y fuerte que garantice con rigor el buen funcionamiento de los juegos del hambre.