La defensa común europea, ¿más dinero o más voluntad?

La defensa común europea autónoma es el sueño de los europeístas desde hace muchos años, el paso definitivo en la construcción europea, la independencia respecto a su aliado trasatlántico. Pero esa idea no puede hacerse realidad sin una integración política

La mejor forma de asegurar la paz no es preparar la guerra. Es buscar entendimiento, compromisos, cooperación, interacción positiva. Es demostrar al otro que tú no eres un peligro para él, y que le irá mejor poniendo en común los respectivos intereses, o al menos tratando de hacerlos compatibles. Es lo que hicieron Francia y Alemania después de dos guerras brutales, y ahora es impensable que vuelva a haber una guerra entre ellos.

Naturalmente, eso no excluye que si eres agredido te defiendas, Tu posible adversario debe saber que estás dispuesto a ello y tienes recursos suficientes, por si sus ambiciones superan su racionalidad, como desgraciadamente ha pasado demasiadas veces en la historia de la humanidad. Para eso se establecen alianzas, tratados de defensa mutua, coaliciones. Así no hace falta entrar con nadie en una escalada armamentística – una espiral infinita en la que ninguno gana–, sino hacerle saber que no estás solo y que si intenta agredirte tendrá que enfrentarse a tantos que no tendrá ninguna posibilidad de éxito.

Por eso, plantear una defensa común es bueno, permite ahorrar recursos a cada uno de sus miembros, mientras aumenta exponencialmente su disuasión colectiva. Pero si una alianza pierde su condición protectora, y en lugar de favorecer la paz te conduce a un mayor riesgo de guerra por su belicismo y su política armamentística, si en vez de suponer un ahorro en recursos defensivos, te empuja a un gasto mayor, mientras disminuyen sus garantías, es evidente que ha perdido su razón de ser y ya no es útil para la nación ni para sus ciudadanos.

La Alianza Atlántica fue establecida en 1949 para agrupar militar y políticamente la parte de la tarta europea que le había correspondido a EEUU en la conferencia de Yalta al final de la II Guerra Mundial, aunque su estructura militar, la OTAN, empezó a organizarse en 1951. Fue respondida, en 1955, con la creación del Pacto de Varsovia para agrupar a la parte que le había correspondido a la Unión Soviética. Durante las cuatro décadas que duró la Guerra Fría, los dos bloques enfrentados se las arreglaron para mantener el equilibrio sin enfrentarse directamente. La OTAN no reaccionó cuando la Unión Soviética invadió Hungría, en 1956, o Checoslovaquia, en 1968, para abortar sus deseos de independencia política. El reparto prevalecía, y se ve que entonces los principios de integridad territorial, soberanía y libertad para decidir alianzas, que ahora se aducen en favor de Ucrania, no merecían ser defendidos. 

Cuando tanto el Pacto de Varsovia como la propia Unión Soviética se disolvieron, en 1991, la OTAN debería haber hecho lo mismo, puesto que el adversario común que la había originado desaparecía, en favor de una nueva arquitectura de seguridad europea, incluyendo a Rusia –la “casa común” que propuso el presidente soviético Mijaíl Gorbachov–, para sentar las bases de una paz duradera en el continente. Pero no se hizo. Por el contrario, la OTAN se expandió hacia el este hasta absorber todos los países del antiguo Pacto de Varsovia, incluso algunos de la extinta Unión Soviética como los Bálticos, y llegó a amenazar con incorporar a Ucrania y Georgia, lo que al final se demostró inaceptable para una Rusia recuperada parcialmente de su debilidad. También realizó operaciones fuera del área cubierta por el Tratado del Atlántico Norte, como en Afganistán. Incluso se permitió bombardear Belgrado –sin autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas– para facilitar la secesión de Kosovo, lo que se parece mucho a bombardear Kiev para facilitar la secesión del Donbass.

La OTAN no es solo una alianza militar, ha sido y es un instrumento de dominación política de EEUU sobre Europa, a la que acceden gustosos muchos países y sectores políticos europeos, por afinidad política, por ideología, por interés, o simplemente por comodidad. Prefieren dejar su seguridad en manos de una potencia exterior sobre la que no tienen ningún control, y que lógicamente va a priorizar sus objetivos, antes que ponerse a trabajar para construir una defensa común con sus vecinos en los que no confían. Por eso, cuando aparece alguien como Donald Trump que dice abiertamente algo que para muchos está claro desde hace mucho tiempo, que EEUU defiende única y exclusivamente sus intereses, y que su relación con Europa –incluida su defensa– depende de en qué medida pueda favorecerlos, algunos se muestran sorprendidos, otros asustados, unos cuantos agachan la cabeza y lo acatan, y a la mayoría le entran de repente muchas prisas por poner en marcha una defensa europea autónoma que les proteja del abandono con el que amenaza el presidente americano.

Trump necesita a Europa para ganar su pugna comercial y tecnológica con China, pero la da por dividida y sometida. No cree en la Unión Europea, aunque está dispuesto a dinamitarla por si acaso, sino en las relaciones bilaterales, que le dan más ventaja. Lo único que quiere de los países europeos es beneficio económico, sea poniendo aranceles, sea con un aumento de sus gastos de defensa que beneficiará inevitablemente a la industria militar de su país, a cambio de su protección. Todavía hay siete aliados cuyo gasto de defensa no alcanza el 2% del PIB que se acordó en la cumbre aliada de Gales en 2014 –otros trece solo lo alcanzaron en 2024– y ya plantea el presidente estadounidense que se llegue al 5%. Esta propuesta naturalmente no es realista, ni siquiera EEUU –que gasta un 3,38% de su PIB– la cumple, responde a la táctica trumpista de empezar por plantear iniciativas agresivas, para luego negociar en mejor posición. Pero es probable que en la cumbre de la OTAN en junio se acuerde un objetivo del 3% o incluso del 3,5% del PIB, que casi duplicaría el gasto actual.

Los corifeos de Trump en Europa, encabezados por su mayordomo, Mark Rutte, recorren el continente proclamando que el gasto actual no es suficiente, que se necesita más. Y tienen éxito, esto se ha convertido ya en un mantra que nadie osa discutir, solo si acaso matizar. Pero no dicen por qué no es suficiente, pues evidentemente no hay ninguna razón lógica. Si hace falta más gasto en defensa es porque no se tienen los recursos suficientes para enfrentar una amenaza. ¿Y cuál es la amenaza? ¿Rusia, con la que Trump quiere llegar a un mutuo reconocimiento, que incluya acuerdos políticos y económicos más allá de la paz en Ucrania? ¿Rusia, que no puede con las menguadas fuerzas ucranianas y ni siquiera es capaz de echarlas de la zona de Kursk que han invadido? Es verdad que Rusia tiene un enorme arsenal nuclear, pero contra eso ningún presupuesto de los países no nucleares puede hacer nada. Y también representa una amenaza híbrida, de desinformación, de guerra cibernética, desestabilización política, riesgos que son importantes, pero cuya defensa no requiere grandes inversiones.

Según el SIPRI sueco, cuyos datos son muy fiables ya que no se basan solo en fuentes oficiales, la OTAN gastó en 2023 –último año disponible– 1,35 billones (europeos) de dólares en defensa, por 109.454 millones de Rusia, que ha aumentado un 70% su presupuesto militar desde 2020, por su economía de guerra, y no podrá mantener esa cifra mucho tiempo. Solo los países europeos de la OTAN gastaron ese año 407.017 millones, es decir, casi cuatro veces más que Rusia. ¿De verdad hace falta más dinero? ¿Para qué? Tal vez la respuesta nos la puede dar el mismo SIPRI con su relación de las empresas de armamento que más facturaron ese año: las cinco primeras son estadounidenses. La primera de la UE, Airbus, está en el puesto 12, y después la italiana Leonardo en el 13, la francesa Thales en el 16, y la alemana Rheinmetall en el 26. Entre estas tres últimas sumaron 35.630 millones en ventas, mientras que la primera, la estadounidense Lockheed Martin facturó 60.810. Desde el 4 de noviembre, las acciones de Leonardo han subido un 60%, las de Thales un 33%, y las de Rheinmetall un 97%, a pesar de que el 63% de los 90.000 millones que la UE gastó ese año en adquisiciones de material militar fue a empresas de EEUU, y solo el 22% a empresas europeas.

La histeria militarista que recorre Europa es anterior a la llegada al poder, por segunda vez, de Trump. Entre 2001 y 2024 el gasto de defensa aumentó en la UE un 30% llegando al 1,90% del PIB comunitario. Un incremento hasta el 3% supondría un aumento de más de 150.000 millones de euros, suficiente para construir un millón de viviendas en suelo público. Ahora parece que se quiere justificar el incremento de los presupuestos de defensa precisamente para hacer frente al posible abandono por Trump a sus aliados europeos, o sea para conseguir una defensa europea autónoma, que no se podría alcanzar –según un nunca justificado pensamiento único– sin aumentar sensiblemente el gasto militar. Tampoco aquí se dice por qué. En 2023 la UE gastó 313.823 millones, casi tres veces más que Rusia y unos 20.000 millones más que China. Se supone que la UE sería una potencia pacífica, sin ambiciones globales expansionistas, solo necesitaría los recursos mínimos para defenderse.

La defensa común europea autónoma es el sueño de los europeístas desde hace muchos años, el paso definitivo en la construcción europea, la independencia respecto a su aliado trasatlántico. Pero esa idea no puede hacerse realidad sin una integración política, ni sin una política exterior común, porque una defensa integrada requiere una dirección política común. Lo que falta para alcanzar una autonomía en estos campos es una voluntad política firme de alcanzarla, que no existe en la UE, porque muchos de sus Estados miembros no la quieren, y menos ahora cuando el nacionalismo está en ascenso. Sin Washington estamos huérfanos de liderazgo. Pero probablemente no haría falta más dinero, porque la integración de muchas capacidades militares –ahora repicadas 27 veces– produciría un importantísimo ahorro.  

Si realmente se desea construir una defensa europea autónoma, el primer e ineludible paso es definir exactamente lo que se quiere, es decir, cómo será el resultado final, con todos los detalles posibles, y preparar un plan preciso, consensuado, y un cronograma para conseguirlo. De ahí surgirán los programas y proyectos concretos en los numerosos aspectos que abarca la cuestión: estratégicos, operativos, recursos humanos y materiales, organizativos, doctrinales, industriales y tecnológicos, necesarios para saltar de la realidad ahora existente hasta la deseada. Solo entonces se podrán presupuestar los programas y proyectos necesarios, y saber cuánto dinero se necesita. Planes, programas, presupuestos, la secuencia lógica se inventó –y se aplica– desde hace ya mucho tiempo. Empezar por los presupuestos, además de ser irracional, es un indicativo claro que lo que el verdadero objetivo no es alcanzar la autonomía estratégica europea en materia de defensa, sino solo comprar más armas –muy probablemente estadounidenses– sin un proyecto y sin un fin claro, y sin que eso garantice por sí solo más seguridad para los ciudadanos.

La defensa común europea, entendida como garante de la paz y proyectora de estabilidad y concordia, es buena sin duda para Europa y para el mundo. Pero debe servir para ahorrar dinero, a través de las sinergias que se deriven de la puesta en común de los recursos, no para gastar más. Si después de poner en marcha la decisión política y de establecer las estructuras de mando y fuerzas necesarias –lo que no debe costar prácticamente nada–, después de poner en común todo lo que sea posible –y contabilizar el ahorro correspondiente–, se detectan vulnerabilidades y carencias que ponen en riesgo su efectividad para proteger a los ciudadanos, y requieren algún gasto adicional, póngase abiertamente sobre la mesa, explíquese y dígase qué cantidad y durante cuánto tiempo resulta imprescindible.

La seguridad humana no es solo la que proporciona la fuerza militar, sino que abarca muchos otros campos: alimentaria, económica, sanitaria, medioambiental, energética. Y todos esos elementos necesitan recursos suficientes. No puede haber paz sin una subsistencia digna y sin derechos. También necesitamos –todavía– una defensa suficiente, porque sin ella todos los demás aspectos de la seguridad podrían estar en peligro, pero no debemos gastar ni un euro más de los estrictamente imprescindibles cuando ese gasto va en detrimento de otros probablemente más acuciantes. Matan más la pobreza, la falta de vivienda, la lentitud de la sanidad pública, la insuficiencia de la ayuda a la dependencia, que las balas de un país lejano cuyo interés en atacarnos parece –a día de hoy– inverosímil. No permitamos que en nombre de la seguridad a la que tenemos derecho, intereses ajenos –políticos o económicos– nos obliguen a cambiar nuestras políticas presupuestarias sin que se corresponda con una necesidad real, a costa del bienestar social. Transparencia y equilibrio, no consignas vacías.