Cada vez son más las personas que llegan a consulta expresando una extraña sensación, en ocasiones de origen desconocido y que, según sus propias palabras, les empuja hacia abajo impidiéndoles mantener una estabilidad emocional básica
Marian Rojas Estapé y la falacia de la química cerebral: «Es pensamiento neoliberal disfrazado de neurociencia»
“No soy feliz. Me siento solo, incomprendido, incompleto, no me soporto. Tengo una sensación de vacío en mi interior. No encuentro satisfacción por nada, me siento perdido y desmotivado”. “Nunca nada es suficiente. Siento un agujero dentro de mí. Una melancolía continua que no se va”… Cada vez son más las personas que llegan a consulta expresando una extraña sensación de vacío. Un sentir en ocasiones de origen desconocido que, según sus propias palabras, les empuja hacia abajo impidiéndoles mantener una estabilidad emocional básica para sobrellevar el día a día consigo mismos.
Vivimos una vida acelerada en la que buscamos el goce instantáneo, en un mundo donde parece que todos debemos realizarnos. En esta época de frenesí, asoma un nuevo miedo, síntoma de los nuevos tiempos, un vértigo que nos recuerda las expectativas incumplidas y las que están por venir. También de los propósitos fallidos que se convierten en viejas frustraciones. Este vértigo, que recoge los malestares de nuestra época, podemos denominarlo vacío.
Esa sensación es un indicio preocupante al respecto de una inestable salud mental y puede ser una alerta de un perjuicio más profundo. También, desde hace un tiempo, es síntoma de la época en la que vivimos, una reacción a esos tiempos acelerados, a la necesidad de validación constante, a la urgencia por vivir todas y cada una de las experiencias posibles que nos ofrece nuestro tiempo. Sin embargo, también se presenta como una consecuencia preocupante ante los conflictos sociales, como por ejemplo la dificultad para acceder a una vivienda, el auge del tecnocapitalismo o los conflictos internacionales.
La psicóloga Teresa Sánchez, autora de Claves psicológicas de la actualidad informativa y social (Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2001), asegura que la secuencia que vivimos en nuestros tiempos nos empuja a que estos síntomas ligados al vacío sean cada vez más frecuentes, generando así nuevos malestares. Habitamos la era del vacío, una época organizada en torno a una ausencia de límites, donde la tendencia inmediata de nuestra sociedad dificulta la posibilidad de resistir a la impulsividad.
Cuando nada es suficiente
La velocidad de nuestros tiempos se presenta como un riesgo y una oportunidad al mismo tiempo. Lidiar entre ambos estados afecta a la capacidad de fijar nuestros límites. Resulta ambiguo que en la sociedad en la que vivimos, con acceso a casi cualquier cosa a través de Internet, ninguna de ellas resulte a veces lo suficientemente eficaz para paliar el dolor emocional del daño psicológico vinculado al vacío. La huida hacia adelante que ofrecen estas experiencias son lo opuesto de parar, echar la vista atrás y tratar de comprender el porqué de nuestro malestar.
Los malestares de hoy en día provienen de orígenes distintos. Por un lado, existen estudios que hablan de factores de riesgo comunes de origen genético hacia algunos de los desórdenes psiquiátricos más severos. Sin embargo, la posibilidad de expresión de lo genético vendría en gran medida condicionada por las variables ambientales, y ahí es donde podríamos encontrar una solución a estos malestares.
Las condiciones contextuales son de enorme relevancia para la prevención en salud mental. Las dificultades para hacer frente a una vivienda digna en la sociedad de hoy en día, por ejemplo, hacen que sea psicológicamente ingenuo y deontológicamente inapropiado pensar que el impacto de la vivienda hacia la salud mental no es lo suficientemente relevante en este aspecto.
Actualmente, el 38% de la población ha sentido angustia ante la posibilidad de perder su hogar, un 30% ha experimentado soledad y un 23% depresión. Además, según la Organización Mundial de la Salud, un 25% de la población mundial manifiesta sentimientos de aislamiento social y soledad y más de 150.000 personas menores de 30 años mueren al año por suicidio.
A pesar de estar en un mundo cada vez más conectado, la soledad se nos presenta como uno de nuestros principales problemas, causando miles de víctimas y numerosas consecuencias psicológicas en los ciudadanos. El aislamiento social y la soledad no deseada son dos de los fenómenos que han ido al alza en los últimos años. La soledad no deseada supone una fuente de malestar y vulnerabilidad, coarta la participación en la sociedad y tiene consecuencias negativas en múltiples aspectos de la vida, incrementando el riesgo de la persona a desarrollar comportamientos no saludables, generando así mismo importantes costes sociales. El vacío también tiene que ver con esto.
En la sociedad en la que vivimos, con acceso a casi cualquier cosa a través de Internet, ninguna de ellas resulta a veces lo suficientemente eficaz para paliar el dolor emocional del daño psicológico vinculado al vacío
Según el estudio del Observatorio Estatal de Soledad no Deseada, publicado en el año 2024 y aplicado a una muestra de 1800 personas de entre 16 y 29 años, el acoso escolar, la calidad de las relaciones de amistad, la percepción sobre los propios problemas de salud mental, la pobreza, la discriminación social, residir en municipios de tamaño medio y vivir en un piso compartido, son importantes factores de riesgo psicosocial.
En los últimos tiempos, también somos espectadores del encarecimiento de las experiencias vinculadas al ocio y al juego, dificultando su acceso. Por ejemplo, en lo que respecta a la industria musical, el sector ha alcanzando cifras récord durante 2024, principalmente gracias a la subida del precio de sus entradas en casi un 50%, situando la entrada de un festival en una media de 80€ en perjuicio del bolsillo de un consumidor, que principalmente ronda los 35 y 44 años –aunque en 2023 las generaciones de entre 18 y 24 aumentaron su asistencia un 44%. Hablamos precisamente de la “generación inquilina”, una juventud que tiene problemas para llegar a fin de mes y de la que solo el 14,8% menor de 30 años consiguió abandonar el hogar familiar.
Cuando el vacío habla de una experiencia traumática
Más allá del aumento de la sensación de soledad, psicológicamente, el vacío puede ser también síntoma de otras vivencias traumáticas vinculadas a aspectos de nuestra infancia. Al igual que otros comportamientos desregulados, este sentimiento se presenta como una válvula de escape ante el dolor. Un sistema defensivo que nos protege del sufrimiento psíquico, al que no podemos atender.
Vivir con esa sensación de vacío puede convertirse en una rutina indeseable para muchas personas. Un sentimiento constante de desprotección y vulnerabilidad que los posiciona al límite de sus energías, pudiendo desembocar en ocasiones en la aparición de reacciones de ira e impulsividad e incluso pensamientos y episodios de autolesiones. En este sentido, la autolesión puede ser una estrategia de regulación emocional, un castigo sobre el que poder controlar el principio y el fin del sufrimiento, o bien una forma desregulada de comunicación hacia los demás.
El trauma compromete nuestra capacidad de conectar con los demás, sustituyendo la capacidad de conexión por la capacidad de protección. El problema lo encontramos en las personas que utilizan este mecanismo constantemente, viviendo en un estado disociativo de forma permanente.
El hecho de estar disociado de manera constante, como actitud ante el mundo, tiene unas “tarifas emocionales” muy altas, como explica el doctor en Psicología Luis Raimundo Guerra Cid en su libro Palos en las Ruedas (Octaedro, 2018). Por mucho que disociemos la experiencia traumática, esta sigue ahí, y no solo eso, sino que pueden aparecer otros síntomas diferentes: cuando ha habido un trauma, nuestro Sistema Nervioso Autónomo (SNA) no diferencia entre nuestro pasado inseguro y nuestro presente. Nuestro sistema nervioso no logra disipar la necesidad de protegernos aunque ahora estemos seguros. Vivir en estados de alerta constante puede ser sumamente debilitante y doloroso.
El vacío se presenta como una manifestación de lo que no podemos aceptar, aquello a lo que no podemos acceder y con lo que nos cuesta conectar. Un síntoma frecuente en personas que han padecido daños vinculados al trauma, el abuso o la negligencia. La sensación de vacío es visceral, normalmente se ubica en el abdomen o en el pecho, y no debe confundirse con el miedo a no existir o la angustia existencial. Este sentimiento suele ir acompañado de otras reacciones emocionales negativas como la apatía, el aburrimiento, la tristeza o la vergüenza, y quizá nos esté advirtiendo de un daño vinculado a una infancia problemática, una familia desestructurada o de haber sido víctima de vivencias traumáticas.
Sentir mucho, sentir muy poco
Cuando los psicólogos evaluamos en terapia un caso con estas características, podemos encontrarnos ante una identidad difusa y un historial de continuas conductas impulsivas que normalmente suelen ir acompañadas de otros malestares como problemas de alimentación, relaciones sociales complicadas, episodios agresivos, autolesiones o, incluso, intentos de suicidio.
Sentir demasiado o muy poco son en realidad las dos caras de la misma moneda. Cada pequeño dolor puede experimentarse como algo insoportable (hiperactivación), de la misma manera un dolor emocional elevado puede experimentarse mediante una sensación de adormecimiento (hipoactivación), de enlentecimiento o de vacío.
Este sentimiento suele ir acompañado de otras reacciones emocionales negativas como la apatía, el aburrimiento, la tristeza o la vergüenza
Las psicólogas Kathy Steele, Suzette Boon y Onno Van Der Hart defienden en su libro Vivir con disociación traumática (Desclée de Brouwer, 2011) la importancia de aprender a sentir “correctamente” dándole el valor justo a cada sentimiento mediante lo que se denomina “ventana de tolerancia”: el rango de intensidad experiencial que es tolerable para cada persona dentro de los cuales puede aprender, tener una sensación interna de seguridad y estar comprometido con la vida.
Lo traumático se detiene ante el vacío como una experiencia subjetiva. En un inicio, las primeras teorías psicológicas consideraban clave la fase oral de un bebé, aquella en la que todo va a parar a la boca. Si esta fase no se completaba adecuadamente, se generaba una tendencia depresiva y dependiente de los demás, en un bebé que será adulto. Posteriormente, se consideró que las carencias en el cuidado temprano provocaban un sentimiento de fracaso en la percepción del otro como sujeto consolador, con la consecuente incapacidad para tranquilizarse a sí mismo.
Con mucha probabilidad, el desarrollo de la empatía, los cuidados de y hacia los demás, el cariño, el respeto y la tolerancia bien podrían ser un punto de partida para atenuar el sufrimiento psicológico. Para esto debemos apelar a la responsabilidad individual, pero también a la colectiva.
Los recursos de nuestro entorno
Afortunadamente podemos entrenar nuestro Sistema Nervioso Autónomo y así recuperar la seguridad y la calma que se ven afectados en los estados de activación de nuestro sistema nervioso, que nos conducen a la lucha o la huida. Esto es más fácil cuando compartimos nuestro tiempo con otras personas y reproducimos los estados de quien nos rodea; a esto, en el lenguaje psicológico, lo llamamos corregulación. En una manada, por ejemplo, si uno de los animales percibe peligro, todos percibirán peligros aumentando así las posibilidades de supervivencia del grupo.
A las personas nos ocurre exactamente igual. Si compartimos nuestro tiempo y espacio con personas enfadadas, estresadas o deprimidas nos sentiremos peor, mientras que si estamos con personas con sistemas autónomos regulados, personas que se encuentran mejor, que han sanado sus heridas y que no ejercen la hostilidad, nos sentiremos mejor. Enfrentarnos a nuestro daño puede ayudarnos a restaurar el desgaste emocional y liberarnos del bloqueo relacionado con el sentimiento de vacío. En este sentido, curar los traumas del pasado aumenta nuestra capacidad de resiliencia.
Por otra parte, el mundo hiperconectado en el que vivimos nos propone una búsqueda constante, aumentando así los riesgos psicológicos ante un consumo excesivo de tecnología. Lejos de la prohibición del uso de las tecnologías, debemos centrar nuestros esfuerzos en motivar para que los más jóvenes comprendan y conozcan los riesgos potenciales de su uso excesivo y establecer el uso de estrategias para empoderarlos en el mundo digital promoviendo un desarrollo saludable, incluidas actividades alternativas, que estimulen las habilidades cognitivas, lingüísticas y socioemocionales.
Algunas de las pautas concluyentes que marca este Estudio sobre juventud y soledad no deseada en España, elaborado por el Observatorio Estatal en cuestión, pueden servirnos de guía –también en otras etapas de la vida– para entender cómo combatir este malestar colectivo que tanto vemos los psicólogos por consulta. Según indica, la solución pasa por prevenir, detectar e intervenir:
Fomentar la aparición de escuelas inclusivas que contemplen la educación emocional.
Proteger la salud mental en la infancia y la adolescencia.
Fomentar las relaciones sociales mediante el ocio saludable.
Desarrollar servicios de atención juvenil orientados a reducir la soledad.
Impulsar las actuaciones para reducir la soledad no deseada a través de las universidades.
Reforzar las políticas de educación, empleo e inclusión social, mejorar la orientación y fortalecer la transición entre educación y empleo.