El 8M de los ultras

Nos han colado una narración épico-narrativa de lo que somos las mujeres o deberíamos volver a ser. Y, lamentablemente, eso no se combate con una agenda puramente reactiva, eslóganes repetidos, frases manidas, insultos y descalificaciones

La extrema derecha lidera una revolución conformista que sabe vehicular la rabia y el resentimiento de quienes se consideran perdedore y también el miedo de quienes tienen algo que perder. Pero su mayor éxito no reside en movilizar esas emociones negativas sino en recuperar un cierto imaginario de lo común, restaurar un mundo perdido, un orden natural hoy subvertido y adulterado; volver a aquel refugio perdido que fue la fuente de nuestra felicidad. Y ese refugio es, sobre todo, el que representa la célula indisoluble de la familia patriarcal. Las derechas han entendido bien que hoy triunfa la filosofía de la intemperie y que la madre convencional puede volver a ser el amortiguador de los cambios y el sistema de control. La maternidad entendida como una institución desde la que asegurar el uso represivo de nuestros enclaves seguros. 

En cualquiera de sus versiones, la apelación de las derechas a las políticas familistas y natalistas se conecta, estructuralmente, con presupuestos tradicionalistas, punitivistas, excluyentes, racistas, nacionalistas y elitistas. O sea, la madre, con mayúsculas, es el eje alrededor del cual gira la totalidad de su programa. 

Las mujeres están llamadas a asegurar la alianza con las iglesias, las tradiciones y las costumbres, funcionando como el brazo armado de una moral puritana. En España, Vox ha liderado la lucha contra la educación sexo-afectiva, la apuesta por la educación religiosa y la criminalización de la diversidad sexual o la llamada “ideología de género”, una “ideología negativa” porque, como dice Segato, desobedece el mandato de la masculinidad, desestabilizando y fracturando lo que siempre estuvo unido. El negacionismo no afecta a la violencia contra las mujeres, en general, sino, sobre todo, a la que sucede en el entorno familiar. Se niega la violencia de género y la violencia vicaria, pero se asume la criminalización de los foráneos como manadas peligrosas que han entrado en el país gracias a la excesiva laxitud de la legislación migratoria. La violencia tiene su origen en “los flujos migratorios incontrolados” y son los extranjeros los que cometen la mayor parte de los feminicidios y las violaciones. Para ellos se piden deportaciones masivas, centros de internamientos y cadena perpetua. La violencia que señala a la pareja o la expareja como posible agresora, uno de los campos de batalla del feminismo, afecta la línea de flotación de la familia heteronormativa, y eso no gusta a los ultras. Más que misóginos, son antifeministas.

El feminismo representa la no-familia, un proceso que estimula la des-vinculación de las esencias familiares (o patrias), la masculinización de las mujeres, la usurpación por parte de ellas de los roles tradicionalmente adjudicados a ellos, el fin de los estereotipos de “género”. Por eso, la del “género” es una “ideología” que oculta y tergiversa la verdad, lo que realmente somos. Lo que somos biológica y socialmente. Altera la “naturaleza” del ser mujer que pasa por la identificación acrítica entre el ser anatómico, social y jurídico, definido según ese orden. No se trata de lo que una quiera o necesite ser, sino de lo que una es y debe ser, considerando aquí que el ser y el deber ser no pueden diferenciarse conceptualmente. El ser es esencia (naturaleza) y permanencia (estabilidad social e histórica) y todo lo que es, debe ser y seguir siendo. Así de fácil. El antifeminismo (como buena parte de lo que la extrema derecha plantea) se mueve en ese marco naturalista y preilustrado. 

Evidentemente, de aquí se deriva la negación de la “libertad” vinculada al “deseo”, al “querer”, entendida como “libertinaje”, aunque no solo. Se niega también la “libertad” entendida como “autodeterminación”, esto es, como un proceso de emancipación del mundo de la “necesidad”. Según los cánones de la extrema derecha, el feminismo es una forma de dominación que crea (inventa) necesidades donde no las hay y, por tal razón, puede ser tan alienante como el machismo.  Somete a las mujeres porque las desaliena de la familia para alienarlas al mercado, generándoles problemas de identidad, desarraigo, soledad e infelicidad, y generando, además, un ejército de hombres agraviados y encolerizados.

Por eso, como es obvio, las opciones sexuales no pueden elegirse y el binarismo es obligado. El binarismo no es solo que las mujeres y los hombres, son, con mayúsculas, distintos, sino que los segundos dominan, han dominado y dominarán siempre sobre las primeras, en todos los órdenes de la vida, excepto en el hogar, donde a las mujeres se les ha premiado con el rol social y políticamente más relevante: el de “ser” madres y esposas. Dado que, por razones naturales, es lo único que ellas pueden ser, jugar ese papel es lo que las hace verdaderamente libres, es el único rol en el que están desalienadas y en el que pueden liderar como “mujeres”, independientemente de los varones. Cualquiera otra alternativa, es una renuncia a su libertad natural y no es, por tanto, emancipación sino mercantilización; sujeción al reino de lo masculino, insatisfacción (dado que el ser no se consuma) y sometimiento al sistema de necesidades creadas socialmente por el poder del varón. En fin, que cuando el feminismo anima a las mujeres a subvertir el ámbito doméstico, lo que hace, en realidad, es esclavizarlas. El patriarcado no está donde las feministas creen que está sino justo en el lugar al que ellas se dirigen.

En consecuencia, la igualdad entre hombres y mujeres no solo no es posible, sino que no es deseable, como sucede también si hablamos de las diferentes razas, naciones o clases sociales. 

La extrema derecha es racista, xenófoba y clasista, entre otras cosas, porque se asume que la desigualdad es un dato y que siempre ha habido y habrá seres “superiores”, llamados por naturaleza, a dirigir al rebaño. Y estos líderes naturales son los hombres, los blancos, los ricos y los nuestros. ¿Por qué? Porque la historia demuestra que son los que mejor lo han hecho. Su éxito social ratifica sus méritos, sus méritos ratifican sus virtudes, y sus virtudes confirman sus capacidades naturales. En el fondo de este argumento, late una concesión, sin paliativos, a las sociedades meritocráticas basadas, eso sí, no al estilo “liberal”, en los éxitos empresariales-mercantiles, sino al estilo “conservador”, en el mantenimiento impertérrito de las esencias naturales-materiales (de lo que es y debe ser porque siempre ha sido). 

Y, una vez más, son las madres las que garantizan esa esencialización natural de las diferencias. A “nuestras” mujeres se las utiliza para paliar el déficit demográfico, pero, sobre todo, para asegurar la pureza racial y evitar la reposición a base de población migrante (teoría del gran reemplazo). De ahí que ahora quiera imponerse el ius sanguini sobre el ius soli, porque lo relevante es nacer de una madre concreta, ser uno de los nuestros, no el lugar en el que hayas nacido. El ser, sobre el estar, el convivir, la vecindad. La identidad pétrea de la sangre, el nosotros, sobre los vínculos que hay “entre” nosotros, el cosmopolitismo o el multiculturalismo. 

Esa madre homogénea y perfectamente identificable es la que garantiza también la estirpe que no es sino la clase social asentada sobre la propiedad privada y la herencia; la que acredita y conserva el lugar que la implacable rueda de la historia ha adjudicado a cada uno. El Estado aquí solo puede ser Estado-nación y garantizar el orden natural a base de fuerza policial, judicial y militar. Las políticas sociales se derivan a la gestión privada y a la familia convencional, convertida, de nuevo, en la única red segura para sostener la vida. La madre administra la vulnerabilidad.

Las derechas han asumido la racionalidad del miedo frente a la soledad, la fragmentación y el vacío, y no se han equivocado. Han entendido que necesitamos redes y vínculos comunitarios, y han ofrecido sus propias respuestas: las iglesias, los nacionalismos excluyentes y el conservadurismo político. Nos han colado una narración épico-narrativa de lo que somos las mujeres o deberíamos volver a ser. Y, lamentablemente, eso no se combate con una agenda puramente reactiva, eslóganes repetidos, frases manidas, insultos y descalificaciones. El feminismo ha perdido mucha musculatura en estos años y hay demasiada división y desnudez para un momento tan crítico. Aunque tuviéramos las calles, las calles no bastan.