Aquel Nokia 5300 no esperaba nada de mí. No me pedía respuestas inmediatas, no me reclamaba atenciones constantes, no vibraba cada cinco minutos para decirme que alguien, en algún lugar, estaba escribiendo algo que yo debía leer en el acto
El otro día, buscando en el cajón de una mesita, topé con un Nokia 5300 que me regalaron cuando tenía, supongo, doce o trece años. Intenté encenderlo porque casi no recuerdo cómo era la interfaz de aquellos móviles, y también quería ver cómo eran las fotos que hacía esa maravilla de la ingeniería feroesa, pero estaba apagado. La cosa es que sentí nostalgia y no era nostalgia de la época, ni de la edad, sino de que en aquellos años nadie podía mandarme un whatsapp y, sobre todo, yo no tenía que responder ninguno.
Los teléfonos viejos tienen algo de relicario. Uno los encuentra en un cajón y, en lugar de deshacerse de ellos, los guarda otra vez, con cierto respeto, como si algún día fueran a tener utilidad. Como esperando que mañana colapse la modernidad y el progreso, pero solo a medias, y volvamos a finales de los noventa o, si somos adictos al riesgo, a principios de los dos mil. Hay un descanso en recordar la época en que un mensaje no era un grillete. Ahora vivimos en una era en la que el retraso en responder un mensaje se interpreta como una declaración de intenciones o una crisis diplomática. Por eso, llevo unos días pensando en guardar el iPhone en la mesita de noche y usarlo solo para trabajar. Mi madre siempre lo dice: si es importante, que llamen. Pues eso. Hoy tenemos la posibilidad de comunicarnos de forma inmediata, lo cual es una maravilla, pero a veces esa inmediatez se convierte en una expectativa.