Trump es singular, irrepetible y no dudo de que muchas de sus decisiones se puedan explicar desde la ciencia política, la comunicación o la psicología. Pero Trump es el presidente que una parte del actual de Estados Unidos necesita hoy para defender sus intereses
¿Es Trump un loco, un fanático, un fascista, un promotor inmobiliario? ¿Todo a la vez? Busqué respuesta este fin de semana en The Apprentice, la magnífica película de Ali Abbasi sobre las primeras andanzas del entonces joven empresario Donald Trump en los setenta y ochenta.
Además de quedarme boquiabierto con ese Sebastian Stan totalmente trumpeado, y aún más con Jeremy Strong como el abogado corrupto y corruptor Roy Cohn, aprendí mucho sobre el hombre que amarga nuestros días: su amoralidad, su ambición tan desmedida como su vanidad, su capacidad de adaptación, y sus tres reglas de vida, aprendidas de su mentor Cohn según la película (que supongo se toma sus licencias): la primera, atacar, atacar, atacar. La segunda, no reconozcas nada, niégalo todo. La tercera, pase lo que pase tú siempre canta victoria y nunca admitas una derrota.
¿Nos vale conocer a Trump para entender su comportamiento disruptivo y hasta cierto punto imprevisible, anticiparnos a sus próximos pasos y saber cómo resistir? Ojalá, pero me temo que no. Ojalá una película sirviese para eso. Ojalá el Trump real encajase en el envase de un personaje políticamente definible, humanamente descriptible y hasta patológicamente diagnosticable. Y sobre todo, ojalá el problema de Estados Unidos, y del mundo por extensión, fuese solo Trump.
Trump es un problema, y es a él a quien hay que plantar cara. Pero ojalá el problema fuera solo Trump. Es él, y la corte de fanáticos que lo acompaña, y el partido republicano totalmente entregado al MAGA, y sus 77 millones de votantes, y los magnates que lo han aupado, y los gigantes tecnológicos, y supongo que el poder económico y el viejo complejo industrial-militar que cogobierna el país desde hace décadas. Los recursos de Groenlandia o las tierras raras de Ucrania no son un capricho personal.
Trump es singular, irrepetible y no dudo de que muchas de sus decisiones se puedan explicar desde la ciencia política, la comunicación o la psicología. Pero Trump es el presidente que una parte del actual de Estados Unidos necesita hoy para defender sus intereses, como seguramente lo era Biden hace unos años para compensar el primer mandato trumpista. Poder duro y poder blando alternándose según la coyuntura. Como toda gran potencia, las decisiones de Estados Unidos en los dos últimos siglos responden exclusivamente a sus intereses, y nada más que sus intereses: su entrada en las dos grandes guerras mundiales, sus invasiones militares e injerencias “humanitarias”, la OTAN, la alianza con Europa, la globalización, el multilateralismo o la ayuda a Ucrania han sido funcionales a sus intereses, como ahora lo pueden ser su repliegue, su proteccionismo (combinado con un feroz ultraliberalismo), sus nuevas alianzas o el desahucio de Ucrania.
Ojalá el problema de Estados Unidos fuese solo Trump, de la misma forma que ojalá el problema de la Rusia actual fuese solo Putin, otro ejemplo de personificación engañosa: creer que, sin Putin, Rusia habría aceptado de buen grado la expansión de la OTAN y la pérdida de influencia en su tradicional esfera de interés, renunciaría al ultranacionalismo, no habría invadido Ucrania y sería una democracia homologable. Pensamiento mágico.
Sin negar ni minusvalorar la importancia de las personas que en cada momento encarnan ideas e intereses, ojalá Trump y Putin fuesen la respuesta simple a preguntas tan complejas como las que hoy nos quitan el sueño. Dormiríamos mejor.