No se ve de qué manera puede hacerse compatible una avalancha de proyectos mineros con el mantenimiento de los cultivos, la actividad agroganadera, la reforestación, el uso racional del agua, la conservación de la biodiversidad o la soberanía alimentaria
Autoabastecimiento de materias primas para promover una industria nacional de almacenamiento de energía, facilitar la transición ecológica y reducir la dependencia de terceros países, como China. Mandato europeo.
Mientras EEUU desarrolla una estrategia imperial para hacerse con las tierras raras de Ucrania, Rusia, Groenlandia o el Ártico (lugares antes inalcanzables), Europa se lanza con entusiasmo al colonialismo interior.
Es evidente que nuestras cadenas de suministro son vulnerables y que nuestros recursos están infraexplotados porque las inversiones han sido siempre, comparativamente, costosas, los estándares ambientales altos y las resistencias sociales estaban organizadas. Pero ahora todo eso tiene que cambiar a la velocidad de la luz. Hay que asegurar la agilidad administrativa con tramitaciones exprés, con procedimientos más rápidos para la expedición de permisos a las mineras (seguramente incompatibles con la transparencia y la participación activa de las comunidades locales), apoyar excepciones específicas a la legislación medioambiental y combatir la resistencia social.
En este marco, el borrador de la Estrategia de Almacenamiento Energético de nuestro Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico apuesta por la explotación “sostenible” de yacimientos de litio y tierras raras. Y el ‘Panorama Minero’ del Instituto Geológico y Minero (IGME) dedica especial atención a Extremadura, donde hay 147 permisos de investigación vigentes o en trámite “con una amplia variedad de minerales explorados”. Casi 150 proyectos mineros en una sola región. Según se dice, todo esto va a contribuir “al mantenimiento de la población y la actividad en áreas rurales con problemas de despoblamiento” y a “favorecer un uso racional del suelo, principalmente en el medio rural”. En fin… la verdad es que es mucho decir. No se ve de qué manera puede hacerse compatible una avalancha de proyectos mineros con el mantenimiento de los cultivos, la actividad agroganadera, la reforestación, el uso racional del agua, la conservación de la biodiversidad o la soberanía alimentaria.
El suroeste español está gravemente amenazado por una desertificación creciente y la lucha de quienes vivimos en esas latitudes debería ser, ante todo, la de incorporar esta variable a la transición ecológica. En los tiempos que corren, la geografía es un vector trascendental para hacer política y la política también consiste en pelear para que nuestras particulares condiciones territoriales acaben entrando en la agenda. Las minas contaminarán nuestros recursos hídricos y acabarán con las escasas reservas de agua que tenemos. Nuestro primer objetivo tendría que ser el de debatir sobre emisiones, sequías y estrés hídrico, asumir que una economía “climáticamente neutra” no se va a alcanzar con políticas (neo)extractivistas y reapropiarnos del agua como un bien común y/o público. Deberíamos debatir, además, sobre la externalización de los costes y la gestión de los desechos.
Es probable que los residuos de las explotaciones mineras queden enterrados antes de acabar con las emisiones en 2050 en los mismos lugares en los que se encontraron, convertidos ya en simples e inútiles vertederos. El boom especulativo es siempre cortoplacista y deja tras de sí un cúmulo de basura que no suele gestionarse bien.
El Ministerio de Transición Ecológica nos habla, además, de colaboración público-privada, obviando que el sector privado en estos casos está controlado, fundamentalmente, por agresivas multinacionales, lo que no es un dato menor. Gracias a sus lobbies, su diplomacia económica y sus puertas giratorias, estos gigantes económicos se benefician de una legislación privatizadora que liberaliza los suelos y mercados, se aprovechan de una publicidad que identifica sus beneficios económicos con el bienestar de todos y de una arquitectura jurídica que les garantiza una impunidad prácticamente total. Con los Tratados de inversión, una multinacional puede arruinar por completo no ya a un gobierno autonómico, sino a todo un Estado. Los tribunales de arbitraje les ofrecen un marco idóneo para liderar multitud de denuncias judiciales en el momento en que ven peligrar sus beneficios y también para eludir sus responsabilidades. No hay presupuesto público que pueda saciar la codicia de un capital opaco, difuso, sin arraigo y completamente descontrolado.
La transición verde y digital podría estar muy bien si la pagáramos entre todos. Si fuera justa y ajustada a los límites del planeta que, salvo terraplanismo, están bastante claros. Pero genera serias dudas cuando exige sustituir minas de carbón por minas de litio o campos fértiles por megaparques solares y eólicos; convertir unos territorios en las nuevas colonias de otros, fragmentando el mapa europeo; sacrificar la vida y la salud de los más pobres para incrementar las ganancias de grandes especuladores; eliminar las exigencias ambientales para favorecer, paradójicamente, al medio ambiente, como si la voracidad y la velocidad pudieran ser sostenibles; estresar aún más a las zonas despobladas para acaparar tierras agrícolas echando a la gente que quede, como si esto fuera la conquista del Oeste. En 1966, el emblemático ensayo de Kenneth Boulding ‘La economía de la nave espacial Tierra’ definió el extractivismo como la “economía del cowboy”, “siendo el cowboy símbolo de las ilimitadas llanuras y de un comportamiento temerario, explotador, romántico y violento”. Poco más se puede añadir.
A lo largo de estos años, la transición verde y digital en Extremadura se ha venido traduciendo en megaminería, macro minería de litio, macro ciudad del ocio, macro azucarera, macrofotovoltaicas, megarregadíos, cultivos intensivos, megafábricas de residuos tóxicos industriales o gigantes vertederos. Por lo general, ha favorecido a una “élite extractiva” que se ha apropiado de nuestros recursos para procesarlos fuera. Tener recursos puede acabar siendo una maldición para según qué regiones. Paradojas de la pobreza.
Señalar en el mapa las “zonas de sacrificio” que se quieren destinar a extraer minerales y excretar residuos, para favorecer a otras zonas dedicadas solo a la producción y el consumo, perpetúa la injusticia social e histórica que alimenta el descontento y la ira. No es extraño que la invisibilización del sector primario, el desprecio por sus saberes y el desmantelamiento de sus precarias estructuras vitales, acabe haciendo del campo un lugar de resistencias pétreas y propensiones revanchistas.