Olvidar la pandemia

Queremos olvidar, debemos olvidar el sufrimiento de la pandemia, pero el olvido sin reparación de tanto de lo que estaba y estuvo mal suele convertirse en resentimiento. Y esa es una de las semillas más peligrosas para enterrar en una sociedad

Cinco años de la pandemia: por qué no queremos mirar atrás

Este viernes se cumplen cinco años de la declaración en España del “estado de alarma”, sin duda, una expresión para una figura legal que reflejaba el ánimo colectivo. Es difícil calibrar incluso ahora si era peor el miedo por la incertidumbre entonces o el pánico que habríamos sentido si hubiéramos sabido lo que de verdad se venía encima. 

En los siguientes dos años, sólo en España murieron al menos 120.000 personas por covid, y en todo el mundo, más de cinco millones, aunque la Organización Mundial de la Salud estima que el número puede ser mucho mayor. El “exceso de muertes” entre 2020 y 2021 fue de más de 14 millones de personas, algo así como si desaparecieran todos los habitantes de Portugal y de Irlanda de un plumazo. El nivel de sufrimiento para los que murieron, a menudo entre la angustia y la soledad, y para los que quedaron con pérdidas de salud física y mental sigue siendo tan incalculable como insoportable. 

Si entonces hubiéramos sabido que las restricciones iban a durar dos años -la mascarilla en interiores fue obligatoria hasta abril de 2022- el orden público hubiera estado en peligro. 

Queremos olvidar, debemos olvidar como parte del mecanismo habitual de supervivencia que cuenta Sofía Pérez Mendoza en este interesante reportaje. Pero las marcas visibles e invisibles que ha dejado la pandemia tienen que ver con este mundo tan inestable y peligroso que se nos ha quedado. 

La soledad, el individualismo, la desigualdad y la desconfianza en las instituciones y hasta en los vecinos son rasgos que se repiten en las sociedades que sufrieron más, como la española y la británica. También quedó para siempre la brecha entre los trabajadores llamados esenciales y a menudo precarios que se jugaban la vida, y los que podían quedarse en casa, sin duda sufriendo, pero jugándose menos por los demás. 

En todo caso, nada comparable al caso más extremo, el de Estados Unidos, donde hubo violencia –hasta asesinatos– por las mascarillas, asaltos contra instituciones y una acumulación obscena de riqueza de unos pocos, entre ellos los hoy oligarcas de la tecnología.

El autoritarismo y la manipulación aprovechando los agravios y la desconexión de muchos de la información han crecido en este caldo de cultivo. Conversando con votantes en Wisconsin o en Michigan justo antes de las elecciones presidenciales, la pandemia no era un asunto que me citaran de primeras, pero, cuando preguntaba, quedaban claras las cicatrices y un sentido de daño e impotencia. Muchos citaban el efecto del cierre de las escuelas, que en la mayoría de Estados Unidos duró más de un año, algo que no pasó, por ejemplo, en España. 

España, y casi diría la mayoría de Europa, está a años luz de lo que estamos viendo en Estados Unidos, pero hay aspectos sobre los que estar alerta. Y lo que pasa ahora no se puede desconectar de lo que estalló hace cinco años.

Los peligros de fondo para la democracia vienen de la escasa o nula rendición de cuentas del Gobierno nacional o los autonómicos, los casos de corrupción y la agresividad contra las víctimas, como la mostrada por la presidenta de la Comunidad de Madrid.

Queremos olvidar, debemos olvidar el sufrimiento de la pandemia, pero el olvido sin reparación de tanto de lo que estaba y estuvo mal suele convertirse en resentimiento. Y esa es una de las semillas más peligrosas para enterrar en una sociedad.