Inquietantes pandillas adoctrinadas

«Un grupo de 14 a 18 preadolescentes de Highlands que te rodea tras la manifestación del 8M porque vas de morado y te pregunta febril: «¿Eres feminista?», «¿No crees en Jesucristo?», «¿Qué piensas de Podemos?», «¿Y de Vox?», «¿Amas los toros?» te hace sentir vértigo porque los ves adiestrados para hacer ostentación reaccionaria y desafiar a quien disiente

Detenido un capellán de un colegio del Encinar de Madrid acusado de abusos sexuales

Llueve con ganas en España estas semanas. El pasado sábado, las feministas tuvimos que desafiar al temporal para reivindicar la igualdad y conjurarnos frente a la amenaza de retrocesos fascista. Yo me coloqué una gabardina color buganvilla, ya sabéis, entre fucsia y morado, y unas katiuskas muy chulas, con estampado de viñetas de comic en esos tonos. Prendas para el agua compradas en Cantabria en esos veranos en que vuelvo a las raíces como tantos jándalos. Esa noche, tras la manifestación y el tapeo con amigas, las botas propiciaron un encuentro inquietante. Revelador de peligros que afrontamos como sociedad y que no se resuelven con los rearmes bélicos a los que nos empujan, sino intelectuales y cívicos.

Dos de las amigas íbamos hasta Puerta Jerez antes de coger cada cual a su barrio cuando cuatro, seis, ocho chavalas adolescentes se nos fueron plantando delante gritando: “¿De dónde son las botas?”, “¡Son ideales!”, “¿Dónde las has comprado?”, “¡Las queremos iguales!”. Me hizo gracia porque preguntaban admiradas como ante lujos de las pasarelas de Nueva York o París cuando son de Calzados Cristi en el pueblo montañés de Unqueras, de unos mil habitantes, y lo son gracias al buen gusto de la dueña de la zapatería que las compró a un estiloso proveedor italiano que al poco se esfumó. Les di los datos, divertida. Creyendo que les importaban. Mi amiga y yo nos reímos, halagadas de que algo de nuestro cuarentón estilo juvenil pudiera molarle a esa pandilla de catorceañeras. Entonces la más alta y resuelta, la cabecilla, centró el tiro:

“¿Sois feministas?” En ese instante se les unieron cuatro, seis, ocho varones. Hubo miradas y risitas cómplices. Entre todos eran más de doce, quizá hasta dieciocho. Me fijé en su look homogeneizado. Eran de colegio privado, aunque no llevaran su uniforme. «¿Sois feministas?», repitió ansiosa la lidercilla. Recordé el reciente ataque, aquí en Sevilla, otro sábado, también a una hora temprana de la noche, perpetrado por un grupo de adolescentes contra dos hombres de nuestra edad a quienes antes preguntaron “¿Sois maricones?”. Recordé también la inspiradora frase de Chillida sobre los terribles años de la amenaza etarra: “Hay que mantener la dignidad siempre un punto por encima del miedo”. Asumí contestar:

–Claro que lo somos. ¿Y vosotras?

–Yo no –respondió la líder y todas la secundaron.

–¿Ah, no? Entonces, ¿aceptaríais necesitar el permiso de cualquiera de estos para viajar, estudiar, trabajar, alquilar o comprar piso, tener una cuenta de banco…?

–Yo es que no soy feminista porque soy de Jesucristo.

–Puedes ser ambas cosas. Y como cristiana te encantará la defensa de los derechos de inmigrantes de las monjas vedrunas de Ceuta y los curas del Servicio Jesuita a Migrantes, ¿verdad?

–¿Ceuta? Pfff… –risitas despectivas.

–Sí, una ciudad española muy interesante. Deberíais ir. Yo trabajo temas de migración, como periodista y…

–¿Periodista? Pfff… –más guasa compartida–. Y ¿qué pensáis de Podemos? –vuelve la portavoz a la carga.

–¿Y de Vox? –subió la provocación uno de los chavales, de aspecto infantil no amedrentador.

–¿Qué pensáis vosotros?

Tardan en contestar, aunque sus miradas hablan.

–Yo os respondo sin problemas –les digo–. Yo soy de izquierdas. Pero, por encima de todo soy demócrata. Siempre estaré más de acuerdo con un demócrata de derechas que con un autoritario de izquierdas. En la sociedad, como en las familias, no pensamos todos igual y la democracia es el mejor sistema de convivir sin violencia. En paz y libertad.

–Respeto, claro. Hay que respetarse –concedió el chavalín–. Pero ¿amáis los toros? –volvió a la carga con otro clásico del neofascismo patrio.

–Yo no, ¿pero sabéis quién era un apasionado? Hemingway. ¿No lo conocéis? Googleadlo –les animé ya que a la vez trasteaban con sus móviles–. Era un escritor estadounidense que vino a España a contar el sufrimiento causado por el golpe de Estado y la guerra de Franco.

–Gran taurino también era Lorca –terció mi amiga querida–, ¿tampoco os suena? Un grandísimo escritor español, de Granada admirado en el mundo entero, que asesinaron los franquistas por ser de izquierdas y homosexual.

Estaban desconcertados. Las dos casi cincuentonas eran duras de pelar.

–¿De qué colegio sois? –les pregunté.

–¡De Highlands! –exclamaron ufanos, cuando la víspera yo había leído sobre el arresto de un capellán de ese colegio en Madrid acusado de abusos sexuales.

–Así que de Highlands… –dije con retintín. Supieron al instante a qué me refería.

–¡Sí, lo del caso de Madrid! –reconoció con espontaneidad quien hacía nada nos preguntaba por Vox y la tauromaquia. No parecía mal chaval.

–¡Aquí en Sevilla hubo otro igual el año pasado! –anunciaron.

–¿En serio? –se preocupó mi amiga, también periodista–. ¿Y qué pasó?

–Lo echaron. Sin más.

Las chicas se habían ido hartas de nosotras. A ellos aún les pudimos aconsejar:

–Avisad a vuestros padres de cualquier trato raro, ojo que es muy grave.

Clave la universidad pública

Cuando ya pensaba yo que ese día lo tenía todo visto, a veinte minutos en bus, en el portal de mi bloque una pandilla similar, de chicas y chicos uno o dos años mayores, estudiantes de un cercano concertado religioso del barrio, me dificultó la entrada a mi edificio con miradas aviesas. Al subir, mi hija que acababa de volver, también con complementos morados y símbolos feministas pintados en su cara, me dijo que la habían intimidado con preguntas parecidas a las nuestras.

Los dos episodios concatenados me han dejado pensando esta semana. Llegan en un contexto de cánticos del Cara al sol y saludos fascistas brazo en alto incluso en institutos públicos, de hostigamiento y agresión a quien denuncia el enaltecimiento del franquismo. Ni yo, ni mi amiga, ni mi hija fuimos agredidas físicamente, pero sí nos sentimos hostigadas e incómodas.

Es inconcebible que adolescentes feministas acorralen a uno o dos neofascistas interrogándoles: «¿Eres facha?», «¿Apoyas la violencia de género?», «¿Votas a Vox?», «¿Amáis los derechos humanos?» Así que por qué tenemos que aguantar que chicas y chicos de extrema derecha nos aborden y atosiguen con sus «¿Sois feministas?», «¿Os gusta Podemos?», «¿Qué pensáis de Vox?», «¿Amáis la tauromaquia?»

Reflexionando y tratando de ponerme en los zapatos del otro, veo y reconozco que también nosotras, las feministas, podemos parecerles, pese a nuestras incluso demasiado enconadas diferencias, un grupo homogéneo en ideas y hasta en estética cuando nos ven los 8M o en los actos contra el machismo. Pero nosotras no rodeamos en grupo a quienes identificamos como pijos neofascistas y les interrogamos: “¿Eres fascista?”, “¿Qué piensas de la violencia de género?”, “¿Votas a Vox?”, “¿Amas los derechos humanos?”.

Mi hija cree que quizá nos grabaran y se estén cachondeando de nosotras en sus redes sociales. Sin descartarlo, quizá alguna o alguno, igual que yo, se haya quedado pensando al comprobar la gente tan distinta, pero igual en dignidad humana, que compartimos las calles. Seguramente es una esperanza naif por mi parte. Desde luego abrirse al distinto no es lo que impulsó su sibilino acercamiento, sino provocarnos, ridiculizarnos, hacernos sentir en minoría y vulnerables. Lo que es preocupante.

En la búsqueda de soluciones frente a los prejuicios y al rechazo de unos grupos por otros la mejor vía es siempre la convivencia y la educación. Por eso, entre otras cosas, es tan grave que la derecha, allá donde gobierna, esté intentando hundir a las universidades públicas. Lo hacen para promover el negocio y los beneficios de sus amistades y contactos dueños de universidades privadas, lo hacen para intentar que sus hijos, sobrinos y nietos se relacionen y se perpetúen entre ellos como casta dirigente mientras los hijos de los trabajadores, al salir al mercado laboral, ocupan puestos peores.

Pero lo hacen también porque si la universidad pública consigue contra viento y marea preservar ese prestigio a años luz de las universidades privadas que ha tenido siempre en esta España democrática, las y los jóvenes de las clases privilegiadas a los que con tanto empeño han venido adoctrinando en valores excluyentes y supremacistas en sus colegios de primaria y secundaria, concertados y privados, llegarán a aulas con compañeras y compañeros de otros entornos e ideas, con profesoras y profesores que han de ser científicos, rigurosos y críticos. Y ahí quizá duden de los dogmas que les han inoculado y disfruten aprendiendo a convivir y hasta abrazar la diferencia. Así que, por el bien común, protejamos y reforcemos las universidades públicas que la ola reaccionaria se propone arrasar.