Trump contra el brutalismo

El renovado ataque de Trump contra la arquitectura brutalista es parte de su guerra cultural general y de la crítica populista contra las élites. Refleja un inquietante espíritu autócrata

Siempre resulta inquietante que los gobernantes se metan a arquitectos y decidan no ya un edificio que deje su impronta, sino el estilo general que ha de imperar. Superadas las monarquías absolutas, en nuestros tiempos es un signo de autocracia. Lo vimos con Hitler y su amado Albert Speer, que instauró, como Mussolini en Italia y luego en España el franquismo, un estilo fascista. Pues bien, una de las primeras decisiones de Trump ha estado dirigida contra la arquitectura brutalista. Ha ordenado que los nuevos edificios federales (sobre los otros no tiene jurisdicción) se construyan en estilo más clásico. No lo ha hecho como mera opinión sino en un memorándum presidencial el mismo día de su toma de posesión, que sigue a otro de su anterior mandato. Ambos con intención política. Es parte de la guerra cultural que está librando. 

Coincidió con el lanzamiento de la magnífica película The Brutalist, de Brady Corbet, magistralmente interpretada por Adrien Brody. Está inspirada en la novela El manantial (The Fountainhead) de Ayn Rand, publicada en 1943, que fue adaptada al cine en 1949 con Gary Cooper como protagonista, muy Guerra Fría. Ambas historias tratan sobre arquitectos con una visión artística singular que se enfrentan a un mundo que no siempre comprende su trabajo. 

El memorándum presidencial lleva como título ‘Promover una bella arquitectura cívica federal’. En él Trump “ordena” al Administrador de la Administración de Servicios Generales que, en consulta con el Asistente del Presidente para Política Interior y los jefes de los departamentos y agencias de los Estados Unidos cuando sea necesario, le presente en un plazo de 60 días recomendaciones “para avanzar en la política de que los edificios públicos federales deben ser visualmente identificables como edificios cívicos y respetar el patrimonio arquitectónico regional, tradicional y clásico con el fin de elevar y embellecer los espacios públicos y ennoblecer a los Estados Unidos y nuestro sistema de autogobierno. Dichas recomendaciones considerarán las revisiones apropiadas de los Principios Rectores de la Arquitectura Federal y los procedimientos para incorporar las aportaciones de la comunidad en la selección del diseño de los edificios federales.” 

No cita el brutalismo, pero resulta evidente. Sobre todo porque es la continuación de un decreto presidencial  de 2020, en su primer mandato (orden ejecutiva luego revocada por el presidente Biden), en el que calificaba algunos edificios federales en Washington de “controvertidos, atrayendo críticas generalizadas por sus diseños brutalistas.”  La arquitectura brutalista, que tuvo su auge en los años 50 y 60 del siglo XX, se caracteriza, explicación concisa de Wikipedia, aunque es cuestión más compleja, por construcciones minimalistas que muestran los materiales de construcción desnudos, esencialmente hormigón o ladrillo vistos, y recurre a formas geométricas angulares.

El decreto de Trump de 2020 lo definía de otro modo: como “el estilo de arquitectura que surgió del movimiento modernista de principios del siglo XX que se caracteriza por una apariencia masiva y en bloque con un estilo geométrico rígido y el uso a gran escala de hormigón vertido expuesto.” También critica el modernismo y el desconstructivismo, relacionados con el brutalismo.

Remontándose a los padres fundadores de Estados Unidos, el decreto entendía por “arquitectura clásica” la que propugna “la tradición arquitectónica derivada de las formas, principios y vocabulario de la arquitectura de la antigüedad griega y romana, y desarrollada y ampliada posteriormente por arquitectos renacentistas”, de los que cita unos cuantos. “La arquitectura clásica abarca estilos como el neoclásico, el georgiano, el federal, el renacimiento griego, el Beaux-Arts y el Art Déco”. 

El brutalismo siempre ha sido polémico. Un sondeo refleja que los estadounidenses prefieren el estilo clásico para sus grandes edificios federales. Pero el Instituto Americano de Arquitectos (IAI) ha condenado la idea misma de homogeneizar el estilo arquitectónico de los edificios federales por constituir una amenaza a la “libertad de expresión y pensamiento”. Justin Shubow, expresidente de la Sociedad Nacional de Arte Cívico, sostiene, sin embargo, que el presidente George Washington y el secretario de Estado Thomas Jefferson adoptaron en el inicio de Estados Unidos el estilo clásico para los edificios federales, reflejo de la Atenas democrática y la Roma republicana, ya que la arquitectura clásica les parecía intemporal. De ahí que, según Shubow, los estadounidenses vieran “la arquitectura clásica como la arquitectura de la democracia americana”. 

Este ataque al brutalismo se sitúa en el mismo marco que los cambios de nombres que decreta Trump, como el del Golfo de México por Golfo de América), o el volver a nombrar la montaña más alta del país Monte McKinley, en honor a uno de sus presidentes favoritos, imperialista y proteccionista, en lugar de Denal, la tradicional denominación por los nativos de Alaska.

Trump intenta con estas críticas al brutalismo, que ya no está tan en boga, fomentar aún más la animadversión contra las elites culturales, a las que responsabiliza de la proliferación de esa arquitectura, sin duda polémica. Como señala Anna Kodé, periodista cultural en la sección inmobiliaria de The New York Times, en un largo reportaje sobre “La política del brutalismo”, la idea es que la arquitectura federal debe reflejar los nuevos valores que propugna el trumpismo. No es casual. Muchos edificios gubernamentales y universidades de los años 60 edificados en este estilo son hoy focos de resistencia contra las políticas de Trump.

La Administración Kennedy adoptó en 1962 unos Principios rectores para la arquitectura federal, basados en la sugerencia del entonces joven asesor, posteriormente importante senador demócrata, Daniel Patrick Moynihan, que se han mantenido vigentes y que Trump pretende revisar. Señalaban un doble requisito para el diseño de esos edificios, especialmente los de la capital, Washington D.C.: “Proporcionar instalaciones eficientes y económicas para uso de las agencias gubernamentales”, y proporcionar “un testimonio visual de la dignidad, la empresa, el vigor y la estabilidad del Gobierno” estadounidense. Con un aviso: “Debe evitarse el desarrollo de un estilo oficial. El diseño debe fluir de la profesión arquitectónica al gobierno, y no en sentido inverso”. De esta última parte, Trump quiere hacer caso omiso. Trump odia la arquitectura brutalista, pero practica una política brutal ¿brutalista?

Esta polémica puede parecer un detalle en torrente de cambios y decisiones que está provocando Trump. Pero indica un peligroso estado mental, político y social.