Sant Antoni ha duplicado su población, hasta llegar a 29.000 habitantes, en apenas cuatro décadas. Ana, Ali, Cristina, Álex, Abdul y Giuseppe son algunos de los migrantes que trabajan y regentan comercios y restaurantes en esta zona de la isla
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Bartolo Torres Torres aún se acuerda de cuando empezaron a abrir las primeras pizzerías en Sant Antoni. Ahora tiene 60 y entonces tenía unos 20, cuando a principios de los ochenta empezaron a emerger este tipo de locales en un pueblo que hasta el momento había vivido pocas transformaciones. Los niños jugaban en la calle sin vigilancia de los padres y también sin peligros durante la década de los sesenta, intercambiando tebeos y jugando al balón. Entonces, había apenas 5.600 habitantes en el municipio (en datos del Instituto Nacional de Estadística), cuyo núcleo, Sant Antoni, era la única con una concentración grande de viviendas y residentes.
En los 70, la cifra se había disparado hasta superar los 9.500 habitantes, y en el año 1981, otro pico: 12.300 personas. En menos de dos décadas, la población se había más que duplicado. Fue en esos años cuando los portmanyins, entre ellos Bartolo, vieron florecer en el casco urbano los primeros locales que servían pizzas. Había dos: la Pinocho, ubicada en la plaza de España (donde hoy sigue habiendo varios comercios regentados por extranjeros) y sa Julivert, debajo de Correos y cerca de la plaza de s’Era d’en Manya. “Claro, siempre estaban petadas porque eran la novedad”, cuenta el ibicenco. En esta misma plazoleta, en el corazón de la localidad y justo al inicio del West End, un territorio casi exclusivamente británico, está ahora The Ship. Un bar propiedad de un escocés donde se reúnen, incluso en invierno, británicos afincados todo el año en Eivissa para beber pints y ver junto a sus compatriotas la retransmisión de la liga de Reino Unido.
El bar británico The Ship, en la plaza de s’Era d’en Manya, regentado por un escocés.
Este desarrollo urbano y económico se retrasó. Estaba previsto durante los años treinta, cuando Sant Antoni ya empezaba a vislumbrar su futuro turístico con la construcción de los primeros hoteles. En 1933, el empresario Josep Roselló abrió las puertas del hotel Portmany. Dos años después, en 1935, Rafael Marí hizo lo propio con el hotel Ses Savines.
El crecimiento a nivel urbanístico también se puso en marcha en esos años, en los que el Ayuntamiento aprobó un proyecto de ensanche redactado por el arquitecto mallorquín Gabriel Alomar, que planteaba la expansión del pueblo desde la nueva calle del Mar hacia poniente, como recoge la página web del Consistorio. El desarrollo se truncó con la irrupción de la Guerra Civil (1936-1939) y la posguerra, marcadas por la represión y la escasez de recursos. La contienda paralizó la incipiente industria turística y, por eso, no fue hasta más tarde cuando Sant Antoni experimentó la transformación que marcó su historia: la llegada del turismo masivo y la consolidación de una economía de servicios.
La apertura de sa Julivert y de la pizzería Pinocho empezaron un paisaje que ya no dejaría de cambiar constantemente y cada vez más rápido. Primero, para satisfacer las necesidades que iban presentando los visitantes, y después, con la migración. Cambiaba así la tendencia poblacional: a comienzos del siglo XX, como en todos los municipios de la isla, Sant Antoni había perdido población debido a la emigración a América, sobre todo a Argentina y Cuba. Ahora se producía el mismo movimiento a la inversa.
“La gente acomodada, con suficiente dinero, no se plantea dejar a su familia y moverse a otro país. Por el contrario -y ya se sabe- cuando la necesidad habla, lo primero que se le viene a uno a la mente es: ¿en qué país puedo ganar calidad de vida?”. Es una reflexión de Ali, de Pakistán, que lo ha vivido en primera persona. Se trasladó a Eivissa cuando su primo le dijo que necesitaba ayuda en el negocio que había montado, un local donde sirven kebabs muy cerca de la zona de ocio nocturno del pueblo.
Cuando la necesidad habla, lo primero que se le viene a uno a la mente es: ¿en qué país puedo ganar calidad de vida?
Ali, de 40 años, le preguntó cuánto le pagaría: “No soy tan joven como para echar una jornada larguísima por poco dinero. Me dijo que me daría 1.200 euros por ocho horas de trabajo, y me pareció bien”. Así que se vino a Sant Antoni, donde vive de alquiler en una casa por la que ambos pagan 1.600 euros al mes, explica a elDiario.es.
Antes, estuvo en Luisiana, en Estados Unidos, de donde se tuvo que marchar cuando su padre estaba en su país enfermo terminal. Decidieron montar este tipo de negocio en Eivissa porque, explica, “porque es más fácil dar un servicio positivo”. “Aquí la gente viene a por lo que quiere y se va, no se pone exquisita”, comenta. Lo dice porque el choque cultural, queriendo ofrecer un producto de más calidad, quizá sería más evidente.
Ali, de origen pakistaní, dn el kebab en el que trabaja junto a su primo en la calle de la Mar, junto al West End.
“Es constante ver a los turistas liarla por la calle”
Percibe este choque en la “delincuencia” que ve en la isla, sobre todo por las noches, enfrente de su establecimiento del carrer de la Mar. “Aquí la gente puede tener lo que quiera, especialmente drogas en verano. Es constante ver a los turistas liarla por la calle”, continúa. Por ese motivo, Eivissa le parece un lugar inseguro. Por lo menos, mucho más que Pakistán, un país más tranquilo. Además de vómitos y peleas provocados por el consumo de alcohol y drogas, Ali también testifica, a menudo, cómo las mafias explotan sexualmente a mujeres de Europa del Este por diez o veinte euros el servicio.
En las calles que discurren bajando hacia el Passeig de ses Fonts, perpendicular y paralelamente a la principal calle Santa Agnès donde Okuda pintará su polémica obra de arte que pretende regenerar el West End, también hay numerosos locales de striptease que tienen, si no el mismo público objetivo, bastante parecido.
El choque cultural fue lo que motivó a Ana, propietaria de dos establecimientos de comida colombiana de Sant Antoni, a abandonar Suiza. “Tenía un restaurante, pero la gente era muy exigente, así que hubo un momento que me quise ir de allí lo más lejos posible, lo vendí y me marché”, cuenta. Ana, de 45 años y con formación de chef privado, es de origen colombiano, con ascendencia austriaco-suiza por parte de una de sus ramas familiares y chilena-española por parte de otra.
“En general, no sales de Colombia si no es por necesidad, porque es muy bonito, pero si estás amenazado o si vives en un pueblo y sabes que vas a tener oportunidades mejores en otro sitio, te vas a ir. Se elige España por el lenguaje”, valora. En su caso, eso sucedió a los siete años (cuando se trasladó al país europeo), así que cuando decidió mudarse a Eivissa, donde ya había estado con una familia americana para la que trabajaba en Hawaii, no se encontró con nada nuevo. “Para la gente que sale de Colombia es distinto, porque el sistema aquí es más rígido, igual que el suizo es mucho más rígido que el español”, apunta. Quiere decir, con esto, que la rigidez es relativa y depende únicamente de las costumbres de uno.
En general, no sales de Colombia si no es por necesidad, porque es muy bonito, pero si estás amenazado o si vives en un pueblo y sabes que vas a tener oportunidades mejores en otro sitio, te vas a ir. Se elige España por el lenguaje
En ‘Doña Alita’ y ‘Oiga, Mire, Vea’, sus dos establecimientos, la estética y la música transportan a Medellín: priman el rojo, azul y amarillo de la bandera o los productos típicos colombianos, como el zumo de guanábana o el aguardiente de Antioquia. Y, cómo no, el café importado, molido y en grano. “Cuando empecé, con un restaurante en el puerto -que traspasó-, hacía pollo estilo americano, crujiente. El 80% de nuestros clientes eran colombianos y nos lo pedían con miel, porque es así como se come en Colombia”.
Ana posa frente a Doña Alita, su local donde vende, en la plaza de España, empanadas, arepas y otros manjares colombianos.
Se dio cuenta, entonces, que sus paisanos pedían recetas tradicionales de la calle: papa rellena, aborrajado, la arepa de choclo (maíz), marranitas, chicharrón, salchipapa… “Y el español viene con curiosidad, te pregunta y normalmente prueba”, explica. Al otro lado del mostrador les atiende Benemérito, de Cali de nacimiento. Ella no solía comer platos similares porque su familia se prevenía de que no le sucediera nada en la calle.
Cuando Ana presentó el proyecto al Ayuntamiento para participar en las casetas de Navidad de Sant Antoni, el pasado diciembre, se dio cuenta de que el próximo año tendría que cuidarse más de detallar que los buñuelos o el chocolate con queso son “dulces típicos navideños” en Colombia (es un requisito para vender en el mercado de Navidad). Este, se lo han tumbado. “Para mí era algo normal, pero no lo describí bien como para que ellos pudieran entenderlo”, explica.
Los asiáticos, más minoritarios
Según los datos del censo de 2024 publicado en el INE, Sant Antoni tiene ahora mismo casi 29.000 habitantes, de los que más de un 26% son extranjeros. Las principales nacionalidades, de mayor a menor presencia, son la marroquí, la británica, la colombiana, la argentina y la italiana. En cuanto a Asia, han sido menores las migraciones, reduciéndose a menos de un centenar las personas que se han trasladado desde China y Pakistán y viven ahora en el municipio.
Cristina y Álex llegaron en 1994 desde Wenzhou, una ciudad de la región costera de Zhejiang, situada casi enfrente de Taiwán. Se asignaron nombres españoles para facilitar la pronunciación a los residentes, aunque sus hijos ya los tienen registrados en el documento de identidad. “Sus rasgos son chinos, pero su mente es como la vuestra, piensan en español”, detalla Cristina refiriéndose a ellos.
Según los datos del censo de 2024 publicado en el INE, Sant Antoni tiene ahora mismo casi 29.000 habitantes, de los que más de un 26% son extranjeros
La propietaria recibe a quienes entran en el restaurante Gran China, uno de los asiáticos más antiguos de Sant Antoni, con toda la hospitalidad del mundo. Es la misma que, asegura, le han brindado los portmanyins desde su llegada. En la carta donde los comensales eligen el menú (gyozas, sopa de miso, xiao mai…), la pareja relata brevemente su historia: “Llegamos a la isla buscando un lugar donde compartir la esencia de un hogar chino y el amor por la comida familiar”.
También explican que, a través de la cocina, han intentado unir el sabor de su país con los productos ibicencos. Cristina dice que el cocinero es un crack a la vez que menosprecia su español: “Yo no sé casi nada, pero mis hijos -que también dominan el chino mandarín- y mi marido, siempre utilizan el español entre ellos”, afirma.
Elena y Cristina en el restaurante Gran China de Sant Antoni, que abrió sus puertas en 1994.
Abdul, de origen magrebí, representa el extremo contrario: es parte del grupo de migrantes de fuera de Europa más mayoritario de Sant Antoni. Espera a ser atendido en la carnicería Hertugrul, que vende carne Halal, frente al mostrador, y se lleva las manos a la cabeza cuando escucha preguntar si el hígado es de cerdo: “¡Cerdo no!”. Además, está en pleno Ramadán. Se hace llenar una bolsa entera de distintos manjares para cuando llegue la hora de romper el ayuno, después de la oración del atardecer o Maghrib.
La población que sigue la religión musulmana en Sant Antoni cumple con los cinco rezos del día en este periodo de introspección islámica en la Mezquita el Fath, cerca de Caló des Moro. La puerta de entrada es una fusión entre el estilo arquitectónico árabe y el ibicenco y da servicio a los alrededor de 1.500 musulmanes que hay en el municipio. Hay por lo menos otros dos templos islámicos en la isla, uno en Santa Eulària y otro en Vila; en las inmediaciones de la necrópolis Puig des Molins, donde se puede estudiar aún la rica herencia dejada por los árabes en Eivissa.
Abdul viene del Rif, donde además de rifeño se habla español, y cuenta con cierto resquemor que el otro día una mujer le preguntó si podía beber agua. “¡Pues claro que no! No se puede beber agua, ayuno es ayuno”, expresa. Dice que los ibicencos siempre le han acogido muy bien, aunque se toma este tipo de preguntas como una especie de ofensa porque pertenecen a su vida íntima.
Claves en el crecimiento poblacional
En Balears, la población ha crecido un 2% en el último año, situándose en más de 1,2 millones de habitantes. En el caso de Eivissa, se superaron los 159.000. Teniendo en cuenta que la natalidad y las defunciones se equiparan a las cifras de años anteriores, la clave del incremento poblacional está en la migración de personas de otros países, creando tres bloques según el origen muy similares. La población extranjera, los ciudadanos de otras comunidades autónomas y los ibicencos ya configuran la realidad de la isla a tercios iguales.
Por supuesto, Sant Antoni ya no tiene solo dos pizzerías, sino que los hornos de leña han proliferado y ahora casi se puede contar una en cada esquina. El local de Davide (una pequeña sucursal de un restaurante de Vila) es un pequeño rincón de Italia, en concreto, de Milán, de donde es originario. En estos pocos metros cuadrados de Sant Antoni él hace la masa con cuidado, con varios días de fermentación, siguiendo una receta que conoce a la perfección.
Con una pala de pizza en la mano, Giuseppe, trabajador de Can Mami, a punto de hornear.
Giuseppe hace malabares con la pala de la pizza en Can Mami, en un callejón frente a la biblioteca municipal, detrás de cajas y cajas amontonadas para los pedidos a domicilio. Ahora están tranquilos, pero más tarde, a partir de las 20 horas, el teléfono será un infierno de llamadas. En la otra punta del caso urbano, otro italiano acaba de abrir un restaurante nuevo donde cocinan un uruguayo y un portugués. Convive, en el carrer Ample, con los comercios de varios ibicencos. Y así se va configurando con el paso de los años el paisaje de Sant Antoni.