La crisis de la mediana edad

Mucha gente, alrededor de los cuarenta años, pero cada vez más jóvenes, hacen balance de lo que han conseguido hasta ese momento y sienten que no ha sido bastante o que no ha sido lo bastante brillante, esplendoroso y conocido

Cuando la prensa informó de la muerte de Marianne Faithfull, el 30 de enero de este año, volví a escuchar algunas de sus canciones, de las que más me habían impresionado a lo largo de mi vida y, naturalmente, regresé a La balada de Lucy Jordan, una de las que más he escuchado desde que la lanzó en 1979. No sabría decir si es una de mis favoritas a pesar de lo triste que es o quizá, precisamente, por lo triste que es.

Me llamó la atención que, ya en aquella época que casi todos recordamos como un momento histórico de auge, de progreso, de esperanza colectiva, ella escribe sobre el suicidio de una mujer joven que, aparentemente, lo tiene todo para ser feliz y, sin embargo, se tira del tejado de su casa, su bonita casa en una buena urbanización de una gran ciudad, antes de que vuelvan su marido del trabajo y los niños del colegio. La fuente de su desgracia, según el estribillo de la canción, es que: “A la edad de treinta y siete años/se dio cuenta de que nunca pasearía por París en un deportivo/con el viento alborotando sus cabellos”. El texto nos describe sus sueños de una vida loca, de fama y dinero, con amantes, con glamour, y los compara con su vida real de ama de casa suburbana, con su futuro que le parece vacío.

Cuando Faithfull escribió este texto aún no teníamos redes sociales, aún no existía Instagram, que, junto con TikTok, es el mayor foco de vanidad y de envidia del que disponemos en la actualidad, al que se añaden también -quizá para otras edades- las revistas de cotilleo, las revistas llamadas “femeninas” de papel brillante y productos caros, los programas de televisión, las vallas de anuncios, los escaparates de las tiendas y los centros comerciales.

A lo que le sucede a la protagonista de la canción, a Lucy Jordan, se le puede llamar de varias formas, pero una muy evidente y muy generalizada, que afecta a mujeres y a hombres es lo que conocemos como la middle age crisis, la crisis de la mediana edad, o la crisis de los 40, ese momento fundamental en la vida en el que nos damos cuenta de que, con suerte, estamos a mitad del camino y posiblemente nos quede menos por delante que lo que tenemos detrás de nosotros.

Entonces es cuando vienen las famosas preguntas: ¿Qué he hecho con mi vida? ¿Ya está? ¿Esto era todo? Y, como cada vez queremos más y la deriva social nos ha llevado a pensar que todo es poco, que nos merecemos más, que tenemos derecho a más, nos sentimos vacíos e infelices.

Hasta hace unas décadas, todos sabíamos que la felicidad estaba hecha de momentos fugaces que destacaban sobre una cotidianeidad pacífica y estable (si había suerte). Sabíamos que no se puede ser feliz siempre, constantemente, igual que no se puede tener un orgasmo eterno.

Cuando Andy Warhol dijo aquello de que en el futuro todo el mundo sería mundialmente famoso durante quince minutos (lo de los “15 minutos de fama” que tanto se usa en el mundo del espectáculo) parecía una afirmación muy atrevida y con la que mucha gente no estaba de acuerdo. Ahora parece que necesitamos desesperadamente arañar ese poquito de fama, aunque solo sean quince minutos, para tener la sensación de que nuestra vida ha valido la pena.

Mucha gente, alrededor de los cuarenta años, pero cada vez más jóvenes, hacen balance de lo que han conseguido hasta ese momento y sienten que no ha sido bastante o que no ha sido lo bastante brillante, esplendoroso y conocido. Algunos cambian sus costumbres y sus gustos para “reinventarse” como se dice ahora, y tratar de convertirse, -al menos en apariencia- en el tipo de persona que les gustaría ser, copiando los modelos que la sociedad nos pone delante de los ojos. Se empieza por cambiar, sobre todo, lo que resulta fácil, lo que solo cuesta una pequeña inversión: el peinado, la forma de vestir, la forma de hablar. Muchos rompen también con lo que tienen, sobre todo con la familia actual, y vuelven a empezar con otra pareja, preferiblemente más joven, y a tener otro hijo, para tener la sensación de haber vuelto al principio, de tener una segunda oportunidad. Empiezan a relacionarse con gente de otras edades, de otros ámbitos, a practicar otros deportes, a intentar aficionarse a comer otro tipo de cosas.

En muchos casos, el resultado del balance que antes nos habría dado satisfacción: buena salud, una pareja estable, unos hijos que van creciendo, un trabajo, un cierto tiempo libre para invertirlo en lo que nos gusta, un coche, unas vacaciones al año… resulta pobre, sencillo, como si uno no hubiera demostrado suficiente ambición y se conformara con poca cosa. Parece que muchas personas piensan: “el mundo es enorme, está lleno de maravillas, de coches rápidos, ropa de marca, restaurantes con estrellas y hoteles de superlujo y yo, aquí, conformándome, con lo que tengo, como si fuera bastante”.

Me parece muy necesario hacer balance vital al llegar a una cierta edad y creo que puede resultar muy positivo darse cuenta de dónde estás y hacia dónde quieres seguir avanzando, pero opino que deberíamos plantearnos lo que queremos cada uno de nosotros, no lo que quieren los demás hacernos desear. ¿Para qué quiere uno un coche que puede ir a doscientos por hora si la limitación legal está en ciento veinte? ¿Por qué te parece un fracaso no poder ir a cenar a un restaurante que cobra mil euros por una cena? ¿Para qué te vas a gastar una fortuna en un bolso haciéndole, además, publicidad gratuita a quien lo fabrica? Las respuestas son las mismas en todo caso: porque nos han convencido de que el éxito es eso: tener dinero, gastarlo sin medirlo, enseñar a los demás que tú puedes hacerlo, porque dinero es poder y el poder conlleva la admiración de los demás. Porque tienes que demostrar que tú estás por encima de la “plebe”. Porque “tú lo vales” como dice un eslogan publicitario de los más manipulativos que se han inventado.

Ese balance de la mediana edad podría servirnos de mucho si lo hiciéramos pensando solo en nosotros mismos, no en lo que pueden pensar los que nos rodean o incluso los desconocidos. Cuando uno tiene metas alcanzables, metas que se pueden conseguir con esfuerzo, con planificación, con persistencia, y las alcanza, el resultado es satisfacción, no siempre felicidad, pero sí satisfacción y tranquilidad. Parece que la palabra “contento” ha desaparecido de nuestro vocabulario. “Contento” ya no es bastante. Ni “tranquilo”, ni “satisfecho”. Todo tiene que ser hiperbólico y, claro, cuando uno se compara con lo máximo, siempre se queda corto.

Es evidente que siempre se puede tener más, ser más, aspirar a más, pero si uno o una se empeña en compararse hacia arriba será infeliz toda su existencia, se pasará la vida sin apreciar lo que tiene, siempre corriendo detrás de lo que aún no ha conseguido. Y un buen día (o uno malo) se acabará la vida y entonces, de repente, cuando te dicen que la cosa no tiene arreglo, todo lo que uno tenía y le parecía tan poca cosa se convierte en lo único que importa: la salud, el amor de los tuyos, la amistad, el poder salir a disfrutar de la naturaleza, comerse un bocadillo al sol, las flores de los almendros…

Si en la crisis de la mediana edad, en el momento de hacer ese primer balance (no quiero asustar a nadie, pero luego vienen más) no te planteas concentrarte en lo positivo, corres el riesgo de acabar como unas cuatro mil personas que se suicidan al año en España porque no ven futuro, ni salida, ni aliciente, como Lucy Jordan, que salta desde su tejado para poder pasear por París en un deportivo con el viento revolviendo sus cabellos.