Pensar históricamente

Los acontecimientos actuales, tan inquietantes, impulsan a reflexionar sobre la situación de conjunto, a esbozar alguna interpretación, por tentativa que sea, en una perspectiva ‘histórica’

“Hay momentos en la historia en los que bascula el destino de los pueblos, momentos en los que las civilizaciones se elevan o se precipitan al abismo. Vivimos uno de esos momentos decisivos en Europa”. Así comenzaba un artículo-manifiesto de Raphaël Glucksmann, el candidato de los socialistas franceses en las elecciones europeas del pasado mes de junio. En Francia, el lenguaje de la política suele ser más literario que entre nosotros.  A menudo nos suena excesivo, grandilocuente. Tiende en efecto al panache, un término francés de difícil traducción, cuyo uso tiene dos acepciones: puede designar un penacho, o puede referirse al brillo, al brío, al gesto altivo (éclat, brio, fière allure») de quien se enfrenta con orgullo y firmeza a sus adversarios

Con su panache incorporado, el diagnóstico de Glucksmann era exacto, como los acontecimientos de los últimos meses se han encargado de corroborar. Nunca, desde sus inicios, la Unión Europea se había encontrado frente a una alternativa tan drástica como en estos momentos. El eurodiputado francés planteaba así la disyuntiva: “La guerra en nuestro continente, el colapso climático, la crisis social, el rechazo de las instituciones, la ira que crece y la violencia que se extiende, la ola de extrema derecha que golpea a nuestras naciones (…) La pregunta que surge es sencilla: ¿estamos viviendo un principio o un final? ¿Es la renovación o la caída de Europa?”. 

Estas palabras resuenan como un eco de las que pronunció, ante el ascenso del fascismo y la inminencia de la segunda guerra mundial, el filósofo Edmund Husserl, en una conferencia en la Viena de 1936: “La crisis de la existencia europea sólo puede tener dos salidas: o la decadencia de Europa, separada de su propio sentido racional de la vida (la caída en el odio espiritual y en la barbarie), o el renacimiento de Europa a partir de un heroísmo de la razón. El mayor peligro de Europa es la lasitud. Luchemos, como buenos europeos, contra ese peligro de los peligros”. 

Gucksmann citaba a Imre Kertész (“la Constitución silenciosa, implícita, de Europa, es el recuerdo de la experiencia del siglo XX”) para concluir que basar la Unión europea “en la memoria de las tragedias pasadas” ha sido fecundo durante décadas, pero ya no basta. La nueva política europea debe partir de la necesidad de prevenir e Impedir las posibles tragedias del futuro.

En política ocurre a menudo que los árboles (por no hablar de la hojarasca) no dejan ver el bosque. Se imponen los hechos del día, que a menudo dificultan o impiden una visión de mayor alcance; una perspectiva digamos histórica. Que cada día estamos haciendo historia, en el sentido más literal, prosaico y modesto de la expresión (lejos, por tanto, del triunfalismo de los eslóganes nacionalistas o de las falsas certezas doctrinarias) es una evidencia. Otra cosa es que, en general, no tenemos en cuenta qué historia estamos haciendo, qué resultado final tendrá el juego cruzado de nuestras acciones y de nuestras inacciones actuales, cómo serán estas vistas y narradas en el futuro.  

Sin embargo, los acontecimientos actuales, tan inquietantes, impulsan a reflexionar sobre la situación de conjunto, a esbozar alguna interpretación, por tentativa que sea, en una perspectiva histórica.  Hay que poner todas las comillas necesarias a esta referencia a la historia, al menos por dos motivos. Primero, porque la propia historia nos enseña qué medida su curso depende de las contingencias, y hasta qué punto hacer predicciones es arriesgado, y puede incluso resultar pueril. En segundo lugar, porque en política la invocación retórica e instrumental de la Historia con mayúscula ha tenido a menudo terribles consecuencias. “La Historia”, escribió Paul Valéry, “es el producto más peligroso que ha producido la química del intelecto. Sus propiedades son bien conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, les crea falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas heridas, los atormenta en su reposo, los conduce a delirios de grandeza o de persecución, y hace a las naciones amargadas, soberbias, insoportables y vanas”.

En vez de apelar a la Historia retóricamente lo que debería hacerse, en la política europea de nuestros días, es pensarla históricamente. El historiador Pierre Vilar decía que hay que hacerlo sin pretensiones ni segundas pretensiones argumentativas; simplemente para “reducir la amplitud de la incertidumbre” y, sobre todo, para no repetir errores del pasado. Decía Vilar que formularse las preguntas sobre “el qué, el cuándo, el cómo, el quién, el por qué y el en favor de quién” era “un ejercicio empírico, en movimiento constante, del ejemplo al razonamiento, y del razonamiento al ejemplo, que han practicado siempre (más mal que bien) políticos e historiadores”. Lo proponía como tarea prescriptible, no sólo de los historiadores, sino de todos aquellos que no quieren ser arrastrados por la propaganda, los tópicos y los anacronismos. 

En la Europa de estos días, pensar históricamente es más necesario que nunca. Necesitamos también a los “héroes de la razón” que reclamaba Husserl en la Viena convulsa de 1936: una nueva generación política europea que se enfrente con firmeza a la mentira, la cobardía y la estupidez de tiranos y serviles. Con panache, si conviene, pero con firmeza y con contención realista. Los penachos de guerra, cómo las cruces de ceniza en la frente u otras expansiones siniestras y seniles, para los otros.