Los dirigentes europeos deberían ponerse a la labor de articular un plan coherente para una paz duradera en Europa, que no solo afectará al futuro de Ucrania sino a la seguridad de todo el continente, y al encaje en ella de Rusia que, cuando termine, mejor o peor, el proceso de paz, seguirá estando donde está
La conversación telefónica que mantuvieron, el martes 18, el presidente de EEUU, Donald Trump, y el de la Federación Rusa, Vladimir Putin, para avanzar hacia la paz en Ucrania, había despertado unas expectativas que han resultado defraudadas, a la luz de los parcos resultados que se han hecho públicos, dejando en entredicho el optimismo reiteradamente expresado por Trump. La realidad es que las posiciones de partida son demasiado distantes, por ejemplo –aunque no solo– en la cuestión territorial, y además las forma de entender la paz y sus consecuencias son muy diferentes para ambas partes, para EEUU, y para Europa.
Trump puede obligar al presidente ucraniano Volodimir Zelensky a aceptar condiciones injustas, solo con la amenaza de cortar su ayuda militar y el flujo de inteligencia militar, especialmente la satelitaria, que los países europeos no pueden sustituir. Puede también forzar a los dirigentes europeos a aceptar su iniciativa unilateral; de hecho, algunos de ellos están apoyando ya un proceso de cuya negociación están excluidos. Pero no le va a resultar tan fácil presionar a Putin, que está en una posición más sólida que al principio de la guerra, y en muchas mejores condiciones geopolíticas ante el apoyo indisimulado de la administración Trump a sus tesis. Aunque su ejército esté evidentemente más debilitado, lo está menos que el ucraniano –con carencias sobre todo de personal–, lo que se traduce en avances sobre el terreno. Su economía de guerra está consolidada y parece haber absorbido bien el impacto de las sanciones. No tiene prisa, en esta situación el tiempo juega a su favor y puede alcanzar muchos de sus objetivos iniciales adaptando la negociación al ritmo que le conviene.