Y brotaron amapolas

Cuando la realidad no nos gusta, tenemos dos opciones: reinventarla o amoldarnos a ella. La primera es más trabajosa, la segunda nos convierte en súbditos

Yo invento. No mucho. Intento hacerlo un poco cada día. Salgo a la calle y me detengo en los cruces, subo a los autobuses, escucho conversaciones ajenas, labro la ciudad durante, al menos, un par de horas diarias. Lo suficiente para permitir que salten chiribitas y que la vida me sorprenda en cualquier gesto cotidiano, lo suficiente para arañar la tierra y que se desmigaje entre los dedos, lo suficiente para que la polvareda me entre en los ojos y me ciegue permitiéndome descubrir en la realidad cosas que la realidad no tiene. En esos momentos, me dice un amigo, la mirada se me vuelve desafiante y entonces recuerdo el poema de Gloria Fuertes: “Me dijeron: / –O te subes al carro / O tendrás que empujarlo. / Ni me subí ni lo empujé. / Me senté en la cubeta / y alrededor de mí, / a su debido tiempo / brotaron las amapolas.”

Dice la RAE que inventar viene de invento (a simple vista no aclara mucho, bien es verdad) y que además de descubrir algo nuevo o desconocido también significa decir algo como verdadero sin serlo. Inventar tiene algo de adueñarse del mundo y ararlo, de hacer surcos en su cerro más baldío para cultivarlo luego.

Yo invento. No mucho. Mi padre lo ha hecho toda la vida. Yo tendría unos cinco años, quizás seis. Lo sé porque al poco comencé a escribir diarios, esas libretas donde mentimos con más furia que en otro tipo de relato ficcional y no he encontrado nada sobre aquellos días. Mi padre me mostraba el artilugio, un cepillo de dientes con un motorcito anejo. Hacía cosquillas en las encías y yo achinaba los ojos. No entendía el juguete. Estábamos en los ochenta. El cepillo de dientes eléctrico se patentó –no fue mi padre– allá por el año 2000.

Inventar es encontrar una realidad que otros no echan en falta. Igual que se escribe desde la grieta, se inventa desde ella. Y si hace falta muy poco para que algo se rompa, se requiere de varias generaciones para aprender a repararlo

Me gustaba visitarlo en su taller, un local alquilado en el Cerro del Águila y custodiado por un mapa de España pintado con chinchetas de colores en el que marcaba los lugares donde durante diez años había vendido la tolva que inventó y patentó. Por aquellos tiempos se ganaba la vida poniendo a punto las máquinas de una panadería y un día hizo eso: detenerse. Ni subirse al carro ni empujarlo. Escudriñar el proceso. Ver cómo intervenir en él. Observar a través de una rendija cómo mejorar su realidad.

Años después inventó un juguete: una tabla con ruedas y vela para tirarnos cuesta abajo por la Sevilla de los noventa. Este invento no servía para nada y su aparente inutilidad era para mí su mayor belleza. Años después, alguien patentó la carrovela.

Hace un tiempo echó en falta más sol en el salón de su casa. Montó un complejo sistema de espejos en el patio, un campo de girasoles que bailaban al ritmo de la luz y la reflejaban a través de la ventana del salón. Transformó una estancia sombría en un solárium.

Inventar es encontrar una realidad que otros no echan en falta. Igual que se escribe desde la grieta, se inventa desde ella. Y si hace falta muy poco para que algo se rompa, se requiere de varias generaciones para aprender a repararlo. 

Pienso: todos hemos sido alguna vez la invención de alguien.

Pienso: todos hemos rumiado realidades y hemos deseado convertirlas en otra cosa.

Durante años tarareé una melodía en bucle: no quiero parecerme a mis padres. Esa canción adolescente que terminamos creyéndonos hasta que hemos vivido lo suficiente como para mirar atrás no desde la altivez sino desde el agradecimiento

Pienso: hay recuerdos que para mí tienen la misma música que la primera medio verdad accesoria que se arrojan los amantes, esa que es casi una verdad completa, casi una mentira completa. Pero la misma a la que volverán una y otra vez sin tener clara su naturaleza, desconcertados del todo porque fue también la que abrió una fisura en su mundo para obligarlos a mirar de otra forma y descubrir una realidad más honda en el gesto cotidiano.

Durante años tarareé una melodía en bucle: no quiero parecerme a mis padres. Esa canción adolescente que terminamos creyéndonos hasta que hemos vivido lo suficiente como para mirar atrás no desde la altivez sino desde el agradecimiento.

Ahora sé que busco historias que amasen la harina más lentamente y empujen la masa para obtener la proporción idónea y el tiempo preciso; que busco extrañezas y el cosquilleo de aquel primer cepillo eléctrico sobre la encía, yo con los ojos almendrados de admiración y risa; que busco la pendiente ideal donde el viento desordene mi pelo como hacía cuando era niña y me lanzaba subida a aquel artefacto sin nombre – mitad tabla, mitad vela, mitad ruedas–; que busco meterme el rayo de sol intemporal en el bolsillo de un invierno helado cada vez que visito la casa de mis padres. Ahí reside la semilla de mi escritura y de lo que soy.

Cuando la realidad no nos gusta, tenemos dos opciones: reinventarla o amoldarnos a ella. La primera es más trabajosa, la segunda nos convierte en súbditos. Mi padre se ha llevado inventando toda la vida. Pero la enseñanza mayor ha sido el placer de inventar por el mero hecho de hacerlo. La felicidad que se siente al descubrir los pespuntes de nuestro entorno y no tener miedo de cortar algunos hilos. Sin duda, me parezco a mi padre. Yo invento. A veces. No mucho. Un poco cada día. Sin embargo, en otros momentos como hoy, me siento en la cubeta junto a él a esperar que broten las amapolas. Y créanme. Siempre brotan. Sonrojadas y felices.