Razones para el optimismo

Parece que vivimos en una época en la que hemos agarrado aquella frase de Gramsci que decía que “frente al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad” y la hemos torturado hasta que confiese que ser optimista es una especie de deficiencia

Dos personas observan un vaso que contiene agua hasta la mitad de su capacidad. Una de ellas se complace de que el vaso esté medio lleno. La otra, mientras tanto, se lamenta de que esté medio vacío. Pero es el mismo vaso, con la misma cantidad de agua. 

Hace un par de semanas escribí un artículo en el que planteaba que a los europeos nos toca asumir la responsabilidad que nos ha caído, que es dejar de contar con EE.UU. para que resuelva nuestros problemas. Desde entonces, he recibido una cascada de comentarios -online y offline- de personas que me llamaban la atención por ser “demasiado optimista”. 

Y el caso es que un amigo, que es un brillante profesor de ciencia política y que tiene la generosidad de ejercer de editor informal de las cosas que escribo, a menudo me hace una crítica similar: algunos de mis planteamientos, por optimistas, se vuelven inverosímiles.

Pero el optimismo no consiste en mirar al mundo y pensar que el futuro va a ser de color de rosa. No consiste en creer que nunca ocurrirá nada malo o que la vida siempre nos va a sonreír. Eso no sería optimismo, sería una estupidez.

Por eso en aquel artículo no decía que no fueran a ocurrir calamidades. Al contrario, planteaba que el problema no es solo Trump y que, aunque cambie el gobierno, Estados Unidos seguirá siendo un país del que no nos podremos fiar por mucho tiempo. No volverá a ser confiable hasta que supere -si es que eso ocurre- la enfermedad que tiene, que es la muerte de su modelo social y de país.

El optimismo es la creencia en que, sea lo que sea lo que nos ocurra, con independencia de los factores que no podemos controlar, seremos capaces de tomar las mejores decisiones con los recursos y la información de que dispongamos en cada momento. O lo que es lo mismo, de encontrar la mejor solución de entre las disponibles. Es la confianza en que las personas tenemos siempre agencia, hasta en los momentos más oscuros. Ser optimista no es una manera de mirar a la realidad, sino a nosotros mismos.

¿Y el pesimismo? El pesimismo es la creencia en que no podemos hacer nada, que somos impotentes. Que la vida, cuando llegue, se nos llevará por delante; que no hay nada que hacer. Tampoco consiste en pensar que no va a haber transformaciones positivas, porque eso también sería una idiotez. Es evidente que en el mundo pasan muchas cosas buenas: tenemos las tasas de mortalidad más bajas de la historia y la esperanza de vida más alta; hace 100 años se morían uno de cada tres niños antes de cumplir los cinco años y hoy son la décima parte. Y  cada vez estamos más cerca de curar el cáncer.

Y, sin embargo, parece que vivimos en una época en la que hemos agarrado aquella frase de Gramsci que decía que “frente al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad” y la hemos torturado hasta que confiese que ser optimista es una especie de deficiencia del analista. Una desviación por la que alguna gente, de tan naif, no termina de entender bien lo que está pasando. Una forma de ser tonto, vaya. Y como la mayoría tenemos el capricho de que no nos tomen por tontos, hemos terminado por asociar la calidad de un análisis al grado de parálisis que anticipa. Así es como se nos han llenado las librerías de títulos que anuncian el apocalipsis como un futuro inapelable, sin proponer ninguna solución, ninguna acción al respecto, no sea que los tachen de optimistas.

Lo más absurdo es que Gramsci, si viviera, nos arrancaría la piel a tiras por haber retorcido sus palabras para justificar todo esto, cuando él quería decir, precisamente, lo contrario. Así lo explicaba en una carta que escribió desde la cárcel, en la que hablaba de las durísimas condiciones en las que su hermano estaba luchando la guerra:

“Me parece que, en tales condiciones, prolongadas durante años, con esas experiencias psicológicas, un hombre debería haber alcanzado el grado máximo de serenidad estoica y haber adquirido una convicción profunda de que el ser humano tiene en sí mismo la fuente de sus propias fuerzas morales, que todo depende de él, de su energía, de su voluntad, de la férrea coherencia entre los fines que se propone y los medios que emplea para lograrlos, hasta el punto de no desesperar nunca más ni caer en esos estados de ánimo vulgares y banales que se llaman pesimismo y optimismo.

Mi estado de ánimo sintetiza y supera estos dos sentimientos: soy pesimista con la inteligencia, pero optimista por la voluntad. Pienso, en toda circunstancia, en la peor hipótesis para poner en marcha todas las reservas de voluntad y estar en condiciones de derribar el obstáculo. Nunca me he hecho ilusiones y nunca he tenido desilusiones. Me he armado, sobre todo, de una paciencia ilimitada, no pasiva ni inerte, sino animada por la perseverancia“.

El optimismo es una ética. Si Gramsci, si Zelenski, si tanta gente que se ha encontrado en peores circunstancias que las nuestras, supieron encarnarla, ¿en qué momento perdimos esa creencia en que “todo depende de nosotros”? ¿Cuándo empezamos a pensar que éramos incapaces? ¿Qué nos ha llevado a sentirnos desamparados frente a los acontecimientos? La respuesta ha de estar, necesariamente, en nosotros mismos, no en el mundo.

No puedo sacudirme esta intuición: si el optimismo es un compromiso y no una forma de análisis; si es la promesa de que nunca dejaremos de ejercitar nuestras capacidades al servicio de un mundo mejor, entonces el pesimismo es lo contrario: un compromiso con el status quo. La garantía de que no haremos nada -salvo, quizás, quejarnos- ocurra lo que ocurra. La seguridad de que nuestro sino es esperar a que vengan bien dadas o dejarnos arrastrar por la catástrofe.

Y no puedo dejar de pensar que esa mentalidad es un privilegio: una no se puede permitir ser pesimista si tiene hijos pequeños, o si acaba de emigrar a otro país, o si todavía tiene por resolver lo que va a poner en la mesa a la hora de la cena (y mañana, ya veremos). Tampoco los europeos podemos, en estos momentos, permitirnos el lujo de caer en una irresponsable apatía.

Y tengo otra intuición. Y es que aunque en estas últimas décadas nos hayamos dejado arrastrar a ese pesimismo un poco impostado, en el fondo de todos nosotros y nosotras sigue habitando un optimista que se ha visto en la vida en circunstancias muy duras y que está orgulloso u orgullosa de haber salido adelante. 

Así que hoy vengo a redoblar la apuesta: creo que no solo podemos, sino que debemos, en este momento histórico, volver a ser testarudamente optimistas. No solo desde la voluntad, sino desde la razón. Y las razones no hemos de buscarlas en la bondad de los acontecimientos, sino en la constatación de un hecho cierto, y es que los seres humanos, cuando las circunstancias lo exigen, siempre podemos dar lo mejor de nosotros mismos. 

Como cuando el mundo se conjuró para doblegar ese virus que amenazaba con llevarse nuestras vidas por delante. O como cuando un puñado de oficiales ucranianos se plantó ante la invasión de Putin. Como cuando, en tantas ocasiones, una generación se echó España a la espalda. O como cuando Gramsci escribía desde la cárcel. Y Mandela. Y Pepe Mújica. Como cuando Almudena Grandes le hizo una promesa a sus lectores a pocas semanas de morir.

Vivimos un momento extraordinario. Sin darnos cuenta, estamos siendo testigos y protagonistas de un cambio de época que todavía no comprendemos bien. Y nos queda todo por hacer. Pero la primera batalla que tenemos que ganar las personas de a pie es contra nuestras pasiones más tristes. 

Y así volver a darnos cuenta de que todo depende de nosotros: de nuestra energía, de nuestra voluntad, de nuestra perseverancia. De nuestro optimismo.