En un barco de pesca, el hijo del diputado comunista Eduardo Suárez llegó en 1949 al país africano, donde se estableció y continúa residiendo 76 años después
En 1949 un velero con canarios que huían de la dictadura franquista y que tenía como destino Venezuela se vio obligado a hacer escala en Dakar. Entre los pasajeros a bordo se encontraba el adolescente Eduardo Suárez Socorro, hijo del diputado comunista en el Congreso durante la II República Eduardo Suárez Morales. En un último momento, la familia de Eduardo decidió por una serie de circunstancias quedarse en Senegal donde comenzaría una historia de unión que sobrevive 76 años después. “Le debo mucho a los africanos. África es mi patria”, comenta con emoción.
El 6 de agosto de 1936, su padre, Eduardo Suárez Morales, quien era militante comunista y miembro del Frente Popular y uno de los líderes de la resistencia en Gran Canaria al golpe de estado del 18 de julio contra la II República expiró su último aliento. A las 6 de la mañana en el campo de tiro del ejército de La Isleta (Las Palmas de Gran Canaria) fue fusilado junto a su compañero el socialista Fernando Egea. Este episodio marcará la vida de Eduardo, que en ese momento solo tenía un año. A partir de entonces, según relata en sus memorias recogidas en el libro De Las Palmas a Dakar, comienza un auténtico calvario para su familia, ya que la persecución no acabó con el fusilamiento de su padre. Su casa era una “diana” para los franquistas cada vez que se enteraban de que algún comunista visitaba de manera clandestina la ciudad y, además, tanto su madre como su tío, que era masón, eran continuamente convocados por las autoridades.
Con el temor de que sus hijos se vieran perjudicados, la madre de Eduardo decidió poner rumbo a América, como muchos canarios que en aquel entonces se subían en los barcos fantasma con destino a Venezuela. El 30 de junio de 1949, Eduardo, su madre, su abuela, su hermana y su tío con su familia se trasladaron hasta Maspalomas para embarcarse de madrugada en el velero María del Pino. Era un barco de pesca que hacía recorridos entre islas y que Eduardo describe con dos mástiles, sin aseo, sin motor y sin cabina. El viaje estaba pensado para unas cincuenta personas, pero finalmente fueron 127, de modo que hubo que racionalizar las provisiones. Se lavaban con agua del mar, solo podían beber una cantidad de agua que correspondía al tamaño de un vaso de licor y de vez en cuando se alimentaban con algunos peces que pescaban. “La parte de abajo venía cargada de sal para despistar a las autoridades y después le habían puesto una lona encima. Allí iban acostados los que podían. Nosotros nos acostamos arriba, al lado del borde del barco”, recuerda. Las condiciones eran tan complicadas que el nerviosismo se apoderó del pasaje en un momento del viaje y se produjo un incidente con armas de fuego incluidas, a raíz del deseo de abandonar el barco de algunos tripulantes.
El peor trance vino a consecuencia de una tempestad que se originó a la altura del norte de Senegal. Debido a las fuertes lluvias y al oleaje, el barco sufrió graves daños y un bulto golpeó fuertemente la cabeza de su abuela, que se quedó inmovilizada para siempre. Según describe en sus memorias, tanto él como otros jóvenes se pasaban el día achicando agua de la bodega, hasta que al decimoctavo día de travesía, el velero avistó la isla de Gorée, a las puertas del muelle de Dakar, donde un velero canario les proporcionó un bidón de 200 litros de agua. “Estábamos tan sedientos, que nos bebimos toda el agua en ese momento”, cuenta.
“Llegamos al muelle de Dakar y comenzó otra aventura con los queridos franceses que no nos dejaban salir del muelle. Pensaban `esos extranjeros´”, comenta riéndose. Mientras el barco era reparado, su abuela fue hospitalizada en Dakar, a la que los franceses dejaron que fuera acompañada por su hija. La madre de Eduardo fue la única a la que le permitieron salir del puerto, mientras que él y su hermana sobrevivieron a la intemperie tres meses: “Mi hermana y yo vivíamos en el muelle como pobres diablos. Los senegaleses nos daban de comer y cuando iban al barco a cargarlo y bajaban, nos daban una parte de lo que ellos habían ganado. Y por eso salimos adelante”. Se acuerda de los dos jóvenes senegaleses que cada día lo recogían para ir a desayunar quinqueliba, una infusión de hierbas, y pan. Comenta que fue aquí donde empezó a aprender wolof.
Eduardo Suárez en su casa de Las Palmas de Gran Canaria, ciudad a la que viaja a menudo desde Dakar.
Durante el tiempo que vivieron en el puerto de Dakar, durmieron bajo las lonas que los barcos usaban para envolver sus mercancías. También recuerda que los domingos y festivos se acercaban los franceses con sus hijos para mostrarles las condiciones en las que vivían, como si fueran un espectáculo. Mientras tanto, parte del pasaje embarcó en varios veleros canarios que habían hecho escala en Dakar y que más tarde ponían rumbo al continente americano, mientras que el resto lo hizo en el María del Pino, una vez estuvo reparado.
Tal y como cuenta Eduardo, su madre no quiso embarcarse debido al estado de parálisis en el que se encontraba la abuela. Finalmente, las autoridades francesas los dejaron salir del puerto y gracias a dos familias españolas que vivían en Dakar decidieron instalarse definitivamente en el país. “Nos dijeron que aquí podíamos tener trabajo y nos convencieron de quedarnos en Dakar. Aunque en realidad es que Dakar a mí me encantó”, subraya. Gracias a estos contactos, el joven empezó a trabajar como electricista, en bricolaje doméstico, después en un taller de radiadores de coches, creó una empresa de reformas y construcción y más tardé dirigió una inmobiliaria. Los primeros años en Dakar también recibieron apoyo de los masones establecidos en Senegal, a través de una red que se había activado gracias a su tío. Además, estudió Derecho en la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, fue cónsul honorario de Burkina Faso y el Rey Felipe le otorgó en 2018 la medalla al mérito civil. También fue el primer presidente blanco para África occidental del Club Rotary, una institución que presta ayuda a menores o mujeres en situación de vulnerabilidad en varios países del mundo.
Reconoce que en sus primeros momentos en Dakar sentía añoranza por sus años de infancia y adolescencia, por las travesuras, los juegos y sus amigos, pero eso se esfumó con el tiempo. Por eso cuando le preguntan si se siente senegalés o español, no tiene una respuesta clara. “Me siento senegalés 100%. Canario un poco, sobre todo cuando voy donde está la placa de mi padre al final de Las Canteras y cuando estoy en Moya. Pero en realidad me siento más africano que español”, concluye.