El aislamiento del Reino Unido, que ha agravado su problemas económicos internos, le obliga a actuar de una manera diferente en comparación con quienes tienen a sus socios y aliados a mano sin barreras
Von der Leyen apela a una negociación con Trump y avisa de que la UE “tiene lo que necesita para superar la tormenta”
Las voces que representan la minoría que sigue creyendo en las supuestas ventajas del Brexit para el Reino Unido celebran ahora los aranceles impuestos a su país como un “dividendo” de la salida de la Unión Europea. En el peculiar cálculo de la Administración Trump, a los británicos les ha tocado un 10% de aranceles al no sumar todo el comercio de la UE.
Pero las empresas británicas también pagan el extra general del 25% por vender a Estados Unidos acero, aluminio y, lo que más les afecta, coches. Por no hablar del lío en que puede estar ahora nuevamente Irlanda del Norte, que tiene un estatus especial para evitar la frontera en la isla de Irlanda y que en la práctica sigue las normas del mercado único europeo a diferencia del resto del Reino Unido.
El cálculo que le ha tocado al Reino Unido es automático, pero el Gobierno británico también sugiere que el país ha recibido un trato “especial” por las conversaciones sobre comercio de Keir Starmer con Donald Trump. En ese atisbo de negociación, ya hay posibles cesiones por parte del Reino Unido encima de la mesa, como la aceptación de más carne estadounidense en su mercado (la gran batalla es la que contiene aditivos que no respetan los estándares sanitarios) y la suspensión de un impuesto a las empresas de servicios digitales que beneficiaría a Meta y X, propiedad del asesor Elon Musk, que se ha destacado por su discurso contra el Reino Unido en general y Starmer en particular.
El Gobierno laborista ha sido uno de los más contenidos del mundo ante los insultos, las amenazas y los desprecios de Trump y su Gobierno. El show premeditado de Starmer en el Despacho Oval superó al de casi todos los líderes que intentan congraciarse con el presidente del tradicional aliado. Timothy Garton Ash, el historiador, me comentaba hace unos días la “incomodidad” que sentía al ver a su primer ministro agitar la carta de invitación de Carlos III para complacer a Trump, aunque entendiera lo que estaba haciendo. Desde entonces, el Reino Unido ha guardado silencio incluso ante las amenazas a Canadá, miembro de la Commonwealth británica y que tiene también a Carlos como monarca.
El aislamiento del Reino Unido, que ha agravado su problemas económicos internos, le obliga a actuar de una manera diferente en comparación con quienes tienen a sus socios y aliados a mano sin barreras.
La paradoja es que incluso ahora, el acuerdo comercial que Starmer ansía con Estados Unidos es menos relevante que el comercio con la UE. Pese el bajón por las nuevas barreras no arancelarias -básicamente papeleo y controles- tras el Brexit, el comercio con la UE sigue suponiendo el 41% del comercio del país frente al 21% con Estados Unidos, según los últimos datos oficiales disponibles. El Brexit le ha costado ya a las empresas británicas unos 37.000 millones de libras (44.000 millones de euros) al año, según el último cálculo de la Cámara de los Comunes.
Starmer ganó las elecciones hace nueve meses con una mayoría histórica y ganas de cambio después de 14 años de gobiernos del Partido Conservador. El primer ministro, uno de los europeístas más claros dentro de su partido y que hizo campaña contra el Brexit, no ha logrado ningún avance práctico en la relación con la UE.
Las buenas palabras hacia la UE y las múltiples reuniones de momento no se han traducido ni en un acuerdo para aliviar los controles de algunos productos en la frontera ni de los requisitos para los músicos que van de gira. El liderazgo de Starmer para intentar apoyar a Ucrania y tener voz en las negociaciones entre Trump y Putin es encomiable, aunque de momento tampoco ha cambiado la cruda realidad.
Tal vez ha llegado el momento de centrarse menos en apaciguar a los enemigos y más en pactar con los amigos.