El drama en uno de los ríos más grandes de Sudamérica: «Hasta hace 20 años pertenecía a la gente, hoy a los negocios»

El Paraná atraviesa Brasil, Paraguay y Argentina, pero la voracidad de la ganadería, las centrales hidroeléctricas y la sobrepesca han roto un valioso ecosistema con consecuencias impredecibles

Casi la mitad de los ríos españoles, en mal estado por las presas, el cambio climático y las especies invasoras

Desde hace 45 años, Julián Aguilar “el negro” practica el arte de la pesca en las aguas marrones y sedimentosas del río Paraná, un gigante fluvial que cruza media América del Sur creando vida y belleza a su paso. “Tenemos el mismo color, el río y yo”, dice, y se ríe con un gesto casi imperceptible de diversión y emoción. Erguido sobre la proa de su embarcación, muestra dos redes, una recién tejida por él mismo, flamante, y otra que recogió cerca del canal principal y que quedó abandonada por algún compañero que nunca volvió a buscarla.

Julián conoce muy bien el pulso del Paraná. Nació en Las Cuevas, un pueblo muy pequeño de la provincia argentina de Entre Ríos en 1960, cuando la naturaleza era otra y el río se movía, todavía libre y salvaje, a lo largo de sus casi 5.000 kilómetros de longitud, desde su nacimiento en Brasil hasta la desembocadura en el estuario del Plata. Al poco tiempo se afincó con su familia en la zona norte de Rosario, ciudad ubicada en el corazón geográfico de la región agrícola más próspera de Argentina. Allí, los pastizales pampeanos se encuentran con el humedal de las islas del Paraná en lo que se denomina el delta medio, un conglomerado infinito de tierra y agua donde dominan los verdes y los marrones. Un territorio anfibio, ambiguo y dinámico donde los pulsos de crecientes y bajantes del Paraná –es el octavo río más largo del mundo y el segundo de América, después del Amazonas– redibujan de manera constante sus costas, lagunas, madrejones y barrancas.

“En mi familia estar cerca del río era el lugar natural para ganarse la vida, y para el juego también”. Su primer trabajo, de muy joven, fue pescar, una actividad que comenzó a hacer con siete u ocho años durante los fines de semana. Cuando tenía nueve años su papá, “un hombre de la isla”, se compró una canoa: “Cuando yo empecé a trabajar con él salía surubí, dorado, boga, sábalo, todas piezas de tamaño extragrande, lo que hoy sería una sorpresa. Sacábamos sábalos de entre ocho y diez kilos y surubíes de 50. Solo se pescaba el pescado de temporada y algunos todavía salían a trabajar a vela; tener motor era una rareza, un lujo casi”. Era muy duro ser pescador hace 50 años, dice Julián. Había que remar, la ropa se mojaba y el frío y el calor se sentían con intensidad. “Era un trabajo muy físico, muy cansado”.

Pero hay otro río, también, al que la crisis ecológica generada por el ser humano afecta en su esencia y comportamiento, llenando de incertidumbre y variabilidad lo que hasta hace poco se llamaba normalidad o certeza científica. Un río más transitado, intervenido y contaminado que dejó de ser libre para convertirse en un curso multifragmentado. “Hasta hace 20 o 25 años el río pertenecía a la gente del río, pero hoy pertenece a los negocios”, explica el pescador desde la certeza que le da haber sido testigo directo, durante medio siglo, de las transformaciones del gran río de aguas marrones.

Un gigante sudamericano

El Paraná nace de la confluencia de los ríos Paranaiba y Grande en el sur de Brasil, atraviesa media Sudamérica y llega a trasladar hasta 15.000 metros cúbicos de agua por segundo. Está considerado, por su extensión, el tamaño de su cuenca y su caudal, el segundo en importancia de Sudamérica y uno de los más importantes del mundo.


El río Paraná, el segundo río más importante de Sudamérica, seco.

A la altura de la localidad de Diamante –en la provincia de Entre Ríos– y hacia el sur comienza el delta, la última porción del sistema de humedales fluviales Paraná-Paraguay, que se extiende a lo largo de 300 kilómetros y cubre 2,3 millones de hectáreas. Estos humedales son una fuente enorme de servicios ecosistémicos que mejoran la calidad de vida de todos los habitantes del sistema y que incluyen la amortiguación de las inundaciones y sequías, la depuración del agua, el control de la erosión y la protección costera, la provisión de gran cantidad de recursos, la regulación del clima y la provisión de sitios de refugio, alimentación y reproducción para diversas especies de la fauna silvestre.

En los últimos años ha tomado mayor importancia otra función clave de estos ecosistemas: su papel como aliados contra el cambio climático, pues mejoran la resiliencia de las comunidades frente a sus impactos, son barreras naturales contra las inundaciones y sequías y funcionan, además, como los sumideros de carbono más eficaces del planeta. A pesar de todo esto, se trata de un ecosistema muy amenazado por la acción humana y se estima que el 85% de los humedales que existían hace tres siglos ha sido destruido o transformado drásticamente.

Fragmentar el río

Los ecosistemas de agua dulce son la parte de la biosfera más amenazada de la Tierra: se estima que hasta el 83% de las poblaciones de especies de agua dulce está disminuyendo. Además, apenas el 37% de los ríos con más de 1.000 kilómetros conserva su cauce libre a lo largo de toda su extensión, y solo el 23% fluye de forma ininterrumpida hacia los océanos. Quedan cada vez menos ríos libres en el mundo y el Paraná ya no es uno de ellos. El “pariente del mar”, como describe con precisión y belleza su nombre la lengua guaraní, atraviesa una profunda transformación por los usos humanos de sus aguas y de sus tierras y en las últimas décadas se ha convertido en un curso multifragmentado por efecto de la pesca industrial, el dragado de su cauce para la navegación, la transformación de sus islas para ganadería y agricultura y la construcción de infraestructura como carreteras, puentes y represas como la de Yacyretá, enorme central hidroeléctrica ubicada en el límite entre Argentina y Paraguay.

El Paraná es el canal natural de salida de los granos y cereales que se producen en el centro y norte de la Argentina, así como en Paraguay, Bolivia e incluso zonas del sur de Brasil. El corredor Paraguay-Paraná, también conocido como Hidrovía –el nombre que tomó la empresa privada de capitales europeos que tuvo desde los años 90 la concesión del dragado y balizamiento del tramo navegable– tiene 3.442 kilómetros de extensión desde Puerto Cáceres (Brasil) hasta el río de la Plata, donde termina su recorrido.

El Gran Rosario aloja uno de los polos portuarios graneleros más grandes del mundo, con unas tres decenas de grandes puertos de las mayores multinacionales del rubro, que van desde la china Cofco hasta Cargill, Dreyfus y Bunge. Desde esos puertos sale el 80% de las exportaciones agropecuarias argentinas

El Gran Rosario aloja uno de los polos portuarios graneleros más grandes del mundo, con unas tres decenas de grandes puertos de las mayores multinacionales del rubro, que van desde la china Cofco hasta Cargill, Dreyfus y Bunge. Desde esos puertos sale el 80% de las exportaciones agropecuarias argentinas, según la Bolsa de Comercio de Rosario. La construcción de los puertos, en el último tramo del siglo pasado, vino acompañada de profundas transformaciones territoriales en la tierra y en el agua, con impactos socioambientales que no han sido demasiado debatidos.


El delta del Paraná durante la bajante histórica de la que ya no se ha recuperado.

Cuando el río se incendia

El Paraná del siglo XXI es un nuevo río que se enfrenta a amenazas que tensionan al máximo las formas de habitar ese territorio. Desde la observación que hace todos los días de su vida, a Julián Aguilar le sobran argumentos para decir lo que dice: el río ha cambiado mucho. Un ejemplo es el puente Rosario-Victoria, una enorme obra de 60 kilómetros de largo que cortó las islas en dos y facilitó el acceso a un territorio antes exclusivamente insular. “El puente y la ruta provocaron un desastre ecológico en el humedal, donde se instalaron cebaderos y se construyeron terraplenes para el ganado. Cambió la escala, es todo industrial. Antes solo se sacaba de la isla lo que se comía. Ahora es para el negocio de unos pocos”.

El negocio de la soja ha llenado de vacas este humedal. “La expansión de la soja y más agricultura reconfiguraron la ganadería en todo el país, con un desplazamiento de las fronteras agropecuarias. El stock ganadero fue desplazado desde la región pampeana hacia zonas marginales de menor aptitud agrícola”, dice un informe del Taller Ecologista, que agrega que una de esas zonas fueron las islas del delta. Con la ganadería a gran escala llegó también el fuego. Según los datos que analizó el museo de Ciencias Naturales Antonio Scasso de la ciudad de San Nicolás, entre 2020 y 2023 se detectaron 82.000 focos de calor en el delta, con una superficie promedio para cada uno de esos focos de 14 hectáreas. En poco más de tres años se incendiaron un total de 1,2 millones de hectáreas, la mitad de ese territorio, que cubre 2,3 millones de hectáreas.

Las voces del territorio

Así lo cuenta Luisa Balbi, que tiene cinco hijos, va a cumplir 60 años y hace 35 que vive en las islas, frente a la ciudad santafesina de Villa Constitución “trabajando siempre, siempre”. Se ocupa de varias colmenas y otros animales de granja como cerdos, vacas, gallinas y ovejas. Es de familia de pescadores, pero dice que ya no es como antes y que ahora cuesta sacar buenos pescados porque “hay mucha depredación”. “Nadie respeta nada y se sacan animales cada vez más chicos. Pero la culpa no es del pescador, que necesita trabajar, sino de los que compran, de los de arriba, a esos no los controla nunca nadie”.

“Cuando era chica vivíamos de la pesca. Salían más especies que ahora y eran más grandes, ahora son todos chiquitos”, recuerda, para agregar que en los años que lleva en la zona nunca vio una bajante tan larga, ni incendios tan peligrosos como los de los últimos años. Las llamas consumieron todo: el suelo, la vegetación y a los propios animales. “No había más campo, nada, se quemó todo, hasta las nutrias y los pájaros. He visto a los carpinchos (capibaras) tirarse al agua de la desesperación”.

Los incendios en el delta escalaron a una nueva dimensión a partir de mediados de 2019, cuando la cuenca del Paraná entró en una bajante de sus aguas que duró hasta finales de 2023, la más prolongada jamás registrada, según el Instituto Nacional del Agua (INA). Durante la pandemia y en un escenario de aceleración de la crisis ecológica, el río entró en una “nueva normalidad” donde ya nada parece ser lo que era.

Un nuevo clima

El sudeste de Sudamérica es una región cada vez más vulnerable a eventos climáticos e hidrológicos extremos. Si bien los estudios de atribución demoran años, existen escenarios futuros probables en términos climáticos e hidrológicos para la cuenca del río Plata que indican que la región va hacia un clima más cálido con un incremento de la temperatura y de las precipitaciones, más que nada en los tramos alto y medio del río. Y aunque en términos de caudal medio para los próximos 30 años en el Paraná no aparece una variación significativa, esta proyección cambia cuando lo que se evalúa no es el caudal medio, sino los mínimos y los máximos.

Así razona Juan Borus, ingeniero hidráulico que desde hace 40 años se dedica a la hidrología y trabaja en el Instituto Nacional del Agua (INA). Desde su observación y estudio diario, Borus es un testigo privilegiado de la evolución ecosistémica del Paraná. “Por varias razones, hoy tenemos otro río que hace 40 años. Somos mucho más Paraná-dependientes que antes, sea para navegación, turismo, pesca, generación de energía o toma de agua”. Borus destaca un elemento central: los muy profundos y en muchos casos irreversibles cambios en el uso del suelo que rediseñaron la geografía de vastas zonas del sur brasileño, el este de Paraguay y el norte argentino, bajo la presión imparable de la expansión de la frontera agropecuaria: “En la zona de la alta cuenca no debe quedar ni el 1% del pastizal original”, dice, para explicar que esto se traduce luego en cambios de todo el equilibrio del sistema.

“Nosotros pagamos las cuentas del desarrollo de otros”, razona el orgulloso pescador Aguilar de la orilla brava del Paraná que quiere reivindicar su oficio: el más antiguo de la región, uno de los más antiguos de la humanidad. “El río es mi vida, es más que mi trabajo, es una parte muy importante de mí. Yo de joven pescaba todo el día y volvía a la tarde a mi casa y me cruzaba a la costa y me ponía a mirar el río de nuevo detenidamente, con tranquilidad. Si hasta mi piel es marrón. Tenemos el mismo color, el Paraná y yo”.