Diez años de multipartidismo

2015 supuso un punto de inflexión en la política española. El arrollador apoyo del electorado a nuevas fuerzas políticas quebró los cimientos del bipartidismo y modificó la forma de hacer política. Aquí se analizan los principales cambios producidos desde entonces

En un suma y sigue de sobresaltos, transcurre la decimoquinta semana del año con toda la atención puesta en el temor a que, ante la amenaza de una guerra arancelaria a escala planetaria, se desencadene otra (nueva) recesión mundial. En este frenético y convulso contexto geopolítico puede que resulte extemporáneo desviar la mirada para echar la vista atrás y analizar cuestiones (puramente) domésticas. Pero, con permiso de la disruptiva Administración Trump (2.0) que puede conseguir que 2025 pase a la historia como el año en el que se desmoronó el orden internacional nacido tras la Segunda Guerra Mundial, no deberíamos pasar por alto que se cumple en España el décimo aniversario de la nueva política multipartidista.

Fueron los comicios generales celebrados el 20 de diciembre de 2015 los que certificaron el tránsito de una etapa política bipartidista (imperfecta) a otra multipartidista, con la entrada en el Congreso de nuevas formaciones (entonces, Podemos y Ciudadanos) que habían logrado desafiar la que, desde 1982, parecía una inquebrantable hegemonía electoral del PSOE y del PP. Esos comicios también sirvieron para constatar que los pequeños partidos de ámbito nacional (IU y UPyD) eran percibidos como parte de la vieja política y, por tanto, no tenían la posibilidad de canalizar el deseo del electorado de contar con una nueva oferta política.

La transformación del sistema partidista venía precedida por los buenos resultados cosechados por las nuevas fuerzas emergentes en las elecciones al Parlamento europeo de 2014, así como por el vuelco en el mapa del poder local y regional que se produjo tras los comicios municipales y autonómicos de mayo de 2015. Entre unas y otras elecciones, el rey Juan Carlos tomó la decisión de abdicar en su hijo Felipe en junio de 2014 por el riesgo de que, ante sus propios problemas reputacionales, los nuevos soplos de cambio político se llevaran por delante a la institución monárquica.

Es innegable que el descontento fue el germen del nuevo multipartidismo. Un amplio rechazo social a las políticas de austeridad como receta para hacer frente a la gran recesión económica (2008-2014), junto a la indignación ciudadana por un incesante goteo de casos de corrupción y de comportamientos poco éticos protagonizados por las élites españolas, acabaron por cristalizar en una crisis de representación política. Los ecos del contundente lema “no nos representan” del Movimiento 15M (2011) favorecieron la irrupción de Podemos, como nuevo partido, a comienzos de 2014, así como el salto definitivo de Ciudadanos de la política catalana a la nacional en el otoño de ese año. También el clima de malestar político les resultó favorable a los dirigentes cercanos al ala más derechista del PP que, a finales de 2013, decidieron crear su propia marca electoral (VOX). Si bien, el motor de propulsión de la formación ultraderechista no llegaría hasta algunos años después, con el estallido de la crisis territorial (conflicto catalán).

El espacio político es hoy distinto. Este se ha reconfigurado y continúa transformándose al calor de la pugna electoral entre los diferentes actores políticos y de la que no están exentas las rencillas personales. Algunas de las nuevas fuerzas políticas han desaparecido (Ciudadanos), mientras otras nuevas han surgido (espacio Sumar y Se Acabó la Fiesta), incluso como resultado de escisiones de los nuevos partidos (como Más Madrid o Sumar). En cambio, otras se mantienen, pero ocupando una posición diferente en el tablero político (VOX y Podemos), al tiempo que el bipartidismo (PP-PSOE) ha recuperado terreno electoral.

Qué ha cambiado

Lo más relevante es que el surgimiento inicial de los nuevos partidos iba acompañado de grandes expectativas de cambio y de no pocas incógnitas sobre los efectos que podría tener en la vida política la entrada de nuevos jugadores. Por ello, cabe plantearse qué cambios se han producido en esta década de política multipartidista.

Uno de los principales interrogantes era qué consecuencias iba a tener el aumento de la fragmentación electoral. Especialmente porque, en un primer momento, no estaba claro qué línea política seguiría Podemos, o bien la de tener un marcado perfil izquierdista (defendida por Pablo Iglesias), o bien la de diluir su carga ideológica para tener un perfil más transversal (defendida por Íñigo Errejón); ni tampoco parecía seguro que Ciudadanos fuera a convertirse en el nuevo partido bisagra (del modo en que lo habían sido CiU y el PNV antes, apoyando la formación de gobiernos en minoría del PP y del PSOE en el ámbito nacional).

No obstante, las dudas se despejaron pronto. Podemos se situaría, claramente, a la izquierda del PSOE, mientras Ciudadanos renunciaría a ser un partido bisagra y al mantra de superar la política “de rojos y azules”. De esta forma, se vio que el aumento de la fragmentación política iba a ir acompañado de una fuerte polarización ideológica.

Los nuevos partidos quedaban encajados en bloques ideológicos (izquierda versus derecha) y, lejos del consenso, lo que empezaba a definir la nueva dinámica política era el uso de los vetos cruzados y el bloqueo institucional. Algo que llevaría a despejar la segunda incógnita sobre cómo sería el proceso para formar gobierno: muy complejo. Tanto que, en estos diez años, los nuevos y viejos partidos han conseguido “normalizar” la repetición electoral como un paso “necesario” para formar gobierno. De las tres elecciones generales que se han celebrado en estos diez años, dos se tuvieron que repetir (2015-2016 y 2019-abril y noviembre), mientras que, en las últimas (julio de 2023), se mantuvo hasta casi el último momento el suspense sobre si iba a ser o no necesario volver a convocar a los ciudadanos a las urnas. Asimismo, en lo que a la formación de gobierno se refiere, se ha normalizado a nivel nacional la fórmula de los gobiernos de coalición en minoría (que lleva utilizándose desde 2020).

Otro interrogante giraba en torno a las reformas del sistema político dado que fue la crisis de representación política y la demanda social de regeneración democrática los dos factores principales que impulsaron la creación de los nuevos partidos. El período comprendido entre 2011 y 2014 había sido, particularmente, fértil en cuanto al debate público y al planteamiento de propuestas concretas de reformas políticas y constitucionales, desde diferentes ámbitos de la sociedad civil. Modificación del sistema electoral, despolitización de la justicia, eliminación de las puertas giratorias y un largo etcétera formaban parte de un amplio y variado listado de propuestas del que no sólo se hicieron eco en 2015 los nuevos partidos, sino también el PSOE y el PP.

Es cierto que muchas de esas propuestas no eran nuevas, pero el intenso debate sobre ellas contribuyó a generar la expectatitiva de que, tras la transición democrática, había llegado la hora de revisar y actualizar el sistema político. No obstante, con la entrada de los nuevos partidos en el Congreso, esa expectativa se desvaneció al evidenciarse la gran dificultad para llegar a acuerdos en un marco de polarización ideológica, de forma que el debate sobre la calidad de la democracia se fue apagando. Además, el contexto de esta década en el que se han ido encadenando crisis continuas (gestión y digestión del proceso independentista catalán, pandemia del coronavirus, tensiones inflacionistas por la guerra de Ucrania, etc.) tampoco ha facilitado que la cuestión de las reformas políticas sea considerada prioritaria. En todo caso, no deja de ser llamativo que, en estos años, la única reforma de la Constitución que se ha llevado a cabo sea la modificación del artículo 49 para eliminar la expresión “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos” y sustituirla por “personas con discapacidad”.

En el ámbito electoral, encontramos que, ante la polarización ideológica, se ha ido perdiendo el interés por los votantes de centro. Esos electores a los que, durante mucho tiempo, cortejaron los dos grandes partidos para ganar las elecciones. ¿Pero qué ha pasado con ellos? Si bien, en la última década, según los datos del CIS, ha aumentado el número de votantes que se posicionan en los extremos (izquierdo y derecho) de la escala ideológica, el porcentaje de los que se sitúan en el centro sigue siendo superior al 20%.

Por otra parte, el ascenso global, en los últimos años, de los partidos y movimientos de extrema derecha, así como la exitosa difusión de sus discursos divisivos y de odio en las redes sociales, pueden contribuir a explicar por qué ahora VOX es el partido de moda en el electorado joven (fundamentalmente, entre los hombres jóvenes). Hace diez años, en cambio, era Podemos el (nuevo) partido que cautivaba a los jóvenes. En un contexto de grandes incertidumbres en el que se mira al pasado, lo reaccionario parece ser hoy lo revolucionario. Asimismo, el avance del discurso antifeminista tambien puede ayudar a explicar por qué, a diferencia de lo que ocurría hace diez años, ahora los hombres se sitúan más a la derecha en la escala ideológica que las mujeres, y tienen una mayor intención de votar a VOX y Se Acabó la Fiesta que ellas.

Lo que no ha cambiado tanto: malestar político (crónico)

Con los datos del CIS es ahora más difícil calibrar cuál es el nivel de satisfacción política de la sociedad española debido, entre otras razones, a la falta de continuidad en las series de algunas preguntas (como la valoración de la situación política o el grado de confianza en las instituciones). Para encontrar una explicación detallada sobre ello es recomendable leer o releer este post de Héctor Cebolla y este otro post de Alberto Penadés.

Pero, incluso con la actual limitación de datos, se puede comprobar que el descontento político no se ha disipado en estos últimos diez años. De este modo, encontramos que los asuntos políticos negativos (desagregados en diferentes etiquetas como “problemas políticos en general”, “el gobierno y partidos o políticos concretos” y “el mal comportamiento de los políticos”) se sitúan, de forma recurrente, en las primeras diez posiciones del listado de problemas que, a juicio de los ciudadanos, tiene España. Si bien es verdad que hace diez años, siguiendo los datos del barómetro de abril de 2015, existía una gran preocupación ciudadana por el problema de la corrupción y el fraude, que hoy es mucho menos acusada.

En cuanto a la clase política, la desconfianza de los ciudadanos y la mala imagen que tienen de ella ha seguido siendo, en estos años, la tónica habitual. Tampoco parece que el nivel de satisfacción ciudadana con el funcionamiento de la democracia haya aumentado considerablemente, pues en septiembre de 2024 casi el 63% de los encuestados se mostraba insatisfecho con dicho funcionamiento.

Es posible que, durante esta década, el malestar político se haya normalizado, aunque eso no significa que, bajo determinadas circunstancias, no volviera a producirse un estallido de indignación como el del 15M. En este sentido, no se deberían minusvalorar, ahora, las crecientes, y cada más generalizadas, protestas sociales por el problema de los altos precios de la vivienda.

Por el momento, la irrupción o reconfiguración de fuerzas políticas/marcas que quieren capitalizar el desgaste de otras, dar respuesta a nuevas preocupaciones ciudadanas o buscar nuevos nichos de voto sigue funcionando como la principal vía para canalizar, electoral e institucionalmente, el descontento.