El Papa de los que viven en los márgenes

Se ha ido leyéndole la cartilla a la administración Trump por su trato a las personas migrantes. El mayor pero de su pontificado es que cambió las formas vaticanas para que, en el fondo, todo siguiera igual en una iglesia acostumbrada a sobrevivir a vientos y mareas

Su primer viaje definió la línea de su papado. Fue a Lampedusa, la isla italiana que escenifica cada día el drama migratorio. Ha muerto el papa Francisco y las personas, creyentes o no, que viven en los márgenes, los desposeídos, los inmigrantes, los que luchan en las fronteras, los que sufren en su carne el horror de la guerra, echarán de menos su compromiso inequívoco con aquellos a los que el poder y el dinero convierte en carne de cañón. Se hizo llamar Francisco, el santo de los pobres, el más radical del santoral. Era argentino, jesuita, socarrón, directo, de impulso reformador (mucho para la jerarquía eclesiástica, poco para otros) y crítico como ningún otro heredero de Pedro con un sistema capitalista que machaca a los que menos poseen, un sistema que, en palabras de San Mateo, da abundancia a quien ya tiene y al que nada tiene le quita lo poco que posee. 

Se ha ido leyéndole la cartilla a la administración Trump por su trato a las personas migrantes, recordándonos los orígenes del cristianismo y los valores sobre los que Jesucristo fundó la iglesia, después de 11 años de un pontificado plagado de símbolos: se despojó del lujo hasta en los zapatos (volvieron al armario los escarpines de Prada de Ratzinger) y poco a poco, diseñó un colegio cardenalicio a su medida. Deja cuatro encíclicas sobre el cambio climático, contra el neoliberalismo y el populismo, en las que exhorta a actuar con el corazón, muestras de un papado que no gustaba a los sectores más rancios y ultraconservadores de la Iglesia y que se quedó corto en algunos aspectos claves del catolicismo como el papel de la mujer en la iglesia, tanto en el poderoso entramado del Vaticano como en el trabajo evangelizador a pie de calle. El mayor pero de su pontificado es que cambió las formas vaticanas para que, en el fondo, todo siguiera igual en una iglesia acostumbrada a sobrevivir a vientos y mareas y que no acaba de afrontar con claridad, humildad y afán reparador algunos de sus mayores pecados, como los abusos sexuales a menores. 

Francisco, Bergoglio, ha protagonizado un pontificado para las periferias, para la misericordia, para los olvidados, para los prescindibles. Cabe la posibilidad ahora de un pendulazo, que el incensario vaticano se vaya al otro extremo y el nuevo Papa sea más acorde con estos tiempos marcados por el trumpismo y la crueldad. Los casi once años de Bergoglio han sido bálsamo y consuelo, y un intento de retorno al camino de misericordia que la institución eclesiástica no se ha cansado de abandonar a lo largo de la historia. Hoy, creyentes y no creyentes que creemos que la justicia social y la empatía son tan necesarias como el aire solo podemos desear que su sucesor profundice en su legado y no lo revierta. La esperanza (‘Esperanza’ es el título de la autobiografía de Francisco) es que la Iglesia siga transitando por el sendero que él ha dejado abierto.