Uno de cada seis niños en el mundo vive bajo el umbral de la pobreza extrema, el doble que los adultos. Al menos la mitad de los hogares monoparentales está en riesgo de exclusión, el 80% encabezado por mujeres
Si nos propusiéramos, en este año 2025, dibujar un pobre; ponerle cara y rasgos al arquetipo de persona con menores ingresos y mayor riesgo de exclusión, no nos saldría un señor mayor con barba canosa: nos saldría un niño.
Un niño que vive con su madre y sus hermanos, sin otro progenitor.
Uno de cada seis niños en el mundo vive bajo el umbral de la pobreza extrema, el doble que los adultos. Al menos la mitad de los hogares monoparentales está en riesgo de exclusión, el 80% encabezado por mujeres. Las familias con hijos, aunque tengan dos progenitores, tienen las tasas de pobreza más altas de todos los hogares. Y el indicador más fiable para predecir si una mujer es pobre no es si tiene hipoteca o una carrera universitaria: es si tiene hijos.
Cae por su propio peso que esta distopía cotidiana solo es posible porque los niños no votan. Si en lugar de niños, fueran ancianos, sería impensable que uno de cada tres (¡uno de cada tres!) viviera, en un país rico como España, en riesgo de exclusión.
Entonces, que el Ministerio de Infancia proponga rebajar la edad para votar a los 16 años solo puede parecer una cosa de sentido común y de justicia. Una iniciativa que debería aprobarse mañana mismo por unanimidad en el Congreso sin más discusión. Ojalá tenga esa suerte en su tramitación.
Solo tengo una pregunta: ¿Por qué a los 16? ¿Por qué no a los 15? ¿O a los 14?
¿Por qué en España se vota desde los 18 años y no desde los 23, como establecía la constitución de la II República? ¿O desde los 21, como ocurría en Estados Unidos hasta 1971?
No hay ninguna -buena- razón. Quién tiene derecho al voto es una decisión arbitraria que refleja quién tiene la consideración de ciudadano en cada momento y en cada país.
Por eso hay tantos niños pobres, porque en el fondo no les consideramos ni ciudadanos, ni personas, sino proyectos de persona. Es la misma razón por la que seguimos tolerando comportamientos hacia ellos – como los castigos físicos- que, cuando se producen entre dos adultos, son perseguidos y castigados.
Si no fuera así, sería impensable que la Constitución Española dijera, como dice, que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
Y al mismo tiempo, dijera que “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
Y siguiera habiendo la friolera de 7 millones de personas en España discriminadas por su edad, sin derecho al voto. Uno de cada tres de ellos, en riesgo de exclusión.
Sí, lo he dicho bien: 7 millones. Y es que no tiene ninguna justificación (como bien expresa la Constitución) que haya ningún límite a la condición de ciudadanía salvo ser parte del pueblo español. Los niños deberían tener derecho al voto desde el momento en el que nacen.
Claro que habría algunos que no serían físicamente capaces de votar, que no serían capaces de elegir la papeleta y meterla en la urna. Igual que ocurre con muchos adultos que se ven incapacitados para ejercer el voto por enfermedad, discapacidad o cualquier otra condición. Y nadie les quita el derecho a votar por ello. No ser capaz de votar no es óbice para no tener derecho a votar.
Claro que habría algunos que no sabrían qué votar. Como ocurre con muchos adultos -yo incluida-, en algunas ocasiones, si les soy completamente sincera. Y eso tampoco nos quita el derecho al voto.
Claro que muchos votarían lo que votasen sus padres y madres. Como ocurre con muchos adultos, y eso tampoco les quita el derecho al voto.
Claro que no tienen la misma comprensión del mundo que el director de un periódico, pero a nadie se le hace un test ni de inteligencia, ni de conocimiento, para decidir si tiene derecho al voto. (Y sospecho que, si lo hiciéramos entre niños y entre adultos, igual nos sorprenderían los resultados).
Quizás si los niños tuvieran derecho al voto nos daríamos cuenta de que el mundo no es -solo- como lo vemos los adultos. Y que otros asuntos que igual no son tan importantes para otras cohortes de edad, sí lo son para la sociedad. Se me ocurre, por ejemplo, que uno de esos temas podría ser la temperatura del planeta dentro de 40 o 50 años.
Todos y cada uno de los argumentos que se pueden usar para no darles el voto a los niños se han usado ya, muchas veces. Se usaron para que sólo votaran los hombres, también para que sólo votaran los hombres blancos. Y hasta para que votaran solamente los hombres blancos que fueran, además, propietarios de tierras.
Así que disculpen si me cuelo en este debate sobre el voto a los 16 para coger la ventana de Overton y llevarla de mudanza. La democracia necesita reforzarse con nuevos horizontes y hay pocas causas más justas, pocas medidas que puedan producir un impacto positivo mayor, que la de hacer del voto -¡por fin!- un derecho de todas las personas.