La culpa siempre será de Putin, los moros o los chinos

Quedaba claro que mucha gente se dejaba llevar por sus prejuicios ideológicos. Esa rusofobia cultivada en todo Occidente desde que los rusos derrocaron a aquellos zares tan limpitos y guapos que fueron Nicolás y Alejandra. Esa morofobia alimentada en España desde la propaganda de guerra de la Reconquista

El francés, un septuagenario rollizo, arengaba en su lengua a un grupito de compatriotas en una esquina de la avenida Federico García Lorca, de Salobreña: “¡Ha empezado la tercera guerra mundial! ¡Las tropas rusas ya están entrando en Finlandia y Polonia!”. Me acerqué al corrillo y el estupor en el que yo vivía desde hacía un par de horas dio paso a la angustia. “¿Tiene usted noticias concretas?”, le pregunté en francés. Me miró con desprecio y respondió: “No hace falta, lo que está pasando resulta evidente. Putin ha lanzado un ataque informático contra toda la electricidad de Europa para ocultar su invasión militar”.

Me alejé del grupito. El francés no tenía pajolera idea de lo que estaba pasando, deduje. Estaba tan carente de noticias como yo, que no lograba hablar telefónicamente con nadie, ni ver las noticias de la tele, ni consultar en Internet las informaciones de los diarios digitales fiables. El francés hablaba a través de sus miedos y sus fobias, de lo que el mismísimo presidente Macron llevaba presagiando desde hacía meses.

Pero la rusofobia no era dominante tan solo en los vecinos de Salobreña nacidos al norte de los Pirineos. En otro corrillo, este de jubilados locales reunidos en el parque de La Fuente, la opinión unánime también era que la culpa del apagón la tenía Putin. Pregunté cuáles podían ser sus motivos. “Es un hijoputa, más malo que una raspa de pescado”, respondió uno. “Quiere conquistar el mundo”, añadió otro. “Pero si ni tan siquiera ha sido capaz de conquistar Ucrania en tres años”, dije. Me miraron con escepticismo y dejaron de hacerme caso.

El Gran Apagón me había pillado escribiendo en mi apartamento y, al cabo de dos horas, había terminado por salir a la calle en busca de noticias. El corte de electricidad no me alarmaba demasiado, pero, disculpen mi ignorancia, no comprendía por qué afectaba también a las llamadas por móvil y el acceso a Internet. Ya en la calle, me enteré de que el apagón no era local, de que era, como mínimo, peninsular, y también había quienes decían que afectaban a toda Europa. Comencé a escuchar las hipótesis populares sobre su origen. La Rusia de Putin era el principal sospechoso, aunque no faltaban quienes dijeran que parecía cosa de “los moros”. “¿De qué moros?”, le pregunté a un camarero con pulserita rojigualda. “Los de la estación de Atocha”, me respondió. “Pero lo del 11M fue cosa de ETA, ¿no?”, le dije para tocarle las narices. Me miró con odio.

Con vecinos más razonables, llegué pronto a algunas conclusiones. No teníamos ni puta idea de la causa de un incidente tan desconcertante, ni nadie parecía tenerla en aquel momento. El apagón evidenciaba, en todo caso, la vulnerabilidad de nuestro sistema tecnológico y de nuestra forma de vida individual y colectiva. Éramos demasiado dependientes de la electricidad: no deberíamos haber cambiado la cocina de butano por una placa vitrocerámica, no deberíamos haber abandonado la costumbre de tener dinero en metálico en la cartera, no deberíamos habernos desprendido del transistor a pilas en la última limpieza de trastos. Teníamos que conservar las alternativas del mundo analógico.

En cuanto a las hipótesis sobre el origen del Gran Apagón, quedaba claro que mucha gente se dejaba llevar por sus prejuicios ideológicos. Esa rusofobia cultivada en todo Occidente desde que los rusos derrocaron a aquellos zares tan limpitos y guapos que fueron Nicolás y Alejandra. Esa morofobia alimentada en España desde la propaganda de guerra de la Reconquista. Esa islamofobia fomentada por el establishment francés en los últimos lustros.

Mediada la tarde, nadie disponía en Salobreña de informaciones que confirmaran que los tanques rusos atravesaban Finlandia y Polonia. Así que la paranoia cambió de tema. Había llegado el momento de los ultras. De sus comentarios sobre que la luz se había restablecido en Cataluña y eso era por la sumisión de Pedro Sánchez a Puigdemont. De sus previsiones apocalípticas sobre lo que ocurriría si la corriente no volvía por la noche. Bandas de menas, hordas de inmigrantes árabes y africanos, se adueñarían de las calles, violando a las muchachas y saqueando los comercios.  Tal era el plan de Sánchez, decía un descerebrado. O la consecuencia de su política, matizaba otro que se pretendía más moderado.

Ya lo ven, si viene una pandemia, si se va la luz, si cae un meteorito, si nos invaden los marcianos, para mucha gente el malo siempre será el meridional, el oriental o el izquierdista. Los argumentarios ya están escritos. Ahí está ahora Trump, intentando resucitar el temor del hombre blanco al pérfido Fu Manchú.

La culpa de un apagón no la tendrá nunca una red eléctrica, que igual es tan enrevesada y precaria como esas telarañas de cables que afean nuestras ciudades y pueblos. Jamás la tendrá la codicia de unas empresas que ahorran en seguridad lo que ganan en beneficios. Siempre la tendrán Putin, los moros o los chinos, relacionados de uno u otro modo con Sánchez, por supuestísimo.

Y si el desmayo de la red eléctrica nos deja a todos tan desvalidos, no será nuestra culpa por habernos entregado en cuerpo y alma a lo más fácil. Por no haber sido previsores, por habernos creído que podemos seguir consumiendo, viajando y comunicándonos como si los recursos de la Tierra fueran ilimitados y nuestras tecnologías infalibles. No aprendimos nada, pero nada, de la pandemia del covid.