Los miembros del Raluy mantienen vivo el oficio a pesar de las dificultades y de la progresiva desaparición de las carpas. «Aunque España tiene tradición circense, seguimos estando mal vistos en muchos pueblos», asegura Sandro Roque, cómico y maestro de ceremonias
Llega el fin efectivo a los circos con animales salvajes: “Se ha ido aceptando el cambio»
Sandro Roque aún da las gracias por haber nacido en Navidad. Aquella era la única época en que su padre echaba el ancla e instalaba el circo en Oporto para toda la temporada. “Si no, habría nacido literalmente debajo de la carpa”, afirma. Desde entonces, no recuerda haber pasado dos meses en el mismo sitio. Con la primera sonrisa que esbozó le llegó directa la herencia cómica de su bisabuelo, payaso circense. “Conmigo empezó la cuarta generación de artistas en la familia. Mi infancia transcurrió de pueblo en pueblo entre caravanas y trapecios”, recuerda.
Su última casa rodante es la del circo Raluy. Hace días que su inmensa carpa blanca se ha instalado en Palma y ocupa uno de los pocos solares vacíos del Nou Llevant. La guinda en el skyline de un barrio en el que conviven las promociones de vivienda social de los 70 con los bloques surgidos del boom de la construcción de lujo. Frente a los carromatos circenses también están aparcados algunos de los caravanistas a los que ha sido la crisis inmobiliaria la que les ha empujado a una vida nómada. Igual de inestable que la de los titiriteros, pero con pocos o ningún viaje.
La historia del Raluy viene de largo. La inició un tatarabuelo. El de Kimberley. A principios del siglo XX, Francisco Raluy, natural de Fonz, Huesca, empezó a recorrer aldeas con un oso, una cabra y los malabares que había aprendido a hacer. Los meses de invierno, él y su mujer los pasaban “allí donde el frío” les “sorprendía”. Cuando nació su hijo Luis -al que en Barcelona apodaron El Tigre de Sant Adrià- se convirtió en creador de un número único: construyó su propio cañón de aire comprimido y fue uno de los primeros hombres bala de Europa. Una actuación que sumó a las acrobacias y con la que actuó en las mejores pistas del continente en pleno periodo de entreguerras.
Con la tercera generación se multiplicaron los hijos –cuatro- y las bocas que alimentar. “Los cuatro hermanos hacían un show que no daba para mantener a toda la familia y, además, a medida que ésta crecía, buscaban también mayor estabilidad. Fue entonces cuando pasaron de ser artistas para otros circos a montar el suyo propio”, explica William Garibaldi, actual codirector. Era 1972. El mismo año en que nació la que hoy es su mujer, partenaire en la dirección y heredera de la saga: Rosa Raluy.
Sandro Roque asomado al balcón de una de las caravanas del circo Raluy.
Detalle con la fecha de matriculación de uno de los carruajes.
Una vida sobre ruedas
Sumaron la música en directo, la danza. Se multiplicaron las acrobacias, las piruetas sin red, los equilibrios. Se complicaron los malabares: con los pies, con las manos, con la cabeza. Llegaron la carpa blanca y los constantes viajes. Y la familia Raluy creció de la mano de artistas llegados de media Europa. La mayoría, miembros de otras sagas que acumulan décadas y generaciones dedicadas al espectáculo, para quienes la vida nómada ha sido la única conocida.
“Estamos todo el año de gira, viajamos mucho y tenemos amigos por todo el mundo. Es lo que siempre hemos hecho. No tenemos rutina, pero también renunciamos a tener la misma gente y cambiamos de amistades continuamente”, dice Kimberley Garibaldi. En un año pueden superar las 300 actuaciones. Y en su casa, la de Torroella de Montgrí, reconoce pasar poco más de un mes al año. Su hogar real es la caravana en la que su perro, Milo, la espera después de cada función. Ese momento en que el público desaparece y es él quien recorre la pista entre los miembros de la compañía.
Estamos todo el año de gira, viajamos mucho y tenemos amigos por todo el mundo. Es lo que siempre hemos hecho. No tenemos rutina, pero también renunciamos a tener la misma gente y cambiamos de amistades continuamente
“Ahora es más sencillo vivir así. En realidad son como miniapartamentos con ruedas que tienen todo lo necesario”, asegura. La suya, además, es una de las piezas únicas que atesora el Raluy: una antigua caravana circense inglesa de los años 30. Con su restauración transformó la vieja chimenea de leña que tenía en una moderna cocina. “Mi abuelo era un gran coleccionista de antigüedades. Se pasaba el día buscando carruajes por internet y luego viajaba para irlos a comprar”, relata. Por eso, cuando desembarcan en una ciudad, lo hace también su “museo ambulante”. Desde una antigua furgoneta de Correos hasta la cafetería rodante de 1925 en la que recrean el London Bar de Barcelona -que fue sede y refugio de artistas españoles- y que trajeron circulando desde Alemania en 2016. Joyas históricas cuyo valor va de los 60.000 a los 200.000 euros. Cuando el Ministerio de Cultura les concedió el Premio Nacional de Circo en 1996 no sólo elogió y reconoció la calidad artística de sus espectáculos, sino también su esfuerzo por la conservación del patrimonio circense.
La histórica caravana que ocupa el London Bar llegó desde Alemania en 2016.
William Garibaldi, actual codirector del circo Raluy, en su histórica cafetería rodante.
Para quienes como Kimberley nacieron cerca de una carpa, la adaptación a esta vida errante fue más sencilla. De hecho, ni siquiera la hubo. Para William, su padre, la cosa fue distinta. Pese a que forma parte de la tercera generación en una saga de artistas, en su momento, reconoce, tuvo dudas. “Mi madre era totalmente ajena a este mundo hasta que conoció a mi padre, así que toda esa rama de la familia no era nómada y tenía una vida estable y familiar que me gustaba”, recuerda. Durante un tiempo estuvo decidido a seguir los estudios y ser otra cosa. Cualquier otra cosa. Pero en el año sabático que se tomó para elegir cuál sería su camino, comenzó a practicar la acrobacia y su destino quedó marcado hasta hoy.
‘Mi madre era totalmente ajena a este mundo hasta que conoció a mi padre, así que toda esa rama de la familia no era nómada y tenía una vida estable y familiar que me gustaba’, recuerda Kimberley
Kimberley Garibaldi y su perro Milo en la caravana en la que viven.
El caso de Alina es aún más excepcional: no sólo es la primera de su familia en entrar en el espectáculo, sino que, como su compañera Anastasia, ha encontrado en el circo un refugio a la situación y a la guerra que se vive en su Ucrania natal. En el camerino, entre pelucas de rizos y sombreros con pompón, recuerdan cómo vivieron el cambio. “Mi familia me dijo que si conseguía un trabajo era bueno que me fuera. Ahora hace tres años que no les veo, pero es que tampoco resulta sencillo por todo el papeleo y los controles”, lamenta. “Yo sí que he ido varias veces a ver a los míos, pero es muy duro volver porque está todo destruido”, añade Anastasia.
Las ucranianas Anastasia y Alina posan frente a la carpa del circo Raluy.
Alina en un momento en el camerino preparándose para el siguiente número.
Entre el bullying y la educación a distancia
“Nunca he odiado este mundo, de hecho tengo la suerte de cobrar por lo que me gusta hacer. Pero los niños de circo somos un poco esclavos de esto. A los ocho años empiezas a ensayar con el resto y a los quince es normal que tengas ya tu propio número. Mi hija tiene sólo cuatro años y ya veo que le gusta”, explica Sandro. Kimberley coincide: “En mi familia siempre hemos tenido la opción de no seguir con el circo, pero es difícil que un niño que crezca aquí quiera hacer otra cosa”.
Para la mayoría, esa infancia ambulante fue el momento más duro. Entre otras cosas porque ese ir y venir no sólo les hacía casi imposible hacer amigos, sino porque durante décadas condicionó su educación. “En total te diría que fui a clase unos cuatro años y cambiaba de colegio constantemente en función de la gira. Ha habido algunos a los que he ido un único día. Pero hablo siete idiomas, canto, toco instrumentos”, confiesa Sandro.
Los niños de circo somos un poco esclavos. A los ocho años empiezas a ensayar con el resto y a los quince es normal que tengas ya tu propio número. Fui a clase unos cuatro años y cambiaba de colegio constantemente en función de la gira. Ha habido algunos a los que he ido un único día. Pero hablo siete idiomas, canto, toco instrumentos
Quienes estaban al otro lado, en esa escuela de pueblo o ciudad a la que, de repente, llegaban los niños del circo, tampoco entendían muy bien su vida titiritera. Es más, a menudo los convertían en objeto de burla. “Pese a la tradición que tiene en España, seguimos estando mal vistos en muchos pueblos”, asegura Sandro. “Una vez me tararearon la canción del circo”, recuerda también Kimberley. Se refiere a la pieza ‘Vjezd gladiátorů’, ‘Entrada de los gladiadores’ del checo Julius Fučík. Nadie reconoce el título, pero, si la escucha, reconocerá su música. “A mí me la pusieron un día por los altavoces del colegio. Y luego están los que dicen ‘yo con el del circo no”, añade Walter Marton, de 18 años. Pasaban de ser los “raros” a los “cool” cuando llegaba la adolescencia y les pedían que hicieran equilibrios o malabares. “Pero imagínate si decías que actuabas como payaso: te pedían todo el rato que lo hicieras para ridiculizarte”, suspira Sandro.
A Walter aquella experiencia adolescente le llevó a dejar los estudios y centrarse en la vida circense, que era en la que se había criado. Hijo de padres italianos, había recorrido España bajo la carpa azul del Circo Marton hasta que la enésima crisis la hizo desaparecer hace algo más de una década. No es extraño. Éste es uno de los sectores culturales que más dificultades ha tenido que superar. El propio Ministerio de Cultura reconocía en su Plan General del Circo que los años 70 y 80 marcaron “el inicio del declive”. El desmantelamiento del emblemático Circo Prize fue el primero de una larga lista de cierres.
Giogia Marton, una de las integrantes más jóvenes del circo Raluy, asomada a la ventana de su caravana.
Según un reportaje de Radiotelevisión Española, en la primera década del siglo XXI habían desaparecido ya un 25% de los circos de carpa de todo el país. Para 2021 quedaban apenas 40. Muy lejos, apunta Sandro, de los casi 300 con los que cuentan países como Italia o Alemania. “Todos juegan en distintas divisiones, porque hay muchos regionales que no salen de su zona, pero es cierto que hoy hay muchísimos más artistas que circos. De hecho, algunas de las que se consideraban clásicas actuaciones circenses ahora se programan también en otros espacios”, señala William Garibaldi.
Con cada una de esas crisis el circo se vio obligado a reinventarse. “Antes era un círculo muy familiar y tradicional, pero la incorporación de otros artistas ha aportado aire fresco y la influencia de Cirque du Soleil también se ha notado”, asegura William. Uno de los cambios más importantes llegó en 2024 con la Ley de Protección Animal que prohibió la presencia de animales salvajes en los espectáculos. El Raluy los eliminó hace 15 años. Ahora bajo las carpas pueden verse desde artistas actuando dentro de inmensas burbujas hasta transformers pasando por lanzadores de cuchillos o tragafuegos.
Uno de los acróbatas del circo Raluy ensayando después del espectáculo.
Vendrell fuma un cigarro antes de la función.
Además de la creación en 1990 de las ayudas al sector circense y del Premio Nacional del Circo, otro de los sistemas que ha ayudado al sector ha sido la aparición del CIDEAD (Centro para la Innovación y Desarrollo de la Educación a Distancia). Una fórmula pensada para aquellos que, por diferentes razones, no pueden seguir una educación presencial -los deportistas de alto rendimiento también se encuentran entre sus alumnos- y que, más allá de las aulas itinerantes de algunos circos, ha permitido que los hijos de los artistas puedan formarse sin pasar por esos trasiegos de cambiar de centro cada semana.
A sus quince años, Gioia, hermana pequeña de Walter, es una de sus alumnas. Tras la clausura del Circo Marton, su familia pasó a trabajar para otras compañías, actuando en teatros y en dinner shows hasta que hace dos años se integraron en el Raluy. “Cambiaba de cole cada dos semanas, en uno llegué a estar sólo cuatro días. Con todo el lío de matrículas nuevas que eso supone. Pero también con el problema de que el nivel muchas veces no coincidía y, sobre todo, con lo complicado que era hacer amigos porque con cada cambio dejabas a la mayoría atrás”, cuenta.
Estudiar online le ha permitido no sólo mantener la estabilidad en su educación, sino también conocer a otros menores en su misma situación. “Somos los jóvenes y los niños de los circos los que más nos conocemos y mantenemos el contacto gracias a las redes sociales. Incluso ensayamos por videollamada y, cuando coincidimos en la misma zona, también nos visitamos”, cuenta Gioia. Ella forma parte de una nueva generación que quiere seguir estudiando -en su caso Psicología- “para poder tener otra vida”. “Por si me canso. Quizá para cuando sea mayor”, va hilando. “Por mucho que quieras evitarlo, has nacido en un circo y lo más normal es seguir aquí”, reconoce.