El presidente republicano ha reactivado las detenciones familiares restringidas por su antecesor
Trump da la orden de realizar redadas contra migrantes en escuelas e iglesias
Cuando Jade llegó por primera vez con su familia a un centro de detención del condado de Karnes, en el estado de Texas, no supo muy bien qué pensar. “Supongo que estaba confundida y asustada”, explica la niña de 13 años. Sus padres hacían todo lo posible por transmitirle que todo iría bien, pero ella sabía que corrían peligro de ser deportados.
La de Jade es una de las primeras familias que fueron enviadas a Karnes, uno de los dos centros de detención que el Gobierno de Trump ha habilitado para alojar a familias migrantes. Al principio, ella era la única niña, por lo que pudo ver, de ese gran equipamiento de color beige. Los funcionarios de inmigración confiscaron las pertenencias de la familia, incluidos el teléfono y la Nintendo Switch de Jade.
En el centro de detención había algunos libros y juegos, y un parque infantil, pero poco más para distraerla de sus preocupaciones. “No sabía qué iba a ser de nosotros”, recuerda la niña.
En marzo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reactivó una práctica conocida como “detención familiar”, mediante la cual encierra en un mismo centro de detención a padres e hijos. Durante su primer mandato había apostado por otra medida polémica, la separación de los miembros de una misma familia, criticada también por organizaciones de derechos humanos y asociaciones de pediatría.
La organización sin fines de lucro Raíces, con sede en Texas, que proporciona asistencia legal a las familias migrantes, señala que tiene conocimiento de al menos 100 familias retenidas en Karnes desde marzo. En el centro de detención, hay familias que recientemente han cruzado la frontera, pero también familias que ya se encontraban en el país y que han sido detenidas en redadas a lo largo y ancho de EEUU. Entre los detenidos más pequeños, se encontraba una niña de un año.
Jade y sus padres, Jason y Gabriela, han sido de los primeros en hablar sobre las condiciones en Karnes desde su puesta en libertad. Ahora, de vuelta a casa en Misisipi, Jade dice que todavía está tratando de dar sentido a lo sucedido. “No sé cómo explicarlo, fue una situación muy extraña”, afirma: “Todavía me siento confundida y asustada”.
El Gobierno del presidente demócrata Joe Biden suspendió la detención familiar en 2021, después de que se publicaran informes de acoso sexual y violencia, negligencia médica y alimentación inadecuada en los centros. Trump no solo ha restablecido la práctica, sino que su asesor de asuntos fronterizos, Tom Homan, ha dicho que la administración quiere acabar con el Acuerdo Flores, un pilar clave en la política migratoria del país desde 1997, que limita la cantidad de tiempo que los niños pueden permanecer detenidos.
En referencia a esta medida, la secretaria adjunta del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), Tricia McLaughlin, ha señalado que “los adultos con niños son alojados en instalaciones que atienden adecuadamente su seguridad, protección y necesidades médicas”.
Sin embargo, algunas organizaciones de derechos humanos y asociaciones de pediatras han afirmado que estos centros, operados por empresas penitenciarias privadas, pueden causar un grave impacto emocional en los niños. En una carta a la administración Trump, destacadas asociaciones, entre ellas, la Academia Estadounidense de Pediatría, subrayaron que “la detención en sí misma representa una amenaza para la salud infantil” y que “incluso períodos cortos de detención pueden causar traumas psicológicos y riesgos para la salud mental a largo plazo”.
“Los niños perciben el tiempo de forma diferente a los adultos, e incluso breves periodos de detención pueden tener consecuencias devastadoras a largo plazo en el desarrollo de un niño”, explica Elora Mukherjee, directora de la Clínica de Derechos de los Migrantes de la Facultad de Derecho de Columbia. “Es cruel”, concluye.
“Quería llorar todo el tiempo”
Jade y su familia huyeron de una oleada de violencia en Colombia en 2022, y en Misisipi lograron empezar una vida mejor. Su suerte se torció este año cuando Trump endureció las políticas migratorias y empezaron las redadas. Jade tenía miedo de ir a la escuela, preocupada de que los agentes de migración pudieran ir a buscarla en el colegio, o llevarse a sus padres mientras ella estaba estudiando. Jason y Gabriela empezaron a tener dificultades para encontrar trabajo: los empleadores se habían vuelto reticentes a contratar a personas sin papeles.
“Fue una situación muy, muy difícil”; era imposible seguir viviendo en Misisipi“, dice Jason a The Guardian. Así que decidieron marcharse. Jade empaquetó sus posesiones más preciadas, incluida su Nintendo y toda su ropa favorita. ”Estaba emocionada“, recuerda: ”Nos íbamos a Canadá, iba a hacer nuevos amigos“.
Nunca llegaron a Canadá. Se encontraron con agentes fronterizos canadienses e intentaron explicarles que buscaban asilo. Pero esos agentes les dijeron que no cumplían los requisitos y los entregaron a los agentes fronterizos estadounidenses. “Fue entonces cuando todo se descontroló”, recuerda Jason.
Los agentes los esposaron a él y a Gabriela, y los condujeron a Plattsburgh (Nueva York) y luego a Búfalo. “Tenía ganas de llorar todo el tiempo”, señala Gabriela. “Nuestra hija nunca nos había visto así, esposados como prisioneros”, añade Jason.
En Búfalo les quitaron las esposas y les enviaron en un vuelo comercial a Texas. “Todo el tiempo intentamos tranquilizar a nuestra hija: ‘Amor, no pasa nada, no pasa nada’”, cuenta Gabriela: “Pero no teníamos con qué distraerla, porque ni siquiera tenía su Nintendo, su móvil, no tenía su tableta, no podía escuchar música”.
El centro de detención
Cuando entraron en el centro de detención, una extensa instalación de hormigón enclavada en el polvoriento paisaje del condado de Karnes, Texas, estaban exhaustos. “Estábamos en estado de shock”, explica Gabriela a The Guardian: “Shock máximo, porque no sabíamos lo que nos iba a pasar”.
Jade es demasiado pequeña para recordar la violencia que su familia había dejado atrás en Colombia, pero las mentes de Jason y Gabriela recordaban constantemente las amenazas y extorsiones a las que se habían enfrentado. “Nos sentíamos angustiados todos los días”, recuerda Gabriela.
Durante los primeros días de detención, no sabían a quién pedir ayuda. “¿Cómo nos íbamos a defender nosotros mismos? No teníamos recursos”, cuenta Jason: “Vivir así día tras día era una tortura”. Los funcionarios les habían confiscado todas sus pertenencias, y les entregaron ropa y toallas de segunda mano. Pudieron comprar minutos para llamar por teléfono, pero era caro.
Gabriela y Jason luchaban por encontrar las palabras para ayudar a su hija. “Imagínate ver a tu hija triste porque no puede ir al colegio. Y ni siquiera puedes decirle: ‘Vamos a la esquina. Vamos a por un helado. O unas patatas fritas’”, dice Gabriela. “¿Cómo le explicas todo esto a una niña? Tu mamá no puede hacer nada por ti, tu papá no puede hacer nada”. “Está entrando en la adolescencia y todo lo que le pase ahora la marcará. Todo lo que ha pasado puede haberla roto de alguna forma, puede haberla traumatizado”, añade: “Esto me angustia como madre”.
Jade explica que al cabo de unos días llegaron al centro otras familias, entre ellas, unos hermanos de tres, seis y ocho años. Los más pequeños no entendían lo que estaba pasando, así que no estaban tan asustados como ella, pero estaban igual de cansados.
A la adolescente le gustaba cuando ponían la radio en el centro de detención, sobre todo cuando sonaba The Weeknd. “Es mi cantante favorito”, dice. “Me sentaba en la hierba y escuchaba la música, y miraba al cielo”.
El alivio llegó finalmente cuando pudieron ponerse en contacto con los abogados de Raíces, que han estado trabajando con varias familias retenidas en el centro de detención. El 25 de marzo, Jade, Jason y Gabriela quedaron finalmente en libertad, tras unas tres semanas detenidos. Ahora sus abogados están explorando las vías legales para que puedan permanecer en Estados Unidos.
Desde entonces, todas las familias que estaban en Karnes han sido trasladadas a un centro de detención más grande en Dilley, Texas, que está más alejado.
La posible deportación
“Todas estas personas tienen una orden de deportación definitiva dictada por un juez federal”, puntualizó McLaughlin del DHS: “Esta administración no va a ignorar el imperio de la ley”. La asociación Raíces señala que la afirmación de las autoridades del DHS es “objetivamente falsa”.
Faisal Al–Juburi, vicepresidente de captación de fondos de Raíces, matiza que un juez de inmigración no es un juez federal. Y como resultado de la prohibición de asilo de Donald Trump en la frontera sur, “muchas familias ni siquiera han comparecido ante los jueces de migración”.
Por otra parte, la administración Trump ha puesto fin a varias iniciativas que proporcionaban servicios legales y formación a las familias migrantes. Según Raíces, las familias detenidas cada vez tienen más dificultades para contactar con organizaciones que les puedan asesorar y apoyar.
La organización de defensa de los derechos de los migrantes también cuestiona la afirmación del DHS de que Dilley ha sido acondicionado adecuadamente para albergar a niños–
El centro, gestionado por la empresa privada de prisiones CoreCivic, no es un centro de atención infantil autorizado y, por tanto, constituye una violación de las protecciones garantizadas a los niños en virtud del Acuerdo Flores. El decreto obliga al Gobierno a albergar a los niños en el entorno más seguro y menos restrictivo posible y a liberarlos lo más rápido posible.
Cómo empezaron las detenciones familiares
Trump no ha sido el primer presidente que impulsa la detención de familias enteras. Durante décadas, presidentes demócratas y republicanos ha recluido a familias migrantes en centros especializados. La práctica ha suscitado críticas generalizadas de pediatras y expertos en salud mental, así como demandas de organizaciones de derechos humanos.
El sistema de detención de familias se consolidó en 2001, especialmente después de los atentados del 11–S. El Gobierno de George Bush quería aumentar la detención de migrantes, y promovió la detención familiar como alternativa a la separación familiar y el envío de los niños a centros de acogida mientras sus padres estaban detenidos.
Una familia mexicana se abraza en la frontera mientras dos agentes fronterizos observan / Earnie Grafton
Las denuncias contra estos centros, por vulneraciones de derechos humanos, no se hicieron esperar. Las familias con niños estaban recluidas en condiciones similares a las de una prisión, sin apenas privacidad o acceso al aire libre. La alimentación y la atención médica eran inadecuadas, y varios informes describían abusos sexuales por parte de los guardias.
Pero la detención de familias no se detuvo. Incluso cuando los defensores de los derechos humanos demandaron al gobierno e hicieron campaña para cerrar algunas instalaciones familiares, el Gobierno construyó otras.
En 2014, cuando la llegada de familias y de menores no acompañados se intensificó en la frontera sur de Estados Unidos, el Gobierno de Barack Obama contrató a empresas penitenciarias privadas para gestionar las instalaciones de Karnes y Dilley. El programa de detención familiar de Estados Unidos creció a una escala que no tenía precedentes desde el internamiento de los estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial.
Esta práctica siguió siendo cuestionada por organizaciones de defensa de los migrantes. En 2015, un juez ordenó la liberación de los niños con sus madres, pero durante su primer mandato Trump presionó, sin éxito, para detener indefinidamente a las familias.
En 2018, una niña pequeña de 21 meses enfermó mientras estaba retenida en el centro de detención de Dilley y murió a causa de sus síntomas poco después de ser liberada.
Aunque el Gobierno de Biden dejó de detener a familias en 2021 (optando en su lugar por realizar un seguimiento de las familias migrantes a través de la supervisión electrónica y las citas periódicas de control), mantuvo gran parte de la infraestructura que permitía reactivar la práctica en cualquier momento.
Y poco después de ser investido presidente, Donald Trump la reactivó. El Gobierno de Biden utilizaba el centro de detención de Karnes para retener a adultos. Con Trump, volvió a ponerse en marcha para retener a familias. Dilley, que había cerrado en 2024, reabrió el mes pasado.
Cómo es la “prisión” de Karnes
Javier Hidalgo, director legal de Raíces, afirma que Karnes se parece más a una prisión de adultos tradicional, que ha sido acondicionada para albergar zonas de juego. Las paredes de bloques de hormigón están pintadas con murales de animales del zoo. Las familias pueden estar juntas durante el día, pero por la noche, madres e hijos duermen juntos, mientras que los padres lo hacen en dormitorios separados.
El experto explica que el South Texas Family Residential Center de Dilley es más parecido a un “campo de internamiento”. Antes de ser un centro de detención, fue un campo de trabajo para migrantes. Pero al final, ambos centros son, “esencialmente, una prisión”.
Con anterioridad, los centros se utilizaban para retener a las familias recién llegadas a la frontera sur. Los funcionarios mantenían a las familias detenidas mientras evaluaban si reunían las condiciones para solicitar asilo, y las liberaban en los Estados Unidos si cumplían con los requisitos.
Trump ha suspendido las solicitudes de asilo en la frontera, y los cruces no autorizados han caído drásticamente. Muchas de las familias han sido identificadas y detenidas por funcionarios del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas en redadas en ciudades y pueblos de todo Estados Unidos. Algunas fueron detenidas en controles de tráfico, y otras fueron arrestadas a pesar de cumplir las órdenes de presentarse periódicamente ante las autoridades migratorias.
Hidalgo subraya que “algunas de las familias detenidas llevan mucho tiempo en Estados Unidos”. Señala que no está claro cuánto tiempo pueden estar detenidas estas familias en los centros, incluidas aquellas con procedimientos legales pendientes que podrían tardar meses en resolverse. “Mantener estas detenciones familiares parece tener el propósito de castigarlas y disuadirlas”, concluye el experto.
Raíces señala que al menos otra familia retenida en Karnes –solicitantes de asilo procedentes de Venezuela, entre ellos un niño de seis años y otro de ocho– también había sido detenida en la frontera canadiense cuando intentaba salir. Entre los demás había ciudadanos de varios países, como Brasil, Rumania, Irán, Angola, Rusia, Armenia y Turquía.
“Llevo años trabajando en cuestiones de detención familiar”, explica Mukherjee, que ha litigado en nombre de niños y familias que han sufrido negligencia médica y abusos en diversos centros.: “Y no puedo creer que estemos haciendo lo mismo otra vez, casi 20 años después. La reapertura de los centros de detención familiar ejemplifica la crueldad que anima las políticas migratorias del gobierno de Trump”.
De vuelta en Misisipi
Ahora que ha vuelto a Misisipi, Jade dice que se siente más tranquila. “Pero no le he dicho a la mayoría de mis amigos que estoy de vuelta, y ya no puedo soportarlo más”, explica: “Solo se lo conté a un amigo, un buen amigo, y me prometió que no le diría a nadie”.
No sabe cómo explicarles lo que le pasó a su familia ni lo incierta que sigue siendo su vida. No sabe cuánto tiempo más podrán quedarse en Misisipi.
Los abogados podrían necesitar meses, o años, en resolver su caso. Mientras tanto, siguen con miedo de volver a ser detenidos en la ofensiva migratoria del gobierno.
Así que han intentado tener el perfil más bajo posible y ha optado por quedarse en casa la mayor parte del tiempo. La casa está un poco vacía, porque antes de irse a Canadá, la familia había vendido o habían hecho cajas con la mayoría de sus cosas. Pero Gabriela cuenta que están contentos de poder usar su propia ropa, recién lavada.
Jason luce una camiseta con la bandera de Estados Unidos. Cuando Jade le señala a su padre que en la camiseta se pueden leer las palabras “Land of the free” (“Tierra de los libres”, tradujo ella) impresas en un costado, toda la familia se ríe.
En realidad, Jason la había comprado para usarla el 4 de julio. “De hecho, tenemos muchas camisetas como esta, somos bastante patrióticos”, señala Gabriela. Tienen gorras con banderas y conjuntos en rojo, blanco y azul para toda la familia. “Nos enamoramos de este país. Amamos su seguridad, la gente. Vivimos en un lugar hermoso. Estamos enamorados de este lugar.”
Nunca quisieron irse. “Es difícil, pero les he dicho a mi esposa y a mi hija que tenemos que vivir el presente, porque nuestra vida puede dar un vuelco mañana,” cuenta Jason. “Aquí hemos conocido la libertad. Aquí prolongar la vida que hemos elegido un poco más”.
*Nota: The Guardian no utiliza los nombres completos de Jason, Gabriela y Jade en este artículo para proteger su privacidad y su seguridad.
Traducción de Emma Reverter