‘Gastrocringe’ o por qué no podemos dejar de mirar vídeos de comida grotesca

Ya no se trata solo de comer, sino de mostrar, de performar el gusto, de convertir cada bocado en contenido con platos imposibles: «En estos clips hay muchas cosas que no están bien ya no solo a nivel técnico, sino a nivel moral», opina el chef Julián Otero, que ha acuñado el término

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Hace ya algunos años que el cringe colonizó diferentes campos de la vida. Este término inglés que hace referencia a las situaciones o comportamientos patéticos que dan vergüenza ajena se ha instalado en el lenguaje de la generación Z y, sobre todo, en las redes sociales. La gastronomía, campo siempre permeable a los asuntos sociales, también ha sido alcanzada por un tsunami cringe. Al menos eso opina Julián Otero, cocinero y parte del equipo de i+D del restaurante Mugaritz (Errentería, Gipuzkoa), quien ha acuñado el término gastrocringe como una respuesta crítica a los innumerables vídeos de hamburguesas gigantes recubiertas de oreo, juegos de palabras sexuales con la comida o influencers que quieren hacer las veces de críticos gastronómicos, pero —además de ocultar que detrás de sus reseñas hay un beneficio económico– solo alcanzan a utilizar adjetivos como brutal o increíble para describir cada bocado que dan.

La última edición de Diálogos de cocina, el congreso gastronómico en el que expertos de diferentes disciplinas se reúnen para debatir y tratar de entender la comida como fenómeno cultural, social y político, tuvo lugar el pasado marzo en el auditorio del Basque Culinary Center. Fue ahí donde Julián Otero fue desgranando el concepto del gastrocringe. Según afirma, todo nació como un contraataque. “Fue una especie de intención de justicia ante lo que veía y estaba mal. En estos clips hay muchas cosas que no están bien ya no solo a nivel técnico, sino a nivel moral”. Para el cocinero, este término se define como un movimiento intelectual y artístico que busca reflexionar sobre la decadencia postcapitalista en torno a la comida y los memes. 

Haciendo gala de su pasado como bibliotecario, Otero ha decidido recopilar en su cuenta de Instagram vídeos en los que se encarnan las diferentes caras del gastrocringe a modo de archivo crítico. “Empecé a guardarlos y comentarlos desde el humor, pero con un componente de activismo político y social. (…) Muchas veces nos comportamos como consumidores pasivos ante este tipo de publicaciones y es necesario señalar a los creadores de estas piezas que no estás de acuerdo con lo que hacen o seguirán pensando que eso está muy bien. Se trata, desde la elegancia, de no dejar impune la ignorancia”. Para el chef, la estrategia a seguir es la de apropiarse del cringe para utilizarlo como herramienta contracultural, ejerciendo una defensa activa desde el humor.

Algo parecido a lo que la actriz Celeste Barber lleva a cabo en su cuenta de Instagram, en la que desmonta las realidades perfectamente impostadas de los famosos e influencers. Una forma de reírse —pero también de señalar— el vacío simbólico en el que ha caído parte del discurso gastronómico en la era del algoritmo. Una especie de antropología visual del exceso donde lo culinario se convierte en meme, y el meme en una manera de narrar el agotamiento estético de nuestra época. Una forma de gritar “esto no está bien” con una pieza de sushi gigante rebosando queso a cámara lenta de fondo.

Muchas veces nos comportamos como consumidores pasivos ante este tipo de publicaciones y es necesario señalar a los creadores de estas piezas que no estás de acuerdo con lo que hacen o seguirán pensando que eso está muy bien

Julián Otero
chef (Mugartiz)

“El modívoro consume tendencias”

El término modívoro, acuñado por Julián Otero, nace como una evolución crítica de la conocida paradoja del omnívoro descrita por el antropólogo Claude Fischler. Esta plantea que, al poder comer casi cualquier cosa, los humanos vivimos en tensión constante entre dos impulsos contradictorios: la neofilia (el deseo de probar lo nuevo) y la neofobia (el miedo a lo desconocido). Pero en una sociedad donde la mayoría de los alimentos que adquirimos vienen limpios, envasados y testados, ese miedo ha desaparecido. Lo que queda entonces es una neofilia desatada, una obsesión por lo nuevo, lo extremo, lo viral. “El modívoro consume tendencias”, resume Otero. Es decir, no come por hambre ni por placer, sino por algoritmo. Ya no se trata solo de comer: se trata de mostrar, de ‘performar’ el gusto, de convertir cada bocado en contenido. En ese contexto, proliferan los platos imposibles, las hamburguesas bañadas en oro, los quesos fundidos hasta el absurdo o las recetas que parecen parodias, pero no lo son. Todo vale si es viral.

¿Por qué vemos estos vídeos?

Detrás de la atracción que ejerce lo cringe relacionado con la comida —aunque sepamos que nos dan vergüenza ajena— operan mecanismos psicológicos muy concretos. Aquí entra en juego el neuromarketing, una serie de estrategias basadas en cómo funciona nuestro cerebro y que están diseñadas para captar nuestra atención, activar nuestros sesgos y mantenernos enganchados hasta el final. Porque lo cringe, además de molestar o incomodar, engancha. Y no lo hace por casualidad. Cuando vemos este tipo de material operan dos tipos de dinámicas psicológicas en nuestras cabezas. Por un lado, la vergüenza ajena y el alivio que sentimos cuando sabemos que no somos nosotros los que están al otro lado de la pantalla.  Es el mismo principio que explica por qué medio país ve La isla de las tentaciones, aunque pocos lo reconozcan en voz alta. Sentimos una especie de validación personal, porque compararnos hacia abajo —aunque sea de manera inconsciente— refuerza nuestra autoestima. Esto se combina con una dosis de sesgo de confirmación. Al cerebro humano le encanta llevar la razón y ese tipo de contenido nos da justo lo que esperamos. 

Los creadores de estos vídeos lo saben, por eso no improvisan. Hablan con cadencia infantil, grandes dosis de wows y marcan ciertas sílabas como si nos hablaran desde un baby talk digital, abren con preguntas que fuerzan la curiosidad (“¿A que no sabes lo que pasa si juntas esto con esto otro?”) y cierran con una recompensa sensorial: explosiones de chocolate y carne desbordante. Es el clickbait visual llevado al terreno de lo culinario. No se trata de cocinar, sino de mantenerte mirando, de entretener con cocina y crear un ecosistema donde lo grotesco gana visibilidad y lo banal se presenta como revelación. 

En una sociedad donde la mayoría de los alimentos que adquirimos vienen limpios, envasados y testados, ese miedo a probar lo desconocido ha desaparecido. Lo que queda entonces es una neofilia desatada, una obsesión por lo nuevo, lo extremo, lo viral

El refuerzo positivo y negativo

Colores vibrantes, texturas irresistibles, brillos sugerentes: todos esos elementos estimulan nuestros sentidos por distintas vías. La psicóloga Teresa Terol señala que uno de los principales detonantes es el sistema de recompensa cerebral, que libera dopamina ante estímulos placenteros. “De hecho, los mayores picos no ocurren mientras comemos, sino justo antes de que el plato llegue a la mesa”, explica. Esa misma anticipación se activa también al ver imágenes de comida, incluso sin probar bocado, activando el sistema de refuerzo positivo.

Quienes siguen dietas restrictivas de forma prolongada también recurren con frecuencia a este tipo de contenido. “Es una forma de experimentar el placer de comer algo prohibido sin hacerlo realmente. De alguna manera, alivia momentáneamente el malestar de la privación, aunque luego puede generar ansiedad por no satisfacer ese deseo, convirtiéndose en un refuerzo negativo”, añade Terol.

De alguna manera, alivia momentáneamente el malestar de la privación, aunque luego puede generar ansiedad por no satisfacer ese deseo, convirtiéndose en un refuerzo negativo

Teresa Terol
psicóloga

Pero no todo es visual, el lenguaje tiene un papel fundamental porque activa emociones y, por tanto, cuando las voces en off de estos microvídeos utilizan un tono infantil con un habla eufórica llena de exageraciones, ilusión y de juego, estas emociones se contagian al espectador que quiere seguir mirando. Por último, para Terol el factor sorpresa es clave: “El cerebro ama lo raro y sorprendente”. En un entorno saturado de estímulos, aquello que se sale de lo común capta rápidamente nuestra atención y provoca una reacción emocional intensa. De ahí el éxito de combinaciones absurdas —como chorizo con Nocilla o hamburguesas de galleta Lotus— o de raciones gigantes, que despiertan asombro y curiosidad en redes sociales.

Si repasamos la historia, es la primera vez que ocurre un fenómeno como este. Según el antropólogo de la alimentación Xavier Medina Luque, este tipo de fenómenos solo ocurren en grupos privilegiados. Ahora tenemos más tiempo libre que nunca y buscamos rellenarlo con cosas que nos causen diversión, y la alimentación se presta mucho a ello porque es algo muy cultural y muy vinculado a la identidad que siempre ha despertado interés. “Cuando tú rebozas una barrita de Mars en 300 cosas y le pones bacalao y chocolate, es porque te sobra de todo y puedes hacer cosas como esa. Pero, habitualmente, a nivel histórico, lo que se ha asumido es pasar carencia”, asegura Medina y añade que entre los grupos sociales más altos tampoco se han dado este tipo de exhibiciones que rozan el ridículo porque existen unos códigos de comportamiento rígidos y estables que no lo permiten. “A lo largo de la historia estos grupos han utilizado la comida para dejarse ver, pero no en un sentido negativo, sino para mostrar opulencia y poder”. Algo parecido a lo que ahora hacen personajes que han ganado popularidad en redes como Gorak el Gorila o el polémico Alberto de Luna, que muestran cantidades de caviar y cuentas de restaurantes que traspasan la barrera de lo obsceno. 

A lo largo de la historia, los grupos sociales más altos han utilizado la comida para dejarse ver, pero no en un sentido negativo, sino para mostrar opulencia y poder

Xavier Medina Luque
antropólogo especializado en alimentación

Si los analizamos desde una lente antropológica, en este tipo de imágenes opera siempre el concepto de otredad. Medina asegura que una de las maneras que tenemos de clasificar a los otros es en relación con aquello que comen. En el caso del contenido cringe, son tipos de cosas que nos escandalizan (como una mujer que parece que se corta un pie que es en realidad una tarta) y divierten (como un individuo tocando una flauta hecha con mozzarella), pero que no forman parte de nosotros. Son momentos donde se ponen en cuestión elementos que afectan a la honorabilidad y la identidad, fuertemente arraigados en la sociedad española, y por eso disfrutamos viéndolos. Curiosamente, cuando sentimos vergüenza ajena también sentimos algo parecido a la empatía. No es que nos pongamos en el lugar del otro, sino que nos ponemos en el lugar en el que debería estar esa persona según nuestros códigos sociales. Puede que no terminemos de saber por qué consumimos estos vídeos, pero una cosa está clara: el simple hecho de mirarlos hace partícipe al observador. Aunque no nos guste, seguimos mirando. Y eso basta para que sigan existiendo.