Cómo hemos acabado con más suscripciones en la tarjeta de crédito que libros y discos en la estantería

El modelo de compras de productos digitales ha vaciado nuestras bibliotecas personales, pero también nos empuja a un contexto en el que cada vez poseemos menos bienes, desde libros hasta ordenadores y coches, aunque hayamos pagado por ellos

Y ahora, ¿qué hacemos con sus cosas? El trabajo emocional de vaciar las casas de nuestros padres y abuelos

Imagina que llegas al aeropuerto de tu ciudad después de vivir varios años en el extranjero. En una maleta traes una colección de CDs y en otra los libros de los que no quisiste desprenderte. Al llegar a frontera y pasar la aduana, las autoridades locales te dicen que ya no puedes ni leer esos libros, ni escuchar esas canciones. No tendría sentido. Pero eso es lo que hacen algunas plataformas cuando cambias de país en la configuración de tu cuenta personal. 

La consolidación de los servicios de streaming de películas y música, así como los dispositivos de lectura electrónica, han hecho que las bibliotecas digitales sustituyan los objetos físicos que antes llenaban nuestras estanterías, pero también han cambiado nuestra relación con ellos. Y lo han conseguido gracias al éxito de un modelo basado en suscripciones y que ya alcanza, a pesar de sus perjuicios para el consumidor, desde el consumo de filmes, canciones y pódcasts hasta cursos online, programas informáticos, herramientas digitales, información o videojuegos. 

Más de la mitad de las personas que compran en línea, un 52,3%, estaba suscrita a algún servicio de contenido digital en 2023, según este informe del Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad. Además, el 73% de los españoles tiene una cuenta en una plataforma de streaming —tres puntos por encima de la media europea—, según el estudio Global Consumer Survey 2024: Media and Entertainment. Se trata de 1,5 suscripciones por persona y, de acuerdo con la misma encuesta, el 32% de los españoles está dispuesto a sumar más servicios en los próximos 12 meses. Un análisis elaborado por Telecoming añade que el valor de estas suscripciones ascendió en 2024 a los 3.000 millones de euros en nuestro país, con un gasto medio por suscripción de 158,1 euros anuales.

El éxito del modelo, que nos ha convencido de que la suscripción es mejor que la compra de un producto físico, ha llevado la tendencia más allá del contenido audiovisual. Ya nos podemos abonar a cursos, hacer compras dentro de aplicaciones móviles o contratar servicios que nos proporcionan los ingredientes para cocinar diferentes recetas todas las semanas. También nos podemos suscribir a entregas periódicas de café, cerveza, velas o piedras preciosas; o a programas de ordenador, productos de maquillaje, colecciones de ropa y ventajas exclusivas en determinadas marcas, todas a cambio de un pago mensual y recurrente. 

El mismo modelo de negocio ha llegado también a la orilla de los creadores de contenido, ya sean creativos o autores de newsletters, que ofrecen distintos tipos de entregas según la cantidad que pagues por ellas. Algunos boletines llegan con todo el texto en abierto; otros se cortan a la mitad con el ya familiar mensaje “suscríbete para seguir leyendo”. En el caso de Patreon, los cursos de tu artista favorito quedan también al otro lado del muro de pago. Y por si has acumulado suscripciones por encima de tu presupuesto, también puedes crear una cuenta aquí o aquí para compartir los costes. “Dale a ‘me gusta’ y suscríbete para escuchar mi opinión”, resume uno de los participantes en este foro de Reddit que resume hasta dónde llega nuestro agotamiento con las suscripciones. “Me odio a mí mismo por haber escrito eso”. 

¿Cuánto tiempo hace que no grabas un CD?

Este modelo de negocio, basado en la suscripción a contenidos digitales, desde software hasta creaciones culturales, también ha cambiado nuestra relación con ellos. Podemos compartir listas de reproducción de música en nuestro perfil de Spotify o Apple Music, pero no podemos grabar un CD porque no tenemos acceso a los archivos originales. Por esta misma razón, puede que tampoco tengamos un reproductor de CDs. Comprar un libro físico supone adquirir también la autonomía para prestarlo después, venderlo o donarlo a una biblioteca. Con un libro electrónico no se puede hacer lo mismo. De hecho, puede desaparecer de tu colección privada cualquier día, como hizo Amazon en 2009 cuando cambiaron las condiciones de su acuerdo con la editorial propietaria de los derechos de 1984, de George Orwell. 

Comprar un libro físico supone adquirir también la autonomía para prestarlo después, venderlo o donarlo a una biblioteca. Con un libro electrónico no se puede hacer lo mismo. De hecho, puede desaparecer de tu colección privada cualquier día

“Cuando compras una película, un videojuego, un libro o una canción en formato digital, puedes descargarla y disfrutarla fácilmente allí donde quieras. Sin embargo, esas películas, videojuegos, libros o canciones no son realmente tuyas”, explica Javier Pastor en el libro Suscriptocracia: Cómo las suscripciones lo han conquistado todo. “Las empresas que te las han vendido simplemente te permiten disfrutarlas durante cierto tiempo. Puede ser ilimitado, pero también puede no serlo”, añade el autor.

Resulta que si te suscribes a un servicio de streaming de música o de contenido audiovisual, en realidad estás alquilando la reproducción de ese contenido. Y si hace poco compraste un programa para tu ordenador, es probable que también se trate de un alquiler: a cambio de una cuota mensual, tendrás acceso a sus nuevas versiones. En el caso de algunos ordenadores, los fabricantes pueden decidir que al cabo de cierto tiempo, aunque hayas pagado el 100% del precio del producto, tampoco puedas actualizar su sistema operativo y se vuelva menos útil. Tendrás que comprar una máquina completamente nueva y volver a empezar. 

Igual que hemos aprendido que no somos dueños de ninguno de estos archivos y productos, los propietarios de vehículos Tesla descubrieron hace unos años que la compañía podía aumentar la capacidad de las baterías eléctricas en situaciones de emergencia. Ocurrió durante el paso de un huracán por el estado de Florida para evitar que los coches se quedaran tirados durante la orden de evacuación. Pasada la inclemencia, Tesla redujo el almacenamiento de las baterías. Así supimos que los fabricantes de coches pueden controlar de manera remota los vehículos y activar o desactivar prestaciones. BMW, por ejemplo, tuvo que dar marcha atrás a su plan para cobrar 18 libras al mes a cambio del sistema de calefacción de sus asientos, pero ofrece diferentes opciones que se pueden activar en los vehículos por períodos de tiempo limitado.  

Un nuevo concepto de propiedad intelectual

Este ecosistema es el resultado de un cambio tanto tecnológico como legal. “Los sistemas baratos de almacenamiento, las redes móviles de alta velocidad y dispositivos omnipresentes como smartphones y tabletas han facilitado una nueva manera de distribuir el contenido”, explican Aaron Perzanowski y Jason Schultz en El Fin de la Propiedad Personal en la Economía Digital. “Al mismo tiempo, leyes agresivas propiedad intelectual, disposiciones contractuales muy restrictivas y bloqueos tecnológicos han debilitado el control que cada usuario final sobre los bienes digitales que adquirimos”.

Los dos autores estadounidenses, especialistas en leyes y tecnología, apuntan a una causa más, que suele estar escondida en los “términos y condiciones” que aceptamos al hacer una compra y que establece que adquirimos una licencia de uso, no un producto, por lo que el fabricante puede reclamar que no somos dueños plenamente del mismo. Y, ¿cuál es la aplicación práctica de todo esto? Muchos productos incorporan tecnología que restringe cómo podemos utilizarlos y así, una máquina de café puede reconocer si has introducido las cápsulas de la misma marca o una versión genérica más barata. En este último caso, la máquina se niega a hacer café.

Cada vez que alguien pone un candado en algo que te pertenece y no te da una llave, no lo está haciendo para tu beneficio

Cory Doctorow
Periodista y activista por los derechos digitales

En 2010, cuando estos avances aún no habían llegado a las cafeteras, el periodista canadiense Cory Doctorow ya avisó del peligro de este cambio de reglas para los consumidores. El escritor es también uno de los mayores defensores de los derechos de autor en la era digital y por eso basó en esta idea la ya conocida Ley Doctorow: “Cada vez que alguien pone un candado en algo que te pertenece y no te da una llave, no lo está haciendo para tu beneficio”. 

Pastor, periodista y editor senior del medio especializado Xataka, asegura en Suscriptocracia que el éxito de este fenómeno, que no siempre juega a favor del consumidor, se puede atribuir a otras dos causas que tienen que ver con nosotros. La primera radica en lo que Pastor llama el efecto de denominación: “Preferimos hacer pequeños gastos fraccionados que grandes en un solo plazo, aunque la cantidad final sea la misma”. Es decir, nos parece que tiene más sentido pagar poco dinero, cada mes, a cambio de un programa informático —que puede desaparecer del ordenador si dejamos de pagar—, antes que hacer un desembolso mayor por una compra definitiva (como las de antes).

Como el socio de un gimnasio que nunca va a utilizar todas las máquinas ni sistemas de entrenamiento disponibles, tampoco tenemos horas en el día para abarcar el catálogo entero de una plataforma

La segunda es el efecto de anclaje. Una compañía de streaming nos ofrece una opción barata y otra premium, de manera que la primera es tan limitada que solo tiene sentido contratar la más avanzada. Finalmente, el sesgo de optimismo nos convence de que vamos a aprovechar cualquier suscripción al máximo. “La realidad es que no todo lo que veremos y escucharemos será maravilloso. Y lo peor de todo es que quizás ni siquiera veamos o escuchemos nada”, afirma el autor. Como el socio de un gimnasio que nunca va a utilizar todas las máquinas ni sistemas de entrenamiento disponibles, tampoco tenemos horas en el día para abarcar el catálogo entero de una plataforma.

El Internet de las cosas que no nos pertenecen

“La creciente popularidad de los servicios de streaming ha dejado claro que muchos de nosotros estamos encantados de sacrificar propiedad y permanencia a cambio de acceder a una mayor colección, más portabilidad, conveniencia y precios más bajos”, explican Perzanowski y Schultz en su ensayo. Ellos han decidido llamar a esta Internet en la que compramos cosas pero no logramos ser del todo sus dueños, como el “Internet de las cosas que no nos pertenecen”. 

La editorial HarperCollins, por ejemplo, solo permite a las bibliotecas públicas estadounidenses un máximo de 26 préstamos por libro electrónico. Una vez superado el límite, la copia se autodestruye.

Este sistema de licencias ha añadido un privilegio más a la capacidad de los dueños de estos contenidos para revocar ese permiso si cambias de país, o retirar las canciones de tu biblioteca si un autor firma un contrato con una productora, editorial o discográfica nueva. La editorial HarperCollins, por ejemplo, solo permite a las bibliotecas públicas estadounidenses un máximo de 26 préstamos por libro electrónico. Una vez superado el límite, la copia se autodestruye y ningún lector puede acceder a ella hasta que la biblioteca vuelva a pagar por la licencia. 

Este ejemplo que denuncian los dos expertos en legislación y tecnología no es exclusivo del mundo editorial. Los autores explican que ha sido copiado por fabricantes de coches que pueden bloquear el funcionamiento del vehículo si su dueño no ha pagado una cuota o intenta repararlo fuera de la red de talleres con licencia para hacerlo; por la firma Monsanto en su venta de semillas modificadas genéticamente y que solo valen para una cosecha; o por un fabricante estadounidense de tractores que prohibió a los dueños de sus vehículos que los repararan por su cuenta, porque considera que compraron el tractor, pero no el permiso para cambiar sus piezas y así alargar su vida útil.

“Esta nueva economía tiene el poder para redefinir e incluso eliminar la noción de propiedad personal”, escriben Perzanowski y Schultz. “Si no tenemos cuidado, la propiedad será cosa del pasado. Su pérdida nos pone a todos en riesgo de ser explotados. Impone un coste significativo y desigual en toda la sociedad. Y nos quita de las manos la posibilidad de tomar decisiones sobre cómo vivir nuestras vidas, dejando esa elección en las manos de un puñado de empresas privadas”. 

El diario británico The Guardian pidió el año pasado a sus lectores que compartieran su experiencia a la hora de conservar copias de álbumes de música o películas en su soporte digital. “Creo que al final las empresas se arrepentirán. Los presupuestos de los hogares se resienten porque los servicios de streaming son caros y no hay solo uno, ¿dónde paras?”, reflexionaba uno de los lectores. Otro aseguraba que había vuelto a las copias físicas. “Perdí mi dinero y ya no era dueño de la música, porque resulta que nunca la compré. Eso fue suficiente para amargarme. Además, los DVDs son mucho más baratos al final y, de hecho, son tuyos”.