La solución no es más seguridad ni más controles. La solución es invertir en vivienda, salud, acompañamiento social. Es reconocer que detrás de cada historia hay una vida quebrada, no una amenaza
“Mi casa es un aeropuerto” era el título de una crónica que Daniel Verdú publicaba en El País en 2014. Más de una década después, la situación no ha cambiado. O sí: ha empeorado. Porque lo que antes era una anécdota incómoda se ha convertido en síntoma estructural de una política pública que, lejos de proteger, expulsa. La presencia de personas en situación de sinhogarismo en Barajas no es nueva. Lo que sí se ha agudizado es la falta de respuestas dignas. La desidia, ineficacia y desprecio con el que las instituciones han tratado de manera intermitente las problemáticas que están detrás de las personas sin hogar que duermen en el aeropuerto de la capital es la que lleva a la magnitud actual de la cifra que se ha convertido en noticia.
Barajas, como El Prat en Barcelona, se ha convertido en un refugio para quienes el sistema ha dejado fuera. No es casual que la palabra “casa” se repita entre ellos cuando el aeropuerto viene a ofrecer a estas personas un lugar seguro donde dormir. Pero no están ahí por elección, sino porque han sido expulsadas de un sistema de protección social que impone barreras, trabas y esperas interminables. Normalmente, el perfil de las personas a las que el sistema “desecha” coincide, son hombres y mujeres con vidas quebradas por múltiples violencias: pobreza, migración forzosa, salud mental no tratada, violencia institucional… A muchas de estas personas se les niega un empadronamiento, un permiso de residencia, una atención psicológica básica, una ayuda, el acceso a un recurso… Y si no se cumplen los requisitos no hay ayudas ni apoyos, no hay salida. Las administraciones los deja caer y cuando caen, nadie los recoge.
El problema en Barajas no son las personas que duermen allí. El problema es la falta de vivienda, de recursos, de voluntad política. Las políticas públicas en Madrid —tanto en el Ayuntamiento como en la Comunidad— hace tiempo que abandonaron el enfoque de derechos. Se gobierna desde la lógica de la exclusión, desplazando a los márgenes e invisibilizando a quienes más necesitan apoyo. En este sistema neoliberal que solo valora la productividad, quienes no “sirven” son desechados. Lo dijo Zygmunt Bauman: las personas sin hogar son tratadas como “residuos humanos”. Por su parte, AENA no opta por ayudar a estas personas sino por esconderlas. Ha intentado enterrarlos, simbólicamente, en la última planta del aeropuerto. Para que no molesten. Para que no se vean.
Así se articula un protocolo no escrito, pero eficaz cuando la persona cae a una situación de extrema exclusión social: estigmatizar, limpiar, expulsar. Un protocolo que legitiman quienes con sus declaraciones y sus crónicas describen a las personas sin hogar que habitan el aeropuerto como un problema molesto, que avalan quienes ignoran y desprecian a las personas que encarnan esa situación de sinhogarismo como seres humanos con derechos. La política de la indiferencia institucional que en términos de derechos humanos alude directamente a la falta de diligencia debida, a la vulneración de derechos atentan contra la vida y la dignidad de la persona.
Es vergonzosa y una violación de los derechos, en este sentido, la decisión de AENA de restringir y vigilar el acceso al aeropuerto de Barajas. Una decisión que refuerza la construcción del estigma que patologiza la pobreza como si quienes están durmiendo en Barajas lo hacen no porque el sistema les ha fallado o directamente expulsado, sino porque son problemáticos. La solución no es limpiar los espacios e incrementar la seguridad, no es la lógica higienista que adoptan los gobiernos fascistas como el de Orbán en Hungría.
No se trata de defender que un aeropuerto sea una solución habitacional. Pero el debate no puede quedarse en si Barajas es o no el lugar adecuado, sin preguntarnos por qué no hay otro lugar. Por qué nadie ha garantizado un techo mejor. Por qué se prefiere esconder la pobreza antes que abordarla. Muestra una sociedad individualista que externaliza responsabilidades, que tolera la precariedad habitacional, que patologiza la exclusión en lugar de entenderla. Y lo muestra, además, en un lugar simbólico: un aeropuerto internacional, escaparate del país. Justo por eso molesta más.
Quienes duermen en el aeropuerto no son una amenaza, no son delincuentes. Son personas sin casa, sin papeles, sin acceso a derechos. No solo sufren una exclusión material, sino también simbólica y política. Se les niega una ciudadanía básica. Y mientras sigamos mirándolos como un problema logístico, seguiremos reforzando esa exclusión. La solución no es más seguridad ni más controles. La solución es invertir en vivienda, salud, acompañamiento social. Es reconocer que detrás de cada historia hay una vida quebrada, no una amenaza. Y es, también, dejar de contar la pobreza desde el miedo o la sospecha. Los medios deben dejar de reforzar el estigma. Las instituciones, de esconder el fracaso tras el lenguaje técnico o la burocracia. Lo que molesta no es la pobreza. Lo que molesta es verla.
Lo que incomoda no es la exclusión, sino que ocurra en lugares visibles, simbólicos, turísticos. Las personas sin hogar en Barajas no son el problema. El problema es que nadie ha querido construir una alternativa digna. Y mientras eso no cambie, seguiremos tratando la miseria como algo que hay que barrer, no como una injusticia que hay que reparar.