Apartarse del modo común de hablar puede ser un acierto, si con ello conseguimos dar mayor expresividad a nuestras palabras. ¿Cómo evitar, entonces, caer en tópicos manidos?
Archiletras | Todo es lengua – Palabras con historia: misoginia
Son famosos mis lloros cuando me da un ataque de risa. Me río a carcajadas, encogida, mientras me seco las lágrimas con un pañuelo. En casa dicen que tengo una risa contagiosa. Y mi madre defiende que ver conmigo una comedia en el cine o en el teatro es tener risas garantizadas (si no por la obra, sí por verme a mí). Por eso, me he quedado extrañada al leer hoy que la expresión llorar de risa es un ejemplo de oxímoron…
¿Que qué narices es un oxímoron? Pues es uno de esos nombres extraños con los que se etiquetan en retórica los recursos estilísticos utilizados para dar mayor fuerza y expresividad a lo que expresamos. En este caso, hablaríamos de la combinación de dos palabras cuyos significados se contradicen y que, juntas, adquieren otro valor (silencio ensordecedor sería un ejemplo estándar). Y claro, en mi forma particular de hablar, y de reír, no hay nada contradictorio entre las lágrimas y las carcajadas…
He recordado, entonces, que, además del oxímoron, también la paradoja y la antítesis iban de contraposiciones… Y de repente me he visto sentada en un pupitre, y sudando tinta, mientras me enfrentaba a uno de los muchos exámenes de comentario de textos que he tenido que hacer a lo largo de mi vida de estudiante. Me he recordado, bolígrafo en ristre, a la caza y captura de esas figuras retóricas con las que yo malentendía que debía demostrar mi pericia en el análisis de un texto. Por muy bien que hubiésemos resumido el tema tratado; por muy certero y conciso que hubiese sido nuestro resumen del argumento; por muy acertado y sutil que hubiera resultado nuestro análisis psicológico de los personajes o nuestra explicación del desarrollo de la trama, si el comentario no culminaba con el etiquetado de un buen repertorio de aliteraciones, sinestesias, retruécanos, paradojas o paranomasias, aquello, pensábamos, no había llegado a buen puerto…
Qué bobos éramos entonces al pensar que aquella forma de analizar los usos del lenguaje iba a ser lo que necesitaríamos para aprobar con Don Fernando (Lázaro Carreter), con ese maestro único que consiguió que, por fin, entendiéramos por qué sí son Literatura las Cartas de Santa Teresa (y no lo eran las nuestras a nuestros amigos); o por qué la prosa de Fray Luis de León en De los nombres de Cristo era pura literatura en romance castellano y no solo un tratado teológico.
Y es que todos sabíamos reír (leer a Santa Teresa y a Fray Luis, en este caso). Pero solo Don Fernando sabía explicar los músculos de la cara que movemos en cada carcajada, e, incluso, nombrar esos otros músculos del estómago que solo se pueden ejercitar con la risa (solo él supo explicarnos los recursos que aquellos autores habían empleado para convertir sus escritos en textos literarios).
Usar bien y con variedad los recursos expresivos que la lengua nos ofrece lo podemos hacer todos, y sin despeinarnos. Saber analizar y explicitar esos procedimientos estilísticos es ya otra cuestión.
Y es que todos, al conversar, sabemos reconocer a quien nos resulta ameno o gracioso en su forma de contar las cosas, y a quien nos parece un tostón infumable, nos cuente lo que nos cuente. Pero solo quienes saben diseccionar nuestra forma de expresarnos (quienes saben reconocer esos músculos/palabras que empleamos en nuestros mensajes), descubrirán esas figuras retóricas que, además, es probable que hayan sido empleadas sin ninguna intención consciente.
Usar bien y con variedad los recursos expresivos que la lengua nos ofrece lo podemos hacer todos, y sin despeinarnos. Saber analizar y explicitar esos procedimientos estilísticos es ya otra cuestión.
Porque las figuras retóricas no son exclusivas del lenguaje literario. Muy al contrario, son recursos de suma expresividad en el lenguaje cotidiano. No es lo mismo decir que alguien anda despistado que decir que anda más perdido que un pulpo en un garaje. Y dar largas al pesado de turno con un Sí, sí, tú espera sentado… es, aunque tajante, bastante más esperable y sosaina que prometerle, como dice la canción, que algo ocurrirá cuando los sapos bailen flamenco.
Una metáfora es brillante, y nos deslumbra, cuando es nueva. Pasa desapercibida, en cambio, cuando ya la usamos como habitual y propia de determinados ámbitos: los balones a la olla en los partidos de fútbol; los pactos que se cuecen a fuego lento en política; o los topicazos en la mala literatura (cabellos rubios como el trigo; noche oscura como boca de lobo; o blanca nieve que cubre con su manto la verde hierba…).
Que levante la mano, además, quien no haya utilizado nunca la preterición, esa forma maravillosa de hacer como que no dices lo que claramente ya estás diciendo: No seré yo quien diga nada malo de tu amigo, pero…
¿Y el pleonasmo? Que sí, que ya sabemos que es un uso innecesario de palabras que estrictamente no se necesitan (subir arriba, bajar abajo, más mayor…), pero que lance la primera piedra quien, supongamos, al tener que contar que ha visto a la que esto suscribe en la portada del Time como Persona del año, no rebatiría la incredulidad de quien le escucha asegurando con vehemencia que sí, que lo ha visto con sus propios ojos (que digo yo que es lo suyo, por eso del enajenamiento innecesario que supondría ver las cosas con los ojos prestados del vecino…).
También las comparaciones resultan anodinas cuando se conocen (ser más feo que Picio) y divertidas cuando nos sorprenden (ser más feo que una nevera por detrás). Y lo mismo ocurre con las hipérboles o exageraciones, sin apenas valor expresivo cuando son muy manidas (costar un riñón; morirse de sueño), e impactantes cuando son innovadoras y creativas, como innovador y creativo fue Neruda con su Quítame el pan, el aire, pero tu risa nunca porque me moriría.
Saber hablar y saber reír son procesos naturales, que aprendemos sin esfuerzo. Saber explicar cómo hablamos, o cómo reímos, es ya harina de otro costal (por cierto, esto de la harina ha sido una metáfora; la repetición del verbo saber, una anáfora; y la construcción sintáctica del párrafo, un paralelismo).
¿Había necesidad alguna de este final tan pedante? Entenderemos que es esta una pregunta retórica (como tal, no precisa respuesta…).