Un drama íntimo, un golpe para la comunidad: cuando cierra tu bar de confianza

El cierre de cualquier bar, más allá del impacto sentimental para sus habituales, supone también un mazazo sobre la vida en común de los barrios

‘Gastrificación’ o por qué acabamos comiendo exactamente lo mismo en cualquier restaurante

Aurora echa de menos las patatas asadas del Cañizo que, como el Jesuso con su plancha infatigable, cerró hace un par de años en el barrio de Santa Eulalia, más conocido en Murcia —no sabemos por cuánto tiempo— como “las Tascas”. Juan Luis, que vive en Oporto, se queja de que en aquella ciudad ya no quedan cafés como los de antes, donde se podía trabajar tranquilo: ahora todos esos locales se han transformado en un escenario aséptico sobre el que los expats gritan en inglés a través de sus auriculares inalámbricos. Nuria bromea para sobrellevar su duelo: dentro de lo malo, al menos su madre no llegó a ver su terraza favorita de Laredo cerrar este último verano, porque eso sí que habría sido un disgusto. E Inma se queja de que ya nunca más podrá entrar en el Bar Rosa, frente al Circo Prize de Madrid, y pedir la mejor tortilla de la zona; en este caso, el cierre fue por jubilación. Ya lo cantaban Astrud en Acordarnos: todos tenemos un bar y puede que su desaparición, llegado el momento, “nos dé igual”, pero luego pasan los años, ponen un Starbucks y “nos da tanta rabia que parece nostalgia”.

Según el INE, entre 2010 y 2024, en España abandonaron su actividad unos 40.000 bares. Suponiendo a veinte parroquianos con recuerdos significativos por cada uno, podemos imaginar casi un millón de novelas que estarían por escribir. Pero el cierre de cualquier bar, más allá del impacto sentimental para sus habituales, supone también un mazazo sobre la vida en común de los barrios. “Los bares son espacios de sociabilidad semipública”, explica a elDiario.es el antropólogo Manuel Delgado. “Aquellos a los que se va corresponden a una vida social de proximidad, asociable a lo que llamamos vida de barrio. Se baja a ciertos bares que están a la puerta de casa o cerca y que son prolongaciones del propio domicilio”, continúa. 

Con Delgado coinciden algunos arquitectos y urbanistas como Paula Olea, Andrés Jaque o (ya desde los ochenta) Toyo Ito, que han escrito sobre la “domesticación de lo urbano”, es decir, sobre cómo a medida que las viviendas ofrecen menos comodidades o intimidad (sucede en los pisos compartidos), muchos inquilinos incorporan espacios como los propios bares, gimnasios y bibliotecas a sus rutinas domésticas. Eso sí, este fenómeno ya se dio en otras épocas, y es que el frío (y no solo las tertulias) también empujaba a los vecinos de las ciudades de finales del s. XIX hacia las concurridas mesas de cafés y tabernas. Hoy la novedad consiste en que es el mismo mecanismo —la especulación inmobiliaria— que fuerza a los ciudadanos a salir de sus casas insuficientes el que también obliga a cerrar a muchos de los establecimientos que estaban acogiéndolos.

Los bares son espacios de sociabilidad semipública. Aquellos a los que se va corresponden a una vida social de proximidad, asociable a lo que llamamos vida de barrio

Manuel Delgado
antropólogo

Una pieza fundamental de las ciudades

En un artículo reciente, la escritora Carmen Camacho lamentaba la desaparición del Bar Goma. Situado junto al cementerio de San Fernando, en Sevilla, allí los sobres de azúcar no daban “gracias por venir”, sino que indicaban que “aquí se está mejor que allí”; no se sabe si refiriéndose al propio bar, bastante desaliñado según cuentan, o al mundo de los vivos frente a otras posibles dimensiones. “Donde antes se abría un bar cualquiera, con su estética normalmente fortuita, sus dueños malajes y sus parroquianos dispuestos a perder todo el tiempo que les fuera posible, ahora se emplazan, sustituyéndolos, locales de nadie, de vasos de cartón y estética quirúrgica”, señala Camacho en su texto, dando voz a todos esos vecinos que lamentan del cierre de un bar conocido y su transformación en algo que les resulta extraño.

A casi nadie le importa que los locales más nuevos, recién inaugurados o reformados tengan mejor aspecto que aquellos a los que sustituyen. El bar habitual no tiene por qué ser un establecimiento impecable con una decoración exquisita porque, muchas veces, es precisamente la dejadez en ciertos detalles la que sugiere unos precios asequibles o buena disposición para hacer favores. O lo que es lo mismo: resulta más fácil que quien lleva años atendiéndote y está al frente de su propio negocio te dedique un rato y te saque de un apuro a que lo haga el camarero que apenas ha trabajado durante un par de meses en una franquicia y que no tiene ningún margen para apartarse un segundo de su puesto o de sus funciones. 

Javier Rodríguez López es hijo de tabernero y lleva varias décadas regentando el Restaurante Miguel Ángel, en el distrito de Hortaleza (Madrid). Rodríguez recuerda haber hecho “muchos favores extraños a sus clientes”, por ejemplo, “firmar salvoconductos para que sus familias, cuando llegasen a sus casas, supieran a qué hora habían salido del bar exactamente; o esconder a algunos en la cocina porque venían buscándolos”. “Series como Cheers o Los ladrones van a la oficina me parecen una tontería comparadas con lo que vivo a diario en el bar”, resume.

Rodríguez insiste en que lo fundamental es que “en un bar te sientas como en casa”, y eso incluye ofrecer a los clientes aquello que —porque viven solos o porque su entorno no es el más acogedor— no encuentran en su hogar, apoyo emocional incluido. “De un cliente fiel conozco su estado de ánimo en cuanto aparece por la puerta”, asegura el hostelero. “Si está mal intento mejorarlo o cambiarlo; y si está bien, intento mantenerlo. De quien simplemente pasa por aquí también sé su estado de ánimo, pero no intento cambiarlo”, reconoce.

De un cliente fiel conozco su estado de ánimo en cuanto aparece por la puerta. Si está mal intento mejorarlo o cambiarlo; y si está bien, intento mantenerlo

Javier Rodríguez López
hostelero (restaurante Miguel Ángel, Madrid)

Moncho Fernández es un documentalista vigués que durante los últimos años ha vivido entre Malasaña (Madrid) y Gràcia (Barcelona), así que ha asistido en primera fila a intensos procesos de gentrificación y a la invasión de la decoración algorítmica. Por su parte, él se resiste a entrar en los locales más vistosos: “Cuando digo que un bar me gusta y es emblemático, quiero decir, por supuesto, cutre y roñoso”, afirma el gallego.

“Es posible que cuando usamos adjetivos como emblemático o pintoresco para referirnos a estos bares no se trate más que de eufemismos para definir una mezcla de ruidoso, heterogéneo y seguramente antihigiénico que, lejos de ser un defecto, supone la garantía de estar alejado del concurrido circuito mainstream que aglutina turistas, modernos con ínfulas y demás fauna arribista que puebla otros locales en los que ciertamente no queremos estar y en los que de todos modos tendríamos que pelearnos absurdamente para que nos dejasen entrar”, relata Fernández, que admite que pone en práctica “una especie de elitismo invertido” detectable en muchos jóvenes de su generación.


A medida que las viviendas ofrecen menos comodidades o intimidad, muchos inquilinos incorporan espacios como los propios bares, gimnasios y bibliotecas a sus rutinas domésticas.

Políticas de “borramiento” y garitos

El hombre de la multitud, quizá el relato más famoso de Edgar Allan Poe, comienza con su narrador y protagonista contemplando el trasiego de las calles de Londres tras los ventanales de un café. La mirada de este personaje, tal y como han señalado autores como Baudelaire, es la primera del llamado “sujeto moderno” y se despliega, no por casualidad, desde un local semipúblico que resulta ideal para ver sin ser visto. Aunque los cafés fueron el hábitat de artistas y bohemios, que aprovechaban sus pequeñas mesas para concentrarse en sus tareas solitarias, hoy las diferencias entre estos establecimientos y los bares (más castizos) o las tabernas (más proletarias: con mesa corrida) son minúsculas.

De hecho, como demuestra Google N’Gram, la palabra “bar” se populariza a partir de los años noventa del s.XX casi como comodín, y no se encuentra, por ejemplo, en la obra de Pío Baroja, que en sus novelas llama “tabernas” o “cafetines” a todos los establecimientos donde se servían bebidas en el Madrid de principios del s.XX. Otra palabra que despega durante los últimos cincuenta años es “garito”, cuya segunda acepción según la RAE (“establecimiento de diversión, especialmente el de mala fama”) es hoy la más usada.

El “garito” es un bar con peor fama porque resulta escandaloso para algunos y fundamental para la socialización de otros. Donde hay o hubo un garito suele haber una historia de resistencia como las que la profesora y activista Alba Gálvez está recogiendo en su proyecto Mapeo Queer. En este caso, Gálvez y sus colaboradores están trazando una geografía queer de la ciudad de Murcia (un proceso similar se podría llevar a cabo sobre cualquier otra capital española); algo así como un registro de los lugares que son o han sido importantes para el colectivo. Ana Giménez participó en la primera sesión de trabajo y recuerda que allí se habló, sobre todo, de bares (o garitos) que forman parte de una memoria compartida.

“En el centro de la ciudad había muchos bares que hicieron comunidad queer y que han desaparecido. Algunos cerraron por circunstancias variadas, pero otros lo hicieron por políticas de borramiento, porque, por ejemplo, no les renovaron la licencia. Con la excusa de los ruidos se ha castigado especialmente a los bares queer”, explica Giménez.

Si en las ciudades contemporáneas cualquier bar pequeño lo tiene difícil, la situación es incluso peor para los espacios disidentes. “Hace unos veinte años había mucha oferta; mientras que ahora hay mucha demanda, con un colectivo muy amplio y muy diverso, pero menos oferta, porque ya no existe ningún un espacio que se autodetermine de ambiente. Existen espacios gay friendly, pero allí hemos visto de todo: hasta delitos de odio. En los noventa había más espacios y más combativos. Y en los dosmiles, cuando aparecieron las aplicaciones y las citas por Internet, hubo un repunte, con cafeterías que se utilizaban para quedar en un entorno seguro con quienes conocías en los chats”, recuerda la murciana.

En el centro de la ciudad había muchos bares que hicieron comunidad queer y que han desaparecido. Algunos cerraron por circunstancias variadas, pero otros lo hicieron por políticas de borramiento, porque, por ejemplo, no les renovaron la licencia

Ana Giménez
partipante en el proyecto ‘Mapeo Queer’

Así que el cierre de un bar puede suponer un disgusto íntimo (como cuando se rompe una pareja y un montón de rutinas, gestos y palabras se esfuman), pero también un retroceso enorme para toda una comunidad. Si la vida urbana, tal y como afirma Richard Sennet en Construir y habitar, está hecha de relaciones informales, casualidades y espontaneidad entre personas que no se conocen, el bar sería uno de sus centros de gravedad: el lugar donde los extraños se encuentran, charlan y piensan en común. Pero si, como prefieren verla otros, la vida de las ciudades consiste en las costumbres de cada vecino, las redes de apoyo y los vínculos forjados con el tiempo, el bar (especialmente el de barrio) seguiría teniendo un papel protagonista.

Y es que los bares son los únicos lugares en los que se puede no ser nadie para la persona que acaba de entrar y, sin embargo, conservar tu nombre y tu apellido (o quizá un apodo cariñoso) ante el camarero que te atiende cada mañana. El antropólogo Delgado tiene claro que donde acaban los bares termina también la vida, y zanja: “Cuantos más bares, más vida social; cuanta más vida social, más bares. Hay lugares donde no hay bares, como por ejemplo ciertos complejos urbanos en los que la gente suele salir poco o nada. O en bloques o urbanizaciones en los que la vida social se limita a espacios interiores cerrados al exterior. Lo mejor sería decir que allí, donde no hay bares, sencillamente, no hay vida”.