En estos 500 días he aprendido que el huerto es mucho más que una forma de llenar la despensa con alimentos ecológicos: permite intercambiar semillas y conocimientos, hacer nuevas amistades, ralentizar el frenético ritmo de vida y divertirse sin consumismo
Huertos urbanos contra la hostilidad del asfalto: “Nos reconectan con el proceso de producción de alimentos”
Santiago de Compostela es una de las ciudades de España con más huertas urbanas por habitante, y desde comienzos de 2024 tengo la inmensa fortuna de disponer de una de ellas. En estos 500 días he aprendido que el huerto es mucho más que una forma de llenar la despensa con alimentos ecológicos u hortalizas de rechupete: permite intercambiar semillas y conocimientos, hacer nuevas amistades, ralentizar el frenético (y absurdo) ritmo de vida contemporáneo, divertirse sin consumismo y sobre todo, vivir sin prisa y disfrutar al sol, con las manos bien metidas en la tierra húmeda.
Recuerdo perfectamente el día en que sortearon las huertas urbanas de la Almáciga, muy cerca del barrio donde vivo en Santiago de Compostela: era enero, hacía un martes de perros y llovía a cántaros. Pero aquí el aguacero nunca nos disuade de hacer planes y con el huerto no iba a ser menos. Nunca choveu que non escampara. Fue un día de suerte: un año y medio después se ha convertido en mi actividad favorita, un remanso de serenidad, pero también de desconexión, risas y charlas, de cambiar la pantalla del ordenador por el canto de los grillos y de los pájaros, el zumbido de los insectos y el olor a verdura fresca.
Cabe destacar que la capital gallega es una ciudad pionera en la implantación de estos espacios verdes: las primeras parcelas municipales se comenzaron a adjudicar allá por 2008, con 28 huertas experimentales en Belvís de Arriba. Hoy son más de 300, distribuidas en latitudes tan diferentes del mágico callejero empedrado como Fontiñas, Campo das Hortas, Brañas de Sar o Santa Marta. Sí, es posible quitarle los chupones a los tomates con vistas privilegiadas a la Catedral o ver crecer calabazas gigantes a un paso del parque de Bonaval y su cementerio sin muertos, poner patatas a un paso de las preciosas vistas del convento Santa María de Belvís o recolectar tirabeques con el murmullo acuático del Sarela y sus humedales a la espalda.
Cuidar el huerto te hace sentir mejor
Además de comprobarlo empíricamente, múltiples estudios recientes están descubriendo y ampliando los beneficios conocidos de la horticultura. Por ejemplo, ya se sabe que hay una bacteria que vive en la tierra y que mejora nuestro estado de ánimo, ayudándonos a sentirnos más felices y menos ansiosos. Se llama Mycobacterium vaccae. Lo indicaba recientemente un estudio de la Universidad de Colorado realizado en ratones y que ha encontrado que esta bacteria no patógena incrementa los niveles de serotonina y norepinefrina en el cerebro. Dicho de otro modo, la tierra podría funcionar a modo de antidepresivo natural. Los investigadores de este estudio también ratificaron que el bacilo podría mejorar el sistema inmune, activar mecanismos antiinflamatorios y mejorar la resistencia al estrés, todo ello gracias a un ácido graso. Además, en experimentos relacionados con la quimioterapia, el microbio se mostró eficaz para paliar el dolor y las náuseas. ¡Caramba con la tierra!
En Almaciga el aguacero nunca nos disuade de hacer planes, y con el huerto no iba a ser menos.
Más datos interesantes: el experto en longevidad Dan Buettner, el investigador de las llamadas zonas azules, aquellas regiones del mundo que conocidas por concentrar la mayor densidad de habitantes longevos y centenarios, descubrió que estos lugares del mundo —Cerdeña (Italia), Icaria (Grecia), Okinawa (Japón), Loma Linda (California) y Nicoya (Costa Rica)— tenían una cosa en común además de la actividad física regular, la ausencia de estrés, las raciones moderadas, la vida en comunidad o la dieta predominantemente vegetal e integral, sin comida basura: efectivamente, la jardinería y la horticultura.
Los residentes de estas longevas comunidades cultivan el huerto hasta edades muy avanzadas, lo que contribuye a aumentar su longevidad por muchas razones: realizan ejercicio aeróbico, obtienen la suficiente vitamina D de la luz solar, mejoran su alimentación con ingredientes frescos y nutritivos e intensifican los lazos con la naturaleza y la comunidad, cambiando la soledad —que es un factor de riesgo para la enfermedad cardiovascular, tal y como explica la Fundación Española del Corazón— por compañía.
Por otro lado, un ensayo aleatorizado y controlado de jardinería comunitaria publicado en Lancet Planetary Health y dirigido por un equipo científico de la Universidad de Colorado Boulder, en colaboración con el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) destaca que quienes empiezan a cultivar un huerto comen más fibra y hacen más actividad física, dos vías para reducir el riesgo de cáncer, enfermedades crónicas, estrés y trastornos de salud mental como la ansiedad y la depresión.
Un estudio coreano también concluyó que practicar actividades de jardinería 20 minutos diarios estimula el crecimiento de los nervios cerebrales vinculados a la memoria, mientras que también existen revisiones que confirman la eficacia de la terapia con horticultura para pacientes con demencia. Otros estudios observacionales apuntan que aquellos que cultivan un huerto tienden a comer más fruta y verdura y a mantenerse en un peso saludable.
Otro artículo, publicado en The Conversarion, sobre huertos escolares destaca que, mucho más allá de ser instrumentos para comer sano, la “experiencia directa de la naturaleza juega un papel vital, quizás insustituible”, para el desarrollo afectivo y cognitivo del ser humano en la infancia, citando estudios y referencias que le otorgan al contacto habitual con los espacios verdes, “un efecto psicoemocional reparador”.
Y centrándonos en vivir más y mejor, un informe del British Journal of Sports Medicine destaca que la jardinería puede ser tan beneficiosa para los mayores como el ejercicio físico, sugiriendo que los mayores de 60 años pueden reducir el riesgo de mortalidad hasta un 30% si practican la horticultura de forma regular.
Pequeños aprendizajes de 500 días de huerta
El huerto no solo te pone las piernas morenas, el ánimo elevado y los músculos currantes. También te ayuda a perseverar, a renunciar y a saborear el hechizo de la espera.
Medio millar de días con una huerta urbana son solo los primeros pinitos de un largo camino por recorrer. Lo más importante es ir haciendo un poquito cada día y hacer comunidad. Carmiña me ayudó a sachar todo el espacio colonizado por las malas hierbas en tan solo una tarde; la señora Carmen —que a sus 94 años sigue poniendo unas patatas que da gusto verlas— me pasaba el fouciño —hoz, en castellano— y una regadera el pasado verano cuando apretaba el calor; Antonio comparte trucos, semillas y plantas —desde calabazas de varios tipos, como el exquisito poti marrón a tomates cordobeses o ceboliños—; Mourullo pasea por allí con el lunario y un montón de consejos; mi amiga Olalla se puso manos a la obra con martillo y bridas para echarme un cable y ayudarme a cerrar el recinto, y siempre hay con quien charlar, con quien celebrar lo bonitos que están los pak choi, o planear futuros encurtidos, compartir recetas creativas, admirar el tamaño de los calabacines, averiguar si los pimientos pican o buscar soluciones ante una plaga aterradora o la aparición del temido mildiu.
Hay cosas que salen y cosas que no: el huerto no solo te pone las piernas morenas, el ánimo elevado y los músculos currantes. También te ayuda a perseverar, a renunciar y a saborear la espera. ¿Habrá buenos tomates? ¿Tarde o pronto? ¿Se habrán comido las lechugas los caracoles? ¿Saldrán las zanahorias? ¿Cómo estará todo después de la helada, de la asfixiante ola de calor, de dos semanas de lluvia, de una tormenta primaveral cargada de granizo? Como dice Rubén Vázquez, mi meteorólogo de confianza detrás de Meteovigo, la madre naturaleza siempre tiene la última palabra.
El huerto también implica comer de temporada y realizar un trabajo acorde con las estaciones; en invierno toca limpiar, cubrir la parcela de hojas, erizos de castaña o restos orgánicos que se pudrirán y alimentarán la tierra, o poner alguna col o nabiza; en marzo, es el momento para el surco de las patatas; y a finales de mayo, casi todo lo sembrado para el verano debería estar listo. El año pasado tocaron patatas pequeñitas, calabazas estupendas, una increíble cosecha de tomates, pimientos escasos y zanahorias inexistentes. Cada año es como una vida entera. Pero ay, la lágrima que casi se me escapa al probar la primera lechuga o darle un mordisco a un tomate corazón de buey. Ahí te das cuenta del abismo entre el huerto y el supermercado, y de la recompensa y la felicidad de comer lo que una siembra. A ver qué depara este verano. Como me dijo un día un vecino sabio, hay días como longanizas.