La obra de Victoria Szpunberg se ha convertido en el fenómeno teatral de la temporada en la capital catalana con un texto que describe las desventuras de una familia obligada a exiliarse
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En el Teatre Nacional de Catalunya se ha podido ver hasta este domingo, La tercera fuga, una obra ideada y dirigida por Victoria Szpunberg que ha cosechado, función tras función, el aplauso del público y de la crítica. Tal ha sido la aclamación general que ya podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que se trata de uno de los fenómenos culturales barceloneses del año 2025. La gran acogida que ha tenido la obra se explica por lo bien que conjuga sus elementos (principalmente, una impactante historia y una imponente puesta en escena), pero también porque la obra apela a una cuestión muy sensible para nuestra época que ha hecho que el público saliera del teatro con la sensación de haber visto y escuchado algo íntimamente relacionado con su vida.
La tercera fuga narra un siglo de vida de una familia a través de las desventuras de tres de sus generaciones marcadas por la tragedia y el exilio. Cada uno de estos espacio-tiempo generacionales (la Ucrania de 1920, el Buenos Aires de 1970 y la Barcelona de 2020) reciben una puesta en escena personalizada, lo que insufla a la obra dinamismo y hace que sus casi tres horas de duración fluyan. Al mismo tiempo, el hilo narrativo general nunca se pierde. La obra consigue sortear los riesgos de la dispersión y de la anécdota y mantiene la atención del espectador focalizada en el concepto neurálgico de la trama: la narratividad de la vida como principio de identidad.
Uno de los temas no resueltos de la contemporaneidad digital es la falta de conciencia histórica y generacional. Vivimos desconectados de la posibilidad de construir historias compartidas entre generaciones. Quizás porque nos da miedo, o quizás porque no tenemos tiempo para otro tipo de conciencias que no sean las del “mismísimo ahora”, mucha de nuestra atención se la lleva la necesidad de estar hiperconectados al mundo de “hoy”. Primero lo inmediato, y luego ya veremos, y así, optamos por vivir con una perspectiva narrativa muy estrecha. Apenas sabemos nada de quienes nos rodean, apenas sabemos nada de nuestras historias transgeneracionales, y apenas nos preguntamos si tendríamos ganas de saberlo. Con lidiar con la agenda diaria analógica y digital ya tenemos suficiente.
Hace casi un siglo Walter Benjamin escribió un breve y sustancioso ensayo titulado El narrador (1936). En él, Benjamin sostiene que la narración representa la artesanía de la comunicación. A diferencia del proceso informativo, que es chispeante y disruptivo, narrar implica una labor personal que requiere tiempo y ritmo. Demanda atención y exige saber estar a la distancia justa. No es un fulminante proceso creativo ni tampoco un ejercicio de repetición e imitación. La narración no es ni una invención ni una reproducción. El verdadero talento del narrador, acota Benjamin, es lograr narrar su vida a la luz de su historicidad. Ensanchar la perspectiva del tiempo y de la experiencia, huyendo de la superposición de episodios a modo de stories y de la acumulación indiscriminada de datos. La narración es un trabajo de la memoria
La obra teatral de Szpunberg plantea a los espectadores una narración en la cual las vidas personales puestas en escena quedan insertadas en una trama que las trasciende y relativiza. En un contexto saturado de postureos digitales como el nuestro, reivindicar que uno mismo no es el centro del mundo es apostar por lo que de verdad es real. Lejos de eslóganes como: estate pendiente de ser tú mismo, reinvéntate, ocúpate de tu marca personal, y, sobre todo, tira hacia adelante sin mirar demasiado atrás, La tercera fuga recuerda que todos venimos al mundo en condición de herederos. Llegamos al mundo, a un mundo en concreto; no lo inventamos, por eso nadie empieza su vida enteramente desde cero. Un pasado histórico o familiar nos puede agobiar y coartar o, al revés, nos puede vitalizar y brindar un lugar. A un pasado lo podemos amar o detestar. Podemos huir de él o correr hacia él. Pero no lo podemos ignorar.
La “Historia” se compone de narraciones concretas, sean estas personales o comunitarias. Si no hubiese granos de arena no existirían las playas. De ahí que Szpunberg vaya recordando a lo largo de La tercera fuga que se está hablando de historias, en minúscula. Pero a su vez nuestras historias personales no nos pertenecen completamente. Nuestras historias tienen que ver con el tiempo que nos precede, con el tiempo que habitamos y con el tiempo que nos trasciende. Historias que después se entrelazan entre sí y dan a las biografías una densidad propia. Nadie se puede explicar a sí mismo sin contar con la vida de los demás, como tampoco un solitario grano de arena es capaz de generar una playa.
En la era de los clics y de los likes vivimos un tremendo apagón de conciencia temporal y narrativa. Lo que importa es el timeline de la aplicación de turno, que es la menos real de las experiencias del tiempo. En el timeline todo se amontona, sin más. Y sin una mínima ordenación temporal que nos enraíce en el mundo, ejercemos de cartesianos aun sin desearlo: mientras tengamos el ego a buen recaudo parece que con eso ya nos basta. Y entonces viene cuando nos sentimos solos, desvinculados de las historias, de los abrazos, de los gestos, y autoexiliados de la realidad de un mundo al que tememos y anhelamos a partes iguales. La soledad no deseada es una de las grandes preocupaciones de nuestra sociedad. Los índices hablan de grados de percepción muy altos, sobre todo en las generaciones más jóvenes, de ahí que a cada tanto reaparezca el tema en los medios de comunicación. Es para pensárselo bien: a más posibilidades de conectividad, menos sensación de estar vinculados. Recuperar la narratividad de nuestras vidas no nos solucionará completamente el problema, pero levantar la cabeza de la pantalla para conversar y sobre todo escuchar, aunque sean las batallitas de padres y abuelos, seguro que ayuda a la causa.
Vivir implica estirar del hilo, un hilo que hoy tenemos que saber cómo no perder y que mañana tendremos que saber cómo dejar en herencia. La tercera fuga le recuerda a quien quiera escuchar que nuestras vidas funcionan como un tejido de intersecciones. Un tejido vivo que sigue estando siempre por hilar. Hacia el final de la obra la escritora que aparece en escena confiesa las dificultades que encuentra para saber cómo finalizar su texto, representando los quebraderos de cabeza de la propia Szpunberg para darle a su creación un buen cierre. Quien haya visto la obra recordará cómo termina, aunque intuyo que todos nos lo podemos más o menos imaginar. Teniendo en cuenta nuestra dimensión narrativa, La tercera fuga no podía no-acabar de otra manera, pues una narración no es como una obra de arte, que, según una cita atribuida a Leonardo Da Vinci, no se termina, sino que se abandona. Una narración es la sinfonía inacabada a partir de la cual seguir preguntándonos por nuestras identidades. Y las identidades no se abandonan, se reformulan.