Claro que necesitamos bienes materiales para no sufrir penurias. Pero más allá de eso, consumir nos aísla, nos enemista, nos hace competir y sentirnos siempre insuficientes. Nos vuelve autocentrados y vanidosos
Mucho más reveladoras que las cosas que hace Donald Trump son las razones por las que las hace. El presidente de EEUU pasa las semanas como un Don Quijote contemporáneo, batiéndose con los enemigos ficticios del pueblo americano: los inmigrantes, los perpetradores de falsos apartheids en Sudáfrica, las universidades que promueven el terrorismo, los periodistas, los científicos que se inventan el cambio climático y las bibliotecas que adoctrinan a los niños. Le tienen rodeado.
Trump actúa como un hombre desesperado por contentar a los incontentables: una masa heterogénea de votantes que, dicen los expertos, sienten que han perdido su lugar en el mundo desde que EEUU dejó de ser un país industrial.
La pregunta es, ¿cuál era el papel que tenían antes estas personas en la sociedad americana?
La versión oficial es que los trabajadores blancos no cualificados del interior del país tenían buenos empleos estables, buenos salarios y un papel protagonista en el imaginario nacional. Eran el corazón del sueño americano, su motor industrial. La figura de los hombres fuertes que hacían coches y edificios y doblaban barras de acero (no sé si con las manos).
Pero la realidad es que hace tanto tiempo que Estados Unidos no es un país industrial, que es imposible que sean estos trabajadores de hoy los que se han visto expulsados de aquella vida en la fábrica. El pico del empleo industrial se produjo en EEUU en 1943, en los años en los que las factorías de coches de Detroit se transformaron en el silo de armamento y munición del mundo entero. Casi el 40% de los empleos en aquel año estaban en la industria.
Después comenzó un declive que ha llegado hasta hoy: En 1975 eran el 22% de los trabajadores; en 2000, el 13%, y hoy es menos del 10%. Cuando hablamos de los trabajadores del Midwest parece que los estuviéramos comparando con los mineros de la reconversión en Asturias, pero esos hombres no son ni los viejos trabajadores industriales, ni siquiera sus hijos: más bien son sus nietos.
Y ese relato que dice que la sociedad americana está llorando por un pasado industrial que se les ha esfumado no es cierto. Lo que ocurre es que nadie quiere hablar del otro modelo, el proyecto en el que de verdad crecieron estos hombres que hoy no encuentran su lugar en el mundo.
¿Qué ocurrió entre aquella generación industrial y hoy? Paradójicamente, lo que ocurrió fue la irrupción del sueño americano.
Resulta que la noción del sueño americano no existía como concepto cultural, mucho menos hegemónico, hasta 1931, cuando James Truslow Adams la popularizó en su libro ‘La épica de América‘. Incluso entonces, la idea se refería a un ideal de justicia: “No es un sueño de automóviles y altos salarios solamente, sino un sueño de un orden social en el que cada hombre y cada mujer puedan alcanzar la máxima estatura de la que sean naturalmente capaces, y ser reconocidos por los demás por lo que realmente son.”
En ese mismo espíritu de agencia y optimismo, el concepto comenzó a tomar fuerza y corrió por la cultura popular hasta llegar al mítico discurso de Martin Luther King. En 1963 EEUU tenía un sueño de posibilidades para todas las buenas personas: un ideal para el mundo.
No fue hasta los años 70 y 80 –cuando todos estos hombres blancos del midwest eran pequeños–, cuando la idea del sueño americano se empezó a asociar con el consumo. En los años 80 la frase se usaba tan regularmente en los anuncios de venta de viviendas que en el año 2002 George W. Bush firmó una ley que subvencionaba la compra de nuevas casas –en plena burbuja inmobiliaria– y la llamó “La ley del sueño americano”.
Así lo explicaba: “Creo que ser dueño de algo forma parte del Sueño Americano. Creo que cuando alguien posee su propia casa, está haciendo realidad ese sueño. Puede decir: ”Esta es mi casa, no es la casa de nadie más“.
Bush seguía así los pasos de otros muchos líderes políticos, de Margaret Thatcher a Bill Clinton, que en las últimas décadas del siglo XX quisieron hacer de la vivienda el eje de su acción. Hasta Franco se hizo famoso por aquello de que él no quería “un país de proletarios, sino de propietarios”.
Pero la Historia tiene un sentido del humor descacharrante y, ahora que nos damos cuenta de que ser propietarios no sirve para darle sentido a la vida de la gente, hemos decidido que queremos volver a ser proletarios. Y de esto va el regreso a aquel pasado industrial que persiguen tanto Trump, como Biden, como muchos partidos políticos en Europa.
Y es que en la condición de proletario estaban todos los ingredientes de la receta que nos da a los seres humanos sentido en la vida: caminaban hacia un destino (la emancipación) con un grupo de gente al que sentían que pertenecían (el proletariado).
Mientras tanto, donde no puede haber sentido para la vida es en el consumo. Claro que necesitamos bienes materiales para no sufrir penurias. Pero más allá de eso, consumir nos aísla, nos enemista, nos hace competir y sentirnos siempre insuficientes. Nos vuelve autocentrados y vanidosos. Hasta los capitalistas originarios despreciaban el consumo y la codicia, que asociaban con el despilfarro de los aristócratas.
Esto que hoy vemos derrumbarse –no solo en EEUU, sino en todo Occidente– no es el viejo modelo industrial; ese cayó hace muchos años porque era agotador para los cuerpos y las vidas de los trabajadores. El que se está derrumbando hoy es el del consumo. Lo que arde en este incendio –que Biden también intentó apagar sin éxito– es el modelo de país que quiso reducir a un montón de seres humanos a consumidores de baratijas, a máquinas de tragar cachivaches sin valor solo para seguir trabajando para comprar más trastos.
Y la razón por la que Trump se comporta de esta manera es que no hay épica que vista de dignidad ese modelo. No hay arquetipo que les devuelva a estos hombres blancos una posibilidad de tener sentido. Así que quiere que miren hacia otro lado. Como el resto de los mercaderes del odio, intenta que esos hombres blancos se fijen en los molinos de viento –nunca mejor dicho– y piensen que son gigantes.