Siruela publica por primera vez en castellano ‘Un trabajo de hombres’ (1956), una novela de Edith Anderson sobre el movimiento obrero en una estación ferroviaria
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La Segunda Guerra Mundial tuvo como efecto colateral la incorporación de muchas mujeres al mundo laboral; en concreto, a áreas que hasta entonces les habían estado vedadas, pero que, ante el reclutamiento masivo de hombres, necesitaban mano de obra. Con la perspectiva de los años, esta situación se suele valorar en términos positivos: en medio de la tragedia que es cualquier conflicto bélico, esas mujeres derribaron tabúes y abrieron caminos. No obstante, esa realidad estuvo llena de claroscuros y frustraciones, por no hablar de la discriminación que aún persistía.
La escritora estadounidense Edith Anderson (Nueva York, 1915-Berlín, 1999) fue una de las primeras en abordar el trabajo de aquellas mujeres a través de la ficción en su novela Un trabajo de hombres (1956; Siruela, 2025; trad. Virginia Maza), que sigue las andanzas de un variopinto grupo que se incorporó a la estación ferroviaria de Port Empire, Nueva Jersey: “De no haber sido por la guerra, jamás habrían contratado a mujeres en el ferrocarril. Nadie las querría allí. […] se temían los gastos extra, que hicieran mal el trabajo y que llegaran escándalos sexuales”.
Por la novela desfilan numerosas mujeres, en su mayoría jóvenes, pero de perfiles muy distintos: de origen humilde, de familias acomodadas, mujeres casadas con una familia que mantener, tituladas universitarias, etc. Comparten, sin embargo, el desgarro de la contienda: tienen al marido, a un hermano o a un amigo en el frente, si es que no lo han matado ya. Aunque el principal motivo para trabajar es la subsistencia, de ellas mismas y de su entorno, el patriotismo, esto es, su contribución a la defensa del país, con cuyos valores se sienten identificadas, es asimismo importante para garantizar su compromiso.
Comparten también la blanquitud: en la escala social, un hombre negro está por debajo de una mujer blanca, incluso para el trabajo en el ferrocarril. “En su imaginación, las hordas de mujeres que se adueñarían del ferrocarril quedaron borradas por la imagen mucho más aterradora de hordas de negros”, se dice en una reunión de hombres. Les parecen “trabajadores mucho más valiosos que las mujeres”, pues “no tendríamos que preocuparnos de que se hicieran daño, ni dirían que están enfermos cada dos por tres”; pero pesa más el estigma: “¿De verdad crees que algún hombre de la Hermandad estaría dispuesto a trabajar al lado de un negro?”.
Machismo, racismo y, aunque en menor medida, aporofobia: “el señor Burton creía que [usted] venía de la miseria, pero cuando le conté lo de su madre [que trabaja en la Junta de Sanidad] me pidió que la trajera de vuelta”. La particularidad de que incluso hijas de familias con poder adquisitivo entraran a trabajar por puro sentido del deber para con la guerra hizo que entre las empleadas hubiera chicas de toda condición, y, como entre los hombres, el prejuicio de clase se hallaba presente. El pasaje citado se refiere a una de las protagonistas, Toby Freeman, que durante los primeros días se presenta con una camisa sucia porque carece de dinero para adquirir más mudas, y la empresa, a pesar de exigir el uniforme y dictar largas jornadas de trabajo, no le adelanta el sueldo.
La explotación laboral sería la cuarta pata de las condiciones denigrantes: encadenaban rutas que sumaban hasta dieciséis horas, en cargos de distinto nivel según la trayectoria (los personajes van evolucionando con el tiempo). Trabajar, trabajar mucho, era motivo de orgullo; había hasta competencia por aumentar esos preciados turnos. Con todo, la autora no pierde de vista la trampa de la productividad: se hace eco de los accidentes, incluido el de una mujer que se jactaba de trabajar más que nadie.
Reivindicación de la valía femenina
Si bien Un trabajo de hombres es una novela coral, junto con la ya mencionada Toby Freeman sobresale otro personaje: Jessie Lamb, una joven con estudios universitarios. Se harán amigas, y, al lado de otras compañeras, protagonizarán las luchas cotidianas para romper algún que otro techo de cristal. Como de entrada no son aceptadas por el sindicato de hombres, se reúnen de forma más o menos improvisada, celebran lo que podría parecerse a una asamblea en los ratos libres que deja la jornada. Tienen claros sus objetivos, como lograr que se les tenga en cuenta la antigüedad para poder aspirar a mejores puestos y, por consiguiente, mejores sueldos.
También reivindican su valía en cargos para los que en principio se las descarta; la creencia en una inferioridad biológica persiste todavía. Sin embargo, cuando entre los hombres, de los que se narran algunas reuniones a su vez, se debate al respecto, ante el famoso pretexto de la fuerza física para determinadas tareas algunos reconocen que, de hecho, es mucho más importante la tenacidad, la maña, que la pura potencia, y que, por lo tanto, pueden delegar en ellas. En cierto modo, la lucha social de las mujeres no solo consiste en ascender en la empresa; con el simple hecho de estar ahí y trabajar duro, demostrando que no son débiles ni enfermizas, que no “distraen” con su presencia al sector masculino ni otros prejuicios sonados, ya consiguen un progreso para todas.
Eso sí, no es esta una historia de superación de aliento hollywoodiense. Las ferroviarias comprenden enseguida que, para que las escuchen, para aspirar a los avances, tienen que mantenerse unidas. La lucha debe ser colectiva, deben superar las diferencias entre ellas por el bien común; de lo contrario, cualquier iniciativa cae por su propio peso. Y ahí es donde radican los obstáculos que tan bien retrata la autora: no todas reman en la misma dirección. Es más, algunas tienen tan asimilado el pensamiento hegemónico del patriarcado que comparten la desconfianza de los hombres hacia sus propias aptitudes.
Hay muestras de compañerismo, también por parte de algunos hombres. Y, con respecto a los que están en contra de su presencia en el ferrocarril, en el fondo late un viejo miedo: temen perder sus privilegios, que ellas les “quiten” el puesto, si no ahora, al término de la guerra.
Cualquier decisión de las trabajadoras va precedida de debates acalorados. No faltan tensiones, malentendidos, acusaciones cruzadas y ostracismo para la que osa desviarse; incluso entre las que en principio hay buena sintonía surgen las temidas traiciones. Las que perseveran son valientes, porque no solo luchan por abrirse camino, sino que resisten ante el rechazo de sus semejantes. Jessie Lamb, por ejemplo, padece de entrada el recelo por sus estudios; teme que las demás piensen que se da aires, de lo que en efecto la acusan, aunque tampoco se puede negar que gracias a su formación dispone de más herramientas para encarrilar una protesta eficaz.
Por fortuna, hay muestras de compañerismo, también por parte de algunos hombres. Y, con respecto a los que están en contra de su presencia en el ferrocarril, en el fondo late un viejo miedo: temen perder sus privilegios, que ellas les “quiten” el puesto, si no ahora, al término de la guerra. “Tú sigue sin hacer nada y quitándole el pan a la familia de algún hombre”, le reprocha uno a Jessie. “No tengo el trabajo de ningún hombre. Tengo el mío”, se defiende ella. Y así es. Aunque esté peor pagado, aunque la juzguen más que a ellos. Con los negros existe un miedo parecido: creen que, de contratarlos, “estarían tan deseosos de demostrar su valía que serían más eficientes que los hombres blancos”.
De manera secundaria, se tratan los vínculos de tipo afectivo que se establecían durante la guerra: el patrón habitual era que una joven soltera se viera con un hombre casado y algo mayor que ella. Las chicas que aceptaban esa dinámica lo hacían sin expectativas de futuro; no eran ingenuas. En ese sentido, se observa a veces una lucha interna: el no querer entrar ahí, ser el segundo plato, pero a la vez sentir esa atracción, esa necesidad de afecto en una época en la que la mayoría de sus homólogos masculinos estaba en el frente o había muerto.
A pesar de la caída del comunismo en Europa, su defensa pionera de la independencia de las mujeres, contada con su destreza literaria, sigue siendo una aportación valiosa al canon feminista.
Por encima de todo, Un trabajo de hombres es una exploración de ese microcosmos llamado entorno laboral, en un periodo oscuro para la humanidad pero, precisamente por eso, proclive al cambio, a las oportunidades. Narrada con el ritmo de las novelas clásicas, con un estilo ágil que hace la lectura muy entretenida, toda la acción se desarrolla en distintas zonas del complejo ferroviario, solo conocemos a las protagonistas en calidad de trabajadoras (lo que no quita que puedan ser, además, amigas o amantes). Es un “entre bastidores” que cuenta cómo convivían, cómo se organizaban y cómo hicieron frente a las adversidades, externas o internas.
No abundan las novelas sobre el mundo del trabajo, y en la concepción de esta seguro que tiene mucho que ver la conciencia socialista de su autora: Edith Anderson se casó con el refugiado político y editor alemán Max Schröder en 1944, y cuando terminó la guerra se marcharon de Estados Unidos, país que aborrecían por sus valores hostiles a la Unión Soviética, para instalarse en la República Democrática de Alemania (RDA). Allí, Anderson continuó con su carrera como escritora, periodista y traductora. A pesar de la caída del comunismo en Europa, su defensa pionera de la independencia de las mujeres, contada con su destreza literaria, sigue siendo una aportación valiosa al canon feminista.
Al fin y al cabo, el comunismo intentó, con sus flaquezas, igualar a hombres y mujeres, como mostraron autoras de la RDA como Brigitte Reimann (Franziska Linkerhand) o Maxie Wander (Buenos días, guapa). Edith Anderson no era ingenua; tampoco lo fue al recrear la lucha en esa imaginaria (pero inspirada en casos reales) estación de Estados Unidos. Con el final de la guerra, muchas de esas mujeres se casaron y se convirtieron en amas de casa. Tenían sensaciones encontradas, entre la alegría por la ansiada paz y la pérdida de una identidad, un espacio social donde realizarse: “Muchas jamás habrían pensado que podrían echarla de menos, pero así fue antes incluso de tener que dejarla”. Después de todo, se había abierto una puerta.