“La colònia dels gallecs”: nacer y vivir en un enclave industrial migrante en la Catalunya interior de los 60

Los trabajadores de la fundición de cobre La Farga Lacambra constituyeron una pequeña Galicia con pulpeira los domingos, gaiteiro y su lengua como dominante en el poblado que les proporcionaba la empresa

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Aquella fuerza de trabajo acabó por constituir una pequeña Galicia en el interior de Catalunya. “La colònia dels gallecs’, la colonia de los gallegos, era como se conocía en la vegueria (comarca) de Osona al poblado de los obreros de la fundición de cobre La Farga Lacambra. ”Entonces no empezabas el colegio hasta los seis años. Llegabas a él pensando que vivías en Galicia, no en Catalunya“, relata a elDiario.es Belén López, que nació en el lugar hace ahora 49 años. Su padre, natural de Aranga (A Coruña), trabajaba en la factoría. Su madre, de Guitiriz (Lugo), en una textil cercana. Los domingos, al salir de misa, acudían al bar de Lisardo donde había una pulpeira. Y las fiestas las amenizaban grupos de gaiteiros y baile tradicional gallego. Esta era, sin duda, la legua dominante en el lugar. A la panadería del pueblo más cercano, ”panaderos de ocho apellidos catalanes“, no le quedó otro remedio que aprender a elaborar pan gallego. La de López, hoy en día secretaria general de Comisiones Obreras de Catalunya, fue una de las 80 familias que, a partir de 1960, nutrió de mano de obra la empresa de Las Masías de Voltregá y conformó una de las colonias más singulares de la industria catalana.

La burguesía del país había importado de Inglaterra, ya en el siglo XIX, el modelo: una solución reformadora e higienista a la cuestión obrera. Aquellas aldeas, sufragadas por la propiedad, florecieron asociadas sobre todo al potente sector textil catalán. La Farga Lacambra constituyó una excepción. En 1850 instaló su fragua de cobre a la orilla del río Ter, en Las Masías de Voltregá, pero no fue hasta los años 20 del siguiente siglo que la familia Lacambra construye las primeras viviendas para los obreros, pegadas a la fundición. En ellas nació en 1960 Carmiña Pérez, hija de emigrantes procedentes de Aranga, en la comarca de Betanzos (A Coruña, Galicia). “Soy de las pocas que nació en la colonia”, cuenta por teléfono a este periódico. Ha vivido de primera mano la historia del emplazamiento y los porqués de la abundancia de familias gallegas. De familias gallegas originarias de Aranga y Curtis, en concreto.

Antonio Platas era el nombre del responsable de recursos humanos de Lafarga Lacambra a finales de los 50. Había nacido en Aranga, un pequeño municipio del interior gallego a los pies de la Serra da Loba. El conde Lacambra, Fernando José Lacambra Estany, lo había conocido en la mili, cree Pérez. Fue Platas, a partir de 1960, quien comenzó a reclutar trabajadores en su localidad natal y en la vecina Curtis. Hasta el punto de acudir a la feria de este último pueblo, sucedió en 1970, para captar empleados. “Al principio venían matrimonios con hijos, o padres que después trajeron a las familias. La empresa les ofrecía casa”, relata. A veces las familias tenían que compartirla, eso sí, y el tamaño era discreto, unos 60 metros cuadrados. La compañía construyó entonces un segundo poblado, en Vinyoles, a un quilómetro escaso del primero. Con escuela propia, economato y bar. En él se crio Belén López.


Niñas de la colonia La Farga en el día de su primera comunión, en los años 60

“A la entrada estaba la casa del encargado, más grande. Después las viviendas adosadas. Mis padres llegaron en torno al 62 o el 63”, narra López, “recuerdo que había mucha solidaridad entre los que ya se habían mudado y los que llegaban nuevos, a quienes acogían hasta que se establecían por su cuenta”. Eran familias amplias, los niños y niñas abundaban, y la lengua vehicular era el gallego. También lo recuerda Carmiña Pérez, aunque en la sección original de la colonia, había, calcula, un 40% de andaluces. “Pero el gallego se imponía”, señala divertida. Hacia 1970, Platas decide contratar unos 30 jóvenes, de 17 ó 18 años, de nuevo Aranga y Curtis como fuente de mano de obra, y albergarlos en una residencia para hombres solteros que había en el interior de la colonia. Con uno de ellos acabaría Pérez formando familia: “También trabajé en Lacambra, aunque ya no vivía en la colonia. Seguí vinculada toda la vida”.

Calma durante los convulsos años 70

El proletariado de la industria catalana fue, a finales de los 60 y durante los 70, uno de los principales focos de conflictos y oposición a la dictadura. La colonia La Farga permaneció, sin embargo, al margen. López, en la actualidad líder sindical, arriesga una explicación. “La función de las colonias también era aislar y mitigar la revindicación obrera. Cómo vas a reclamar nada si te juegas el trabajo, la casa y el colegio de tus hijos”, indica. Y todavía se extraña de cierto carácter de las colectividades migrantes gallegas. “Mantienen sus costumbres, pero esa reivindicación antropológica, a veces casi exagerada, no la acompañan de exigencias políticas o sociales”, dice, “me llama la atención: había como mucha nostalgia, pero sin una conciencia colectiva de, por ejemplo, las razones que los obligaron a marcharse. No en todas partes, es verdad: en el cinturón rojo de Barcelona sí se organizaban”.

La misma López es un ejemplo de ese esfuerzo por guardar sus costumbres en común: nacida en la colonia en 1976, su primera lengua es el gallego, la segunda el catalán y la tercera, el castellano “que apenas uso en mi espacio íntimo”. Carmiña Pérez coincide a respecto de las aguas mansas de la colonia en los convulsos 70, aunque lo enfoca de otra manera. Según su versión, los propietarios de La Farga Lacambra eran ejemplos acabados de algo así como el paternalismo empresarial. “Cuidaban la vertiente social, favorecían las familias, las protegían y ayudaban”, entiende, y esas circunstancias sofocaban la agitación. El caso es que aquel mundo, que ya en los 60 era, a decir de López, “un poco extemporáneo” -las colonias textiles en Catalunya son anteriores-, comenzó a declinar en los 80. Los condes vendieron la empresa y le afectó la reconversión. Algunos trabajadores adquirieron las viviendas, pero el sentido original de la colonia se fue diluyendo. La Farga sobrevivió y ahora es una firma puntera en el sector del cobre.

Pérez nunca se desligó de La Farga. Todavía forma parte de la fundación de la fábrica, que mantiene la memoria industrial con un museo. Su vínculo con Galicia también resiste: su pareja, uno de aquellos mozos que llegaron en el 70, es gallego y en su lugar natal tienen casa. Belén López abandonó la colonia de Vinyoles para estudiar ciencias políticas. Fue entonces cuando estructuró su militancia social. Algunos de sus recuerdos son ambivalentes. “El control social era tremendo, bajabas con un chico y a la media hora tu madre ya lo sabía”, se ríe, “lo que sí había era esa cultura de ayuda mutua”. Su madre aún vive en la misma casa que la recibió hace ahora 62 ó 63 años.


Imagen antigua de la colonia La Farga Lacambra