La crisis del macho proveedor

En España y otros países, ya hay más hombres jóvenes desempleados que mujeres. En algunos países de la UE las mujeres menores de 25 ya ganan más que los hombres y en la actualidad hay un ‘gap’ de 11 puntos en la participación universitaria a favor de las mujeres

No es solo el odio al feminismo, es la economía: la caída de ingresos y de empleo radicaliza a los hombres jóvenes

Hubo un secretario de defensa de Estados Unidos que se hizo famoso por conducir a su país a la mayor derrota militar de su historia en la guerra de Vietnam. Se llamaba Robert Mcnamara y la forma particular que eligió para perder aquella guerra fue obsesionarse con todo lo que podía medir e ignorar lo que no podía. 

Si EEUU tenía más soldados, más armas y mataba más soldados vietnamitas que los americanos que morían en el frente, el resultado solo podía ser ganar la guerra, ¿no?

Pues no. La guerra de guerrillas, el conocimiento del terreno, la moral de un ejército que defendía su territorio frente a otro que no entendía bien qué pintaba allí, eran factores que no se podían medir, pero que tuvieron el impacto en la guerra que todos conocemos.

Desde entonces, al error que consiste en medir lo que sea que se puede medir, despreciar todo aquello a lo que no podemos adjudicar un valor cuantitativo y asumir que lo que no podemos medir realmente no importa -o no existe- lo llamamos falacia de Mcnamara.

Con los hombres contemporáneos llevamos una década poniendo en práctica esta falacia. Hace mucho tiempo que sabemos que las desigualdades de género que se producían tradicionalmente entre hombres y mujeres se está invirtiendo. Por ejemplo, en 1972 se graduaban un 13% más de hombres que de mujeres en las universidades americanas. Hoy esa diferencia es del 15%, pero a favor de las mujeres. Un giro copernicano de 28 puntos.

En Europa se acaba de publicar un interesantísimo estudio sobre las diferencias de género entre los jóvenes con resultados parecidos: En España y otros países, ya hay más hombres jóvenes desempleados que mujeres. En algunos países de la UE las mujeres menores de 25 ya ganan más que los hombres y en la actualidad hay un gap de 11 puntos en la participación universitaria a favor de las mujeres. 

¿Pero qué significan todas estas cifras?

Nos quedaremos cortos si, atendiendo a lo que es medible, despreciamos el fenómeno que subyace a todo este malestar. Y es que la identidad masculina y su posición en el mundo se han determinado tradicionalmente a partir del papel que estos hombres jugaban en la esfera pública y, muy especialmente, en el mundo laboral. 

“La masculinidad sigue estando fuertemente ligada al rol de proveedor o sustentador del hogar, con una identidad masculina definida en gran medida por el trabajo. Así, la incapacidad económica para cumplir con esas expectativas ha avanzado más rápido que los cambios en la comprensión cultural de lo que significa ser hombre. La frustración que produce no poder responder a las expectativas económicas de la masculinidad afecta profundamente la salud mental y el estatus de los hombres. En este contexto, los discursos que apelan a restaurar el rol de proveedor culpando a otros grupos resultan más atractivos que la tarea, mucho más difícil, de redefinir la masculinidad.”

Para los hombres, tener una carrera profesional era un objetivo vital tan íntimo, tan deseado y tan necesario, como lo es para muchas mujeres tener hijos. Y seguro que se puede criticar que ese fuera un rol tradicional impuesto por una sociedad del que habría que liberarse -como ocurre, por otra parte, con la imposición social de tener hijos. Pero el hecho es que tenemos una legión de hombres jóvenes que tienen el deseo de cumplir con el rol que les habíamos asignado y que no pueden hacerlo.

Imaginemos que, para conseguir ese objetivo de la igualdad de género, a alguien se le hubiera ocurrido pedir a las mujeres que renunciasen a su deseo —impuesto, condicionado, aprendido, sí, pero real y sentido— de tener hijos. ¡Sería un escándalo! Estarían las consultas de las psicólogas llenas -más aún- de mujeres intentando poner sentido a semejante renuncia. Habría un nombre para ese fenómeno y un hashtag y se diseccionaría en las secciones de opinión de los periódicos.

¿Entonces por qué normalizamos de esta manera pedirle a los hombres que hagan lo mismo? ¿Si la revolución feminista se produjo sin pedirle a las mujeres que renunciaran a nada, por qué nos parece bien pedírselo a los hombres? ¿Si en otras esferas de la vida no aceptamos que las cosas sean un juego de suma cero donde alguien tiene que perder, por qué en este caso nos rendimos a que los hombres tengan que perder ese rol en su vida profesional?

Tenemos entre manos una profunda crisis de la masculinidad que nos afecta a todos y a todas. Una para la que, además, no tenemos aún ni la mitad de las respuestas. Y sería increíble que fueran los propios hombres los que encontraran los espacios para elaborar una nueva forma de estar en el mundo para ellos. Pero, como dice Bell Hooks, el primer acto de violencia que el patriarcado exige de los hombres no es la violencia hacia las mujeres, es que se ensañen en un ejercicio de automutilación psicológica para aniquilar sus propias partes emocionales.

Y son precisamente esos hombres emocionalmente amputados los que están teniendo que hacer la transición hacia nuevas formas de masculinidad mientras se desmoronan los anclajes que les habían dado seguridad y certidumbre en el pasado. 

Sería de justicia que este camino no lo tuvieran que hacer ellos solos.