La situación requiere mucho más que seguir la pista de los aranceles o de los déficits comerciales. Lo que está en juego es una transformación estructural del orden mundial, en la que se reconfiguran las jerarquías económicas, tecnológicas y energéticas a escala global
A cuenta de la guerra comercial entre China y Estados Unidos las nociones económicas han vuelto a ocupar la mayoría de los titulares. Si en 2008 el público tuvo que familiarizarse con conceptos como deuda pública, prima de riesgo o hipoteca subprime, ahora las noticias versan sobre aranceles, déficits por cuenta corriente o devaluaciones monetarias. Para la mayoría se trata de palabras arcanas, que se encuentran más cerca de la mística que de la vida cotidiana, lo cual sería razón suficiente para que los economistas ofreciésemos una explicación de lo que está sucediendo. Sin embargo, y para frustración del ciudadano medio, entre los economistas no hay nada parecido a un consenso; más al contrario, lo que existe es un abanico bastante amplio de teorías e hipótesis que sugieren distintos rumbos de futuro.
En este artículo propongo un enfoque particular con el que intentar ayudar a comprender el momento actual: ir más allá del relato oficial y de las teorías dominantes del comercio internacional para examinar las raíces estructurales de la guerra comercial. En particular, hago hincapié en que lo que realmente está en disputa es el lugar que cada país ocupa —y ocupará— en el sistema económico mundial y, en particular, en la división internacional del trabajo.
El síntoma de la cuota de mercado global
Uno de los indicadores más reveladores para entender la actual disputa geopolítica entre Estados Unidos y China es la evolución de la participación en el comercio mundial de mercancías. Tras la Segunda Guerra Mundial, América del Norte y Europa concentraban más del 60% del comercio global, mientras que Asia apenas alcanzaba el 10%. Este predominio de las economías desarrolladas se mantuvo e incluso se acentuó hasta la década de 1970, cuando llegaron a controlar más del 70% del intercambio comercial. Sin embargo, desde entonces, la cuota de América del Norte y Europa ha disminuido de forma sostenida, situándose hoy por debajo del 50%. En contraste, Asia ha protagonizado un ascenso constante y acelerado, alcanzando ya más del 40% del comercio mundial.
Como era previsible, esta evolución tiene su correlato en las dos economías más grandes de esas regiones, Estados Unidos y China. La cuota de mercado de Estados Unidos ha decrecido de manera progresiva desde representar más del 20% durante la posguerra hasta apenas sobrepasar el 8% actual, mientras que China ha ido incrementando su posición y ya captura más del 14% del comercio mundial. Esta mayor capacidad competitiva de China frente a Estados Unidos también se expresa en los intercambios bilaterales entre ambos países y, por ejemplo, más de la mitad del déficit comercial estadounidense en manufacturas se explica por sus intercambios con China.
La manifestación más evidente de esta dinámica es la evolución de la cuenta corriente en la balanza de pagos de Estados Unidos, la cual expresa la diferencia entre lo que venden en el mercado mundial las empresas estadounidenses y lo que se compra en el exterior por parte de los ciudadanos y empresas estadounidenses. Estados Unidos ha tenido déficit por cuenta corriente de manera prácticamente ininterrumpida desde los años ochenta, mientras que China ha tenido superávit de manera continuada hasta la actualidad -aunque cada vez de menor magnitud-. Esta situación por la que Estados Unidos importa mucho más de lo que exporta ha preocupado a todos los gobiernos estadounidenses, no sólo al actual, y tradicionalmente ha sido explicado recurriendo a una supuesta manipulación que hace China de su moneda.
La criminalización del superávit comercial chino
En efecto, la acusación más extendida es que China mantiene su moneda devaluada artificialmente para lograr así una ventaja competitiva, ya que sus productos de exportación resultan de este modo más baratos y pueden desplazar a los productos rivales, entre ellos los estadounidenses. Es una idea atractiva porque, en principio, parece situar los problemas económicos de Estados Unidos exclusivamente en la dimensión monetaria. Siendo así, bastaría con que China dejase de ‘manipular el mercado’ para que la economía exterior de Estados Unidos recuperase su vigor.
Esta idea se basa en la teoría de la ventaja comparativa formulada por David Ricardo, el economista inglés que primero modelizó cómo el libre comercio puede beneficiar a todos los países, incluso cuando existen desigualdades significativas en sus niveles de productividad. Según esta teoría, si un país incurre en un superávit comercial (exporta más de lo que importa), se activa un mecanismo de ajuste automático: la demanda de su moneda aumenta, lo que provoca su apreciación, encarece las exportaciones y tiende a reducir el superávit. A la inversa, un país con déficit comercial verá depreciada su moneda, lo que abarata sus exportaciones y encarece las importaciones, corrigiendo así el déficit. En esta lógica, los desequilibrios comerciales son temporales, y el mercado —a través del tipo de cambio— actúa como mecanismo de corrección. Si esto no ocurre en la práctica, suele atribuirse a interferencias externas, como intervenciones estatales sobre la moneda.
Hay, sin embargo, otra forma de interpretar el comercio internacional. La teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo se desarrolló como una profundización de las ideas previas de Adam Smith, quien había introducido el concepto de ventaja absoluta. Para Smith, el comercio internacional se justifica cuando un país puede producir un bien de manera más eficiente (es decir, con menor coste absoluto) que otro. La diferencia fundamental reside en que, como he mencionado ya, Ricardo defendió que incluso si un país no tiene ventaja absoluta en ningún producto, puede igualmente beneficiarse del comercio si se especializa en aquellos bienes en los que tiene una ventaja comparativa (es decir, un coste de oportunidad relativamente menor). Así, desde la perspectiva de Ricardo, el libre comercio es mutuamente beneficioso incluso entre países con niveles de productividad muy desiguales. Por el contrario, desde el punto de vista de la ventaja absoluta, el libre comercio resultará perjudicial para los países estructuralmente menos competitivos, los cuales incurrirían permanentemente en déficits comerciales. En suma, para la teoría de los costes comparativos el libre mercado desarrolla las diferentes economías que participan en él, mientras que para la teoría de las ventajas absolutas el libre mercado agudiza las diferencias estructurales entre las mismas.
Los supuestos de estas dos teorías -y de sus actualizaciones contemporáneas- son muy diferentes, así como también lo son los mecanismos que supuestamente actúan cuando se producen desequilibrios comerciales. Eso implica también unas conclusiones distintas. Mientras que para el modelo de los costes comparativos lo natural es que el mercado corrija esos desequilibrios en el tiempo, en el modelo de los costes absolutos lo natural es que los desequilibrios se mantengan o incluso se profundicen en el tiempo. Aunque la teoría de los costes comparativos ofrece distintas explicaciones a la persistencia real de los desequilibrios comerciales -como en el caso de Estados Unidos-, los datos reales parecen encajar mejor con la teoría de los costes absolutos. Y eso nos ofrece una lectura muy distinta del diagnóstico del problema.
El economista Anwar Shaikh lleva más de cincuenta años defendiendo la pertinencia de emplear el enfoque de los costes absolutos para comprender el comercio internacional. En el año 2021 escribió junto a la economista Isabella Weber un artículo académico donde defendieron esta aproximación para el análisis de las relaciones comerciales entre Estados Unidos y China. La conclusión no pudo ser otra que reconocer que Estados Unidos tiene costes reales más altos que China, lo que sería la verdadera razón que hace que su economía sea menos competitiva y sitúa el problema en la estructura económica de Estados Unidos. Por lo tanto, no estamos ante un problema que se pueda resolver exclusivamente mediante mecanismos monetarios. Además, desde esta perspectiva, el persistente déficit por cuenta corriente no es una anomalía causada por la manipulación monetaria -o por cualquier otro tipo de intervención externa- sino la consecuencia lógica del libre mercado entre dos economías estructuralmente distintas.
Todo esto implica que la fortaleza económica de Estados Unidos –y su hegemonía– está severamente dañada desde sus cimientos. China, en particular, representa el desafío al orden mundial post II Guerra Mundial hegemonizado por Estados Unidos, y su creciente cuota de mercado mundial es sólo el síntoma de este desplazamiento.
La industrialización china y las cadenas globales de valor
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos promovió activamente el libre comercio internacional. Paradójicamente, se trataba de un país que, durante gran parte de los siglos XIX y XX, había protegido sus industrias emergentes mediante políticas arancelarias, como ya expliqué aquí. Sin embargo, una vez alcanzada una posición de supremacía tecnológica y productiva, Washington comenzó a presionar al resto del mundo para que abriera sus mercados al comercio internacional. Exactamente como había hecho Inglaterra –pionera de la Revolución Industrial y del capitalismo moderno– en su propia estrategia de desarrollo.
A pesar de ello, muchos países del Sur global comprendían que la liberalización comercial no bastaba para alcanzar el desarrollo. Por eso a partir de los años cincuenta algunos pusieron en marcha la estrategia de ‘industrialización por substitución de importaciones’, la cual tras la crisis de deuda latinoamericana fue sustituida por otra orientada hacia las exportaciones. Los primeros países en mostrar resultados positivos con esta nueva orientación fueron los llamados “tigres asiáticos” (Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong). Estos consiguieron desarrollar industrias manufactureras dinámicas que atrajeron el capital de las grandes corporaciones transnacionales occidentales. Si bien el discurso convencional atribuyó su éxito a la apertura comercial y a las reformas de mercado, estudios posteriores demostraron que el papel del Estado y la política industrial fue fundamental para explicar su crecimiento. Entre las investigaciones más influyentes destacan las de Robert Wade (1990), Ha-Joon Chang (2002) o Jesús Felipe (2013).
No obstante, ya desde los años sesenta, las empresas transnacionales con sede en países industrializados habían comenzado a externalizar segmentos de su producción para reducir costes. Así se gestaron las primeras cadenas globales de valor complejas: procesos de producción fragmentados en múltiples etapas distribuidas entre varios países. En estas cadenas, los segmentos más intensivos en mano de obra y con menor contenido tecnológico fueron sistemáticamente deslocalizados hacia países en desarrollo, mientras que las tareas más intensivas en capital y tecnología permanecieron en los países desarrollados. La disponibilidad de grandes cantidades de mano de obra barata en Asia, junto con sus nuevas industrias básicas, resultó fundamental para que estas estrategias empresariales tuvieran éxito.
Tras un largo proceso de reformas económicas iniciadas en 1978, en 2001 China ingresó a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Como en otros países asiáticos, el Estado desempeñó un papel central en la planificación industrial, el financiamiento, la política tecnológica y la formación de capital humano. Gracias a este desarrollo, China se incorporó en las cadenas globales de valor y se convirtió en el “taller del mundo”, ofreciendo manufacturas baratas para la exportación, pero también beneficiándose de un enorme mercado interno y del liderazgo de empresas públicas en sectores clave. No obstante, China no se conformó con producir bienes de bajo valor añadido y, mediante planificación económica, promovió una sofisticación progresiva de su base industrial y tecnológica. En la jerga de las cadenas globales de valor, China inició su estrategia de ‘upgrading’ y las empresas chinas escalaron rápidamente en la cadena de valor. Para finales de los años 2000, ya competían en sectores de alta tecnología, desde telecomunicaciones hasta energías renovables.
Geopolítica: tecnología y recursos
La llamada “guerra comercial” es, en realidad, una expresión superficial de una disputa mucho más profunda. En la medida que las economías más desarrolladas se basan en la implementación de tecnologías de vanguardia -y su exportación-, la guerra comercial tiene que ver con una pugna por el control de esas tecnologías y por los recursos estratégicos —escasos y altamente concentrados— necesarios para desarrollarlas y sostenerlas. Esta competencia se desarrolla además en un contexto global marcado por el cambio climático y por las nuevas tensiones geopolíticas, entre ellas el aumento de las migraciones internacionales y los riesgos crecientes sobre la seguridad alimentaria global.
En este escenario, conviene recordar que las cadenas globales de valor no son completamente globales, sino que tienden a organizarse con una lógica predominantemente regional. Un rasgo distintivo de las últimas décadas ha sido precisamente el auge del comercio Sur-Sur, especialmente en lo relativo a las redes que China ha tejido con países en desarrollo. Por ejemplo, las empresas chinas han asumido un papel cada vez más activo en la deslocalización de segmentos productivos hacia países africanos, muchos de los cuales poseen reservas clave de minerales estratégicos imprescindibles para las tecnologías digitales y la transición energética.
El informe de la Organización Mundial del Comercio de 2019 sobre cadenas globales de valor destacaba precisamente esta dimensión regional en la reconfiguración de la producción global. A escala agregada —y considerando todos los sectores productivos—, para el año 2017 el sistema internacional estaba articulado en torno a tres grandes ‘hubs’: China, Estados Unidos y Alemania. Estados Unidos estructuraba su economía en función de su vínculo con México y Canadá (dos de los principales afectados ahora por los aranceles); China articulaba sus redes productivas principalmente con países asiáticos como Japón y Corea del Sur; mientras que Alemania lo hacía con el diverso conjunto de Europa, aunque con un peso creciente de Europa del Este e incluso de Rusia y China, un aspecto que analicé con más detalle en este artículo académico.
Con todo, el peso relativo de China en la economía global no ha dejado de crecer a lo largo de los últimos años. El país ha avanzado en el control de segmentos estratégicos de las cadenas globales de valor, no sólo como plataforma de ensamblaje sino también como generador de conocimiento y tecnología propia. China ha pasado de ser “el taller del mundo” a disputar el liderazgo en sectores de vanguardia tecnológica, al tiempo que fortalece alianzas Sur-Sur, multiplica inversiones en infraestructura a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, y expande su influencia en los foros multilaterales. Es de particular relevancia el hecho de que en 2015 el gobierno chino aprobara la estrategia ‘Made in China 2025’, que se centra en la política industrial de sectores altamente tecnológicos como el aeroespacial, el transporte marítimo y por ferrocarril, el equipamiento agrario, los vehículos eléctricos y los productos farmacéuticos. La inmensa economía china se organiza crecientemente en torno a los sectores donde los países occidentales han tenido una ventaja absoluta durante largas décadas, lo que supone una verdadera amenaza para ellos.
No es de extrañar que este cambio cualitativo en la posición china haya generado una respuesta estratégica por parte de Estados Unidos, que ahora busca relocalizar parte de sus cadenas productivas y proteger sectores considerados críticos. En este contexto, las tensiones comerciales, las restricciones a la entrada de productos chinos en áreas sensibles como el sector digital, y la carrera por los minerales estratégicos no son anomalías, sino manifestaciones de una nueva fase del conflicto geoeconómico global. Recordemos que J. D. Vance se quejó de que la globalización (neoliberal) no se había pensado para que países como China subieran por la escalera del desarrollo. De hecho, los países que han ascendido esa escalera son los que no siguieron las directrices neoliberales. El problema ahora -para Vance- es que Estados Unidos tiene muy difícil mantener su hegemonía económica sin recurrir a un mayor uso de la amenaza y la violencia. Estados Unidos es a comienzos del siglo XXI lo que Gran Bretaña fue a comienzos del siglo XX: un imperio decadente; una fiera asustada.
Conclusiones
Hace un cuarto de siglo tuve la suerte de que el economista Diego Guerrero me regalara un ejemplar de su libro Competitividad: teoría y política, en el que desarrollaba en profundidad una defensa moderna de la teoría de los costes absolutos de Adam Smith y en la que, por consiguiente, se criticaba las teorías convencionales del comercio que se estudian prioritariamente en las facultades de economía. El libro era rocoso y apto sólo para especialistas, pero permitía abrir una línea de trabajo que hasta entonces para mí era inexistente -pues apenas merecía dos líneas en los manuales más conocidos de Economía Internacional-. Significaba comprender que, si en el ámbito nacional las empresas con menores costes tienden a desplazar a las empresas con más costes, los mismos mecanismos operan también en el mercado internacional. El libre mercado no produce de manera natural ninguna convergencia entre economías, sino normalmente todo lo contrario. Por esa razón la política industrial –que implica planificación e intervención del estado– es tan relevante para las estrategias de desarrollo económico.
Desgraciadamente, esos planteamientos alternativos sobre comercio siguen siendo desconocidos para la mayoría de los economistas actuales, los cuales continúan encorsetados en las teorías e ideas que justificaban la globalización neoliberal. Además, estos economistas convencionales siguen influyendo demasiado en las políticas nacionales e internacionales, lo que conduce inevitablemente al desastre. Obsérvese que la influencia de una teoría puede transformar un probable problema de productividad de la estructura económica -como dice la teoría de los costes absolutos- en un hipotético problema de competitividad debido a manipulaciones monetarias -como dice la teoría de los costes comparativos-.
La ceguera de la mayoría de los economistas no acaba ahí, pues su escasa o nula formación en ecología añade otros inconvenientes problemáticos. Al fin y al cabo, todo el comercio internacional se desenvuelve sobre la base de energía abundante y barata, especialmente gracias a los combustibles fósiles. Las revoluciones técnicas en el transporte, que han hecho rentable el comercio de larga distancia desde el siglo XIX, son altamente dependientes de esta inyección de energía fósil barata. Los recursos minerales para la transición ecológica también son escasos a nivel mundial, como han puesto de relieve muy adecuadamente Alicia Valero, Antonio Valero y Guiomar Calvo en su último libro, Thanatia. Y mientras la mayoría de los economistas occidentales ignora estas cuestiones, pensando acaso que las empresas resolverán sus asuntos a través del mercado y de los precios, China se ha adelantado en gran medida gracias a su combinación de política industrial y estrategia a largo plazo, que contrasta severamente con la mentalidad cortoplacista y ultraliberal que ha dominado Occidente en las últimas décadas. Esta lucha por el liderazgo es lo que se encuentra ahora desenvolviéndose en sus primeras etapas.
En definitiva, entender la guerra comercial entre China y Estados Unidos requiere mucho más que seguir la pista de los aranceles o de los déficits comerciales. Lo que está en juego es una transformación estructural del orden mundial, en la que se reconfiguran las jerarquías económicas, tecnológicas y energéticas a escala global. Frente a este proceso, aferrarse a marcos analíticos caducos o a dogmas de libre mercado solo sirve para perpetuar la miopía estratégica. Resulta urgente recuperar una mirada crítica, informada por la historia, la geopolítica y la ecología, que permita diagnosticar con mayor precisión los desequilibrios actuales. Tal vez entonces podamos discutir con seriedad no sólo cómo competir, sino qué modelo económico queremos sostener en un planeta con límites físicos y tensiones crecientes.