El club de los expresidentes vivos

A la democracia española le sucede justo lo contrario que a EEUU. Produce mejores presidentes que expresidentes. Los casos de Felipe González y José María Aznar apuntalan esa incontestable realidad, reforzada por el paso de los años. Cuantos más días se suceden, mejores presidentes parecen y peores expresidentes resultan

Hace apenas una semana Barack Obama se hizo viral planteando una sencilla pregunta al público: imaginen que yo hubiera hecho cualquiera de estas cosas como, por ejemplo, retirar la credencial de prensa de la Casa Blanca a un corresponsal de la Fox, o prohibir la entrada en edificios federales a abogados que litigan contra el gobierno. Él mismo se respondía: no se lo habrían tolerado ni a él, ni a sus antecesores; lo que está pasando no va de quién lo haga, sino de lo que dice sobre USA como país. 

Días después, un rejuvenecido y lúcido Joe Biden se preguntaba en voz alta impresionado lo mismo que seguramente medio mundo se pregunta: cómo se puede hacer tanto daño y destruir tanto en tan poco tiempo sin que ni siquiera parezca que les importe. Es un hecho conocido el profundo desprecio que la dinastía Bush profesa hacia el actual ocupante del Despacho Oval y su chauvinismo populista. Aún resuenan los halagos unánimes a la hoja de servicios como expresidente del, en su día, repudiado presidente Carter. 

La democracia norteamericana es notoria por su capacidad para producir mejores expresidentes que presidentes. Además de prestancia institucional suelen aportar reflexiones de cierto alcance. Dan que pensar. Van con frecuencia más allá de lo puramente partidista o la reivindicación personal para referirse a los valores y afectar al corazón mismo del funcionamiento de su sistema político. Donald Trump sería la única excepción. Pero Trump siempre confirma la regla.

A la democracia española le sucede justo lo contrario. Produce mejores presidentes que expresidentes. Los casos de Felipe González y José María Aznar apuntalan esa incontestable realidad, reforzada por el paso de los años. Cuantos más días se suceden, mejores presidentes parecen y peores expresidentes resultan. 

El caso de González y su fijación porque ningún presidente socialista haga sombra o supere a su legado, o la fijación de Aznar por aparecer como el hombre que lo sigue manejando todo desde su famoso cuaderno azul, han producido y producen una sucesión de evidencias abrumadoras sobre la dificultad de entender que uno mismo no acostumbra a ser el mejor referente para medir los tiempos que uno mismo ha dejado de vivir.

Los casos de Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero siembran, en cambio, alguna duda respecto a la tesis de los expresidentes. Aunque únicamente en apariencia. Se añoran más sus presidencias que se celebran sus expresidencias. La izquierda echaba tanto de menos a Rajoy que no ha sabido resistirse a resucitarlo para volver a hacerle otra moción de censura. La derecha cree haber encontrado en Zapatero la pieza abatible que les sirva de consuelo por su manifiesta incapacidad para rematar a Pedro Sánchez tras haberlo dado por cazado media docena de veces.

¿Por qué les cuento esto? Por enredar un poco. No tengo una repuesta estructurada. Esta paradoja entre expresidentes igual se debe a las diferencias entre las respectivas culturas políticas, o a que los yankis le echan flúor al agua de la traída. Que nos encante continuar arrastrándolos por el barro cuando dejan Moncloa seguro que ayuda. Ni idea. Pero se acabó la Semana Santa y da mucha pereza volver a hablar de lo mismo de siempre. ¿A ustedes no?