Camino por la Avenida del Brasil un poco antes de las diez de la mañana y, de repente, una pelota amarilla cae rozándome la cabeza. Miro hacia arriba y veo a un jugador de pádel que, amablemente, me pide que la deje apoyada en un árbol para poder recuperarla una vez haya terminado su partido. Me habla desde una pista situada en la cubierta de un bloque bajo de locales comerciales, habituales en la zona de ocio.