Demasiadas amenazas acosan hoy día a nuestra privacidad como para empezar a normalizar que cualquiera de nuestras conversaciones pueda aparecer reproducida en primera página, como ha sucedido con la del presidente del Gobierno y el exministro Ábalos
Un conocido diario del siglo veintiuno nos está deleitando estos días con la publicación por entregas de algunos mensajes de WhatsApp intercambiados hace años entre el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y quien fue su hombre de confianza y ministro, José Luis Ábalos.
No se sabe por ahora quién ni cómo ha conseguido los mensajes. Uno de los participantes en la conversación defiende que estaban recogidos en un dispositivo de memoria que le fue incautado por la Guardia Civil. Por lo que se sabe, al menos aún no han sido transcritos por este cuerpo policial ni entregados a las partes en el procedimiento penal en el que se autorizó su requisa. De ser cierta la versión de Ábalos, se trataría de una filtración de documentación privada conseguida con autorización judicial y custodiada por las fuerzas de seguridad del Estado. En ese caso, quien haya accedido al contenido de esas charlas y se la haya remitido al diario en cuestión podría haber cometido un delito. Incluso, si fuera el propio periódico el que hubiera incitado a que se consiguieran o pagado por hacerlo también podría incurrir en una conducta delictiva. Más allá de la necesidad de investigar los hechos y, si se probara que algo de esto ha pasado, para juzgarlos hay consideraciones que trascienden el derecho penal. La divulgación de los secretos de la intimidad de cualquier persona puede causar un daño exigible civilmente. Incluso yendo todavía más allá, la ligereza y el regocijo con la que gran parte de la sociedad está tomando este ataque a la vida privada plantea un interrogante extremadamente trascendente sobre el modelo de sociedad que queremos y la vigencia en la misma de los derechos humanos fundamentales.
Frivolizar con derechos como el de la intimidad es algo que se paga muy caro. La intimidad es necesaria para la vida misma, que no es posible desarrollar con el mínimo de dignidad necesario cuando uno está permanentemente expuesto a la curiosidad ajena. Una vida libre y plena necesita de momentos que no sean accesibles a los demás, porque solo en ellos somos plenamente libres. Cuando cualquiera de nosotros entra, por ejemplo, en un ascensor solitario realiza ante el espejo gestos que seguramente no haría si hubiera otros pasajeros en el cubículo. Eso es así porque la libertad personal es más real cuando nadie nos ve, nos oye, ni, sobre todo, nos puede juzgar. ¿Alguien se imagina un mundo en el que necesariamente tuviéramos que dejar abierta la puerta del cuarto de baño cuando entramos en él permitiendo que cualquiera viera todo lo que hacemos dentro? Lo mismo sucede cuando mostramos nuestro cuerpo, al hablar de las enfermedades que padecemos, al practicar sexo en muchas otras ocasiones. El derecho a la intimidad asegura precisamente eso: que tengamos espacios libres de la mirada ajena. Porque necesitamos que haya momentos y aspectos de nuestra vida en los que disfrutemos la tranquilidad de que nadie que no queramos sepa lo que hacemos ni pueda juzgarnos por ello.
Hay, pues, una parte de nuestra vida que podemos proteger frente al conocimiento ajeno. Como mínimo, aquella que conforme a nuestros usos sociales se considera privada. Además, la Constitución también ha querido que se consideren privadas todas las comunicaciones, con independencia de su contenido. Eso significa que una charla mantenida a través del teléfono es íntima incluso aunque no aborde cuestiones privadas. Carece de importancia que se refiera o no a cuestiones con relevancia pública. El artículo 18 de la Constitución prohíbe absolutamente que nadie ajeno a la conversación tenga acceso inconsentido a ella. Sólo los participantes tienen acceso a la conversación y solo ellos puedan permitir que terceras personas la conozcan, como hizo, legítimamente, Luis Bárcenas cuando remitió al mismo diario los SMS que había recibido del entonces presidente del gobierno. Al intercambio comunicativo se le atribuye así un régimen similar al del domicilio, en el que no pueden entrar personas ajenas con independencia de que lo hagan buscando algo con trascendencia social. Tanto para entrar en el lugar en el que alguien habita como para leer su correspondencia o escuchar sus mensajes es necesario que lo autorice un juez. Y esta particularidad constitucional tiene un sentido profundo.
Si aceptamos un modelo de sociedad en el que cualquiera pueda tener acceso a nuestras conversaciones, estaremos renunciando a la posibilidad misma de hablar con nadie con total libertad. Permitir que las conversaciones ajenas se publiquen cada vez que el resto creamos que tienen interés, supondría que ya nadie se sintiera libre de decir jamás a otro lo que realmente piensa, ante la eventualidad de que más tarde haya quien lo considere relevante y pueda difundirlo legítimamente.
¿Necesita el presidente del Gobierno sentirse libre para opinar con franqueza cuando habla con su familia o sus colaboradores cercanos sobre las vicisitudes de su trabajo? Al normalizar que mañana cualquiera de sus conversaciones pueda aparecer con impunidad en la portada de algún periódico, le quitamos el derecho a ser franco incluso en la intimidad. Ahí radica la contradictoria ironía de esta cuestión: lo que algunos alegan estos días para justificar la publicación de los mensajes es que tiene interés público conocer cómo se expresa el presidente en privado. Justo cuando él sabe que la Constitución impide que nadie indeseado lo escuche sin autorización judicial.
Cuando se publican internet las imágenes de alguna persona teniendo sexo o simplemente desnuda, robadas de su teléfono, se hace por el morbo de ver cómo es esa persona en los momentos en que nadie está autorizado a verla sin su consentimiento. Es exactamente la misma curiosidad morbosa que sentimos por acceder a las ideas que Pedro Sánchez expresa solo a sus más íntimos. En términos constitucionales, dar a conocer sus mensajes sin tener para ello el permiso de un juez es exactamente igual que si difundiéramos su imagen desnudo o manteniendo relaciones sexuales. Eso vale para Pedro Sánchez, pero también para Isabel Díaz Ayuso, su novio y el último de los lectores de este artículo. La banalización de la intimidad significa entrar en una pendiente que nos afecta a todos. Demasiadas amenazas acosan hoy día a nuestra privacidad como para empezar a normalizar que cualquiera de nuestras conversaciones pueda aparecer reproducida en primera página. Les aseguro, además, que si así fuera ninguno saldríamos bien parado. Precisamente porque cuando nos comunicamos con alguien lo hacemos con la libertad de saber que la Constitución nos protege. O al menos, hasta ahora nos protegía.