Para muchas madres, descansar sin culpa es un acto radical porque hacerlo implica desarmar esa imagen arraigada de la madre abnegada, multitarea y omnipresente. Una mujer que puede todo, que no necesita tregua, que no se queja, que no para
¿Quién contesta los mensajes en los chats de padres?
Hay días en los que solo quiero estar tumbada. Dejar que pase el tiempo sin hacer nada. No producir, no cuidar, no demostrar. Pero incluso en ese gesto mínimo —quedarme quieta, sin plan aparente—, aparece la culpa: por no estar haciendo lo suficiente, por no cuidar, por no rendir.
Mi amiga V. siempre dice que, cuando te conviertes en madre, “descansar no significa parar: significa negociar. Primero contigo misma, con esa voz interior que te dice que no estás haciendo lo suficiente. Luego con el mundo, que espera de ti una entrega incondicional, un estar disponible, un dar sin medida”. Lo curioso es que pocas voces verbalizan este sentir frecuente.
El descanso se ha convertido en un privilegio, cuando debería ser un derecho. Y para muchas madres, descansar sin culpa es un acto radical porque hacerlo implica desarmar esa imagen arraigada de la madre abnegada, multitarea y omnipresente. Una mujer que puede con todo, que no necesita tregua, que no se queja, que no para.
El cuerpo parado, la cabeza encendida
Hay un gesto minúsculo que se vuelve revolucionario cuando eres madre: tumbarte a no hacer nada. No mirar el móvil. No contestar mensajes. No planear la cena. Solo estar. Pero justo en ese momento, cuando paras el cuerpo, la sombra de la culpa planea sobre ti. No es una culpa abstracta o teórica, sino concreta y reconocible. Esa que susurra (o grita) que estás perdiendo el tiempo. Que deberías estar haciendo algo. Que no estás siendo suficiente.
Hoy me quedé unos cuarenta minutos más por la mañana en la cama. Me sentía tan culpable por hacerlo que ni siquiera descansé más. Procuraba no dormirme por si pudiera pasarme del tiempo que yo misma me había concedido. En mi caso, mi pareja insiste en que disfrute de más tiempo para mí, que descanse más, que haga menos… y eso creo que todavía me carga más de culpa. Es una presión que está pegada como una enfermedad adquirida. Pero ha nacido desde que soy madre, porque antes no hacer nada no me costaba, era casi un mandamiento para mí
Un mandato invisible
Desde que somos niñas se nos entrena en la idea de estar disponibles: para cuidar, para sostener, para no molestar, para cumplir. Y cuando nos convertimos en madres, ese mandato se intensifica. En la mayoría de los casos, nos convertimos en el centro logístico, emocional y simbólico del hogar. Y a veces ni siquiera nos damos cuenta de cuánto cargamos hasta que intentamos soltar.
Silvia Federici, en El patriarcado del salario, recuerda que el trabajo doméstico y de cuidados ha sido históricamente invisibilizado y despojado de valor, precisamente porque ocurre en el ámbito privado y no genera valor económico directo. La culpa por descansar tiene raíces en esa lógica: si no produces (ni dinero, ni resultados), no vales.
La culpa se infiltra en todo: es maleable, persistente, cambia de forma. Se presenta en la manera en que nos explicamos, en las excusas que damos, en cómo hablamos —o no— de la necesidad de descansar.
Cuando el descanso es un privilegio
Descansar no debería ser un acto clandestino, pero lo es. Para muchas madres, pedir tiempo, espacio, silencio o soledad es realmente complicado porque no se nos ha enseñado a ver el descanso como una necesidad, sino como un lujo a conquistar. El descanso, de hecho, también debe ser productivo: tenemos que dormir bien para rendir mejor. Hacer yoga, sí, pero con constancia. Leer, sí, pero algo que te forme. Hasta el autocuidado corre el riesgo de volverse otro deber si no lo habitamos con libertad.
Existe incluso un fenómeno psicológico que le ha puesto nombre a esto: procrastinación vengativa a la hora de dormir. Es ese gesto de retrasar el sueño a propósito —aunque estemos agotadas— para tener un rato solo nuestro, después de haber sido todo para todos durante el día. Ese rato de silencio, el capítulo de la serie que estás viendo o el scroll nocturno se perciben como un momento de desconexión que es solo para ti. Pero este hábito puede acabar dañando el estado de ánimo, la memoria, la salud y la productividad.
Descansar no debería ser un acto clandestino, pero lo es. Para muchas madres, pedir tiempo, espacio, silencio o soledad es realmente complicado porque no se nos ha enseñado a ver el descanso como una necesidad, sino como un lujo a conquistar
Lo sabemos y, aun así, lo hacemos. Porque a veces ese gesto —quedarse despierta un poco más— es lo único que sentimos que nos pertenece. La paradoja es que, al intentar arañar algo de tiempo para nosotras, nos lo quitamos del único lugar que ya está en deuda: el descanso.
Jenny Odell, en Cómo no hacer nada (Ariel), propone una resistencia radical al productivismo a través del ocio no instrumental: no todo lo que hacemos tiene que servir para algo, porque no todo lo que nos sostiene se mide en rendimiento.
¿Qué sucede cuando una madre decide planear un fin de semana con sus amigas? ¿O cuando simplemente se queda en casa sin hacer nada, si es que eso es posible? Lo que sucede, muchas veces, es que lo oculta o lo justifica: “Es que lo necesitaba mucho, estaba muy cansada”. Porque sin cierto nivel de sufrimiento previo, parece no existir permiso para parar.
Romper el ciclo
A veces me imagino una escena imposible: una mujer —por ejemplo, yo misma— que se tumba en el sofá sin móvil, sin reloj, sin culpa. Y pienso que, si esto ocurriera más a menudo —sin justificación, sin castigo interno— estaríamos cambiando el mundo desde un gesto mínimo. Que descansar sin culpa, que no ser productiva o dedicarse un tiempo para una misma es una forma de resistencia.
Entiendo la culpa, la he sentido, pero cada vez lo tengo más superada. No me siento culpable por dedicarme tiempo a mí misma porque sé que, además de que es bueno para mí, lo es también para mi entorno, mi trabajo, mi creatividad. Siempre hay cierta imposibilidad de elección —tengo conciencia de clase—, pero siempre puedes elegir, en parte, a qué dedicas tu tiempo. Y cada elección requiere una renuncia. La gente que se dedica mucho tiempo a sí misma también renuncia a otras cosas: cuidar con más tranquilidad o satisfacción a otras personas, dedicar más tiempo a un trabajo con el que ganarían más dinero, viajar más… La cosa es elegir cuánto tiempo dedicas a cada cosa y aceptar la renuncia que haces con esa elección.
Aquí va mi propuesta: abrir esta conversación más allá de este artículo. Preguntarnos —y preguntar a otras mujeres— cómo se relacionan con su tiempo libre; qué permisos se conceden, y cuáles no. Cuándo sienten culpa, y cuándo no. Porque quizá la revolución empiece por ahí: por poder decir “hoy no hice nada” sin necesidad de justificarnos. Y por escucharnos unas a otras sin culpas, sin méritos, sin balances. Solo con presencia.