Luces y sombras de la reforma judicial

La mayoría de los jueces, una vez que logran aprobar una oposición tan difícil no se cortan en decir que sirve para seleccionar a “los mejores”. Se refieren a sí mismos, claro. Son como niños arrogantes. Criticar o mejorar el método actual de elección vendría a poner en duda su logro

El Ministro de Justicia acaba de anunciar una profunda reforma de la carrera judicial, que cambia –sobre todo– la manera en que se selecciona a los nuevos jueces. Inmediatamente, la oposición y las asociaciones conservadoras de jueces han embestido contra ella presentándola como la quintaesencia del mal; una auténtica plaga apocalíptica que, de aplicarse, acabará con la justicia misma. Desde el Gobierno, evidentemente, la presentan como la única manera de reforzar la eficacia y las funciones democráticas de nuestros tribunales.

Ya saben que no corren buenos tiempos para el debate público. La política de bloques nos empuja a posiciones absolutas y no deja espacio para los matices. Tampoco para la mínima disidencia. En la opinión pública, cada bando exige instrucciones simples acerca de qué odiar o apoyar. Y, sin embargo, lo cierto es casi todas las cosas tienen aspectos positivos y negativos, aunque el griterío impida distinguirlas. Esta reforma, como todas, tiene luces y sombras. Y cualquiera que se acerque a ella con un mínimo de serenidad es capaz de apreciarlas.

Estamos ya acostumbrados a que muchos de los magistrados que participan en el debate público nos anuncien una y otra vez, con cada iniciativa progresista, el final del estado de derecho. Sus hipérboles nos han vuelto escépticos ante esos periódicos anuncios de catástrofes que nunca llegan. Ahora, una vez más, le han declarado la guerra total al nuevo proyecto. En esta ocasión es comprensible que lo hagan, porque les afecta personalmente. No obstante, la opinión de los propios jueces sobre el sistema de oposición debería ser totalmente prescindible. La modestia no es una de las cualidades más extendidas entre nuestra judicatura. Por eso, la mayoría de ellos, una vez que logran aprobar una oposición tan difícil no se cortan en decir que sirve para seleccionar a “los mejores”. Se refieren a sí mismos, claro. Son como niños arrogantes. Criticar o mejorar el método actual de elección vendría a poner en duda su logro.  Para eso se necesita un grado de altruismo y capacidad autocrítica poco frecuente en nuestra conservadora judicatura. Por eso cualquier cosa que digan al respecto es irrelevante.

Es la sociedad y no los jueces actuales la que debe decidir el mejor sistema de selección. Por supuesto que cualquier método, para ser aceptable, debe ser objetivo y transparente sin permitir injerencias estatales. Eso es obvio, pero no es suficiente. La oposición es objetiva y transparente, sin duda, pero un sistema de sorteo aleatorio entre los candidatos también lo es, aunque no garantizaría jueces de calidad. Partimos de la objetividad, pero necesitamos el mecanismo más adecuado.  Y el modo lógico de razonar para encontrarlo es bastante sencillo. Primero debemos saber cuáles son las cualidades que debe tener un buen juez y a partir de ahí se trata de buscar el mecanismo de acceso que mejor controle que los candidatos tengan tales cualidades.

El sistema actual de oposiciones controla que los candidatos sean capaces de aprenderse de memoria trescientos temas, esencialmente de derecho civil y penal, y recitarlos en voz alta de modo claro ateniéndose al tiempo dado. ¿Qué conseguimos con eso? Evidentemente, personas con una memoria muy bien entrenada, que conocen bien la teoría del derecho penal y civil y con buena capacidad expositiva oral. Nada más. Si creemos que un buen juez debe ser excelente aplicando la teoría al caso concreto, debe ser íntegro y consciente de la responsabilidad que implica su posición y debe tener capacidad de empatía social para entender el origen de los dilemas que se le someten, la verdad es que nada de eso se controla. Con lo cual no estamos seleccionando a los mejores para esas tareas, sino a los mejores para recitar leyes de memoria. Por eso el sistema falla y es inadecuado.

La reforma que ha presentado el ministro Bolaños no enfrenta completamente las deficiencias del sistema actual. En ese sentido, puede decirse que no va a la raíz del problema, pero sí que es una mejora. Mantiene la esencia de la oposición memorística, pero introduce una prueba final consistente en la resolución de un caso práctico. De ese modo compensa de algún modo ese aprendizaje repetitivo. Es además una prueba anónima y por escrito, con lo que excluyen los prejuicios sociales implícitos en la evaluación oral actual. Sin duda habría sido preferible una reforma de mucha más profundidad, pero hay que reconocer que, visto lo visto, cualquier leve cambio del sistema exige bastantes dosis de valentía, conociendo la feroz resistencia de los que se beneficiaron del mecanismo antiguo.  

La propuesta de reforma, sin embargo, va más allá e introduce otras medidas. Algunas son un acierto. Es positivo establecer un registro de preparadores. Actualmente, quien estudia esa oposición debe contratar como preparador a un juez en ejercicio. La mayoría de los preparadores cobran en efectivo y no declara a hacienda esos ingresos. Más allá de la irregularidad, el mensaje que se traslada así a los candidatos es “si apruebas, cuando seas juez estarás por encima de la ley”. Evidentemente, eso determina el modelo de juez español y es algo que debe resolverse cuanto antes con medidas, como el registro, disuasivas del fraude.

El gran acierto de la reforma es, sin duda, el reforzamiento del acceso a la carrera judicial de juristas con experiencia. Es lo que se conoce como cuarto turno, que deben llegar a ser una cuarta parte del total. Se va a facilitar que, mediante concurso, entren abogados, letrados de la administración de justicia, profesores y similar, se abre la carrera a otro tipo de juristas, posiblemente menos impregnados del espíritu de élite y casta que invade mágicamente a muchas de las personas que superan la oposición. Quienes no han sufrido cinco años encerrados en casa dedicados solo a memorizar temas antes de pasar directamente a decidir sobre las vidas ajenas tienen, sin duda, una perspectiva diferente del mundo. El desempeñar otras profesiones jurídicas permite entender la justicia con una perspectiva diferente a la de quien solo la ha visto desde la presidencia de una sala. De ese modo, los juristas del cuarto turno no solo aportan rigor, sino que suelen ser más conscientes de la necesidad de mantener la apariencia de imparcialidad, de limitar sus opiniones a las estrictamente jurídicas e incluso de tratar con respeto y empatía al resto de participantes en los procedimientos judiciales. Todo ello redunda en beneficio de la justicia.

Frente a eso, también hay aspectos francamente negativos. Resulta preocupante la intención de estabilizar a los jueces sustitutos. Estos jueces suponen una anomalía –a menudo desconocida para el público en general– que desmiente la idea de que los jueces en España son siempre personas de extraordinaria formación y nombradas por un procedimiento objetivo donde no cabe el amiguismo. En la actualidad entre el 15 y 20 por ciento de los jueces españoles son jueces sustitutos. El procedimiento para serlo apenas tiene garantías. Basta con ser licenciado en derecho y apuntarse a una lista. Con las influencias adecuadas cualquier pésimo estudiante que haya acabado la carrera, sin ninguna experiencia ni conocimientos profundos se convierte en juez y ocupa temporalmente las plazas vacías por enfermedades, bajas o similar. Sus sentencias son tan válidas como las del resto, pero aceptar su calidad equivale a poner en duda todo el sistema de oposiciones.

El Gobierno quiere facilitar que los sustitutos se conviertan en jueces como los demás mediante un sistema de concurso en el que se valorarán muy positivamente los años de experiencia. Más allá de la lógica solidaridad con estos trabajadores precarios, integrarlos sin más en el sistema implica aceptar que se puede ser buen juez sin mayor preparación previa incluso siendo nombrado mediante los contactos y el favoritismo. No parece que sea el mejor mensaje que puede dar un gobierno en tiempos en los que la actividad judicial despierta tantas reticencias en amplias capas de la población.

En fin, es una reforma con aspectos positivos, que apunta en la buena dirección, pero que no va a la raíz del problema y que incluye a la vez alguna medida francamente negativa. Es solo un anteproyecto y, como todos, podrá ser mejorado durante la tramitación parlamentaria. En ese sentido, el debate ciudadano y la presión de la opinión pública serán una contribución imprescindible. Para que así sea, sin embargo, hay que dejar de lado las posturas maximalistas y el propio orgullo. Todo un reto en época de trumpismo y desinformación.