Hay una pequeñísima, pero inequívoca señal de que has pasado un día terrible o agotador: llegar a casa y sentarte en el sofá con el abrigo puesto. Quedarte ahí petrificado, mirando al infinito o el teléfono móvil durante un buen rato, hasta que te levantas, previa pose de manos en las rodillas, con un suspiro ensordecedor -¡Ay!- y te diriges, ya sí, al armario.