Beatriz Sarlo y David Lynch tuvieron la curiosidad y el deseo genuino de involucrar a grandes audiencias en sus conversaciones. Con sus muertes, vamos a perder la última generación de intelectuales que tuvo la suerte, la valentía y el privilegio de hablarnos a tantas personas distintas
Cada uno tiene con la idea de la muerte la relación que puede. Digo con “la idea” porque la muerte es un hecho tan absoluto que ni siquiera me atrevo a afirmar nada sobre ella sin rebusques ni paréntesis. En mi caso, tengo una terquedad involuntaria, una negativa natural a entristecerme por la muerte de una persona grande que hizo lo que quiso y vivió en sus términos. Morirse viejo y realizado, para mí, está mucho más cerca de ser final feliz que de ser tragedia. Pienso entonces en dos fallecimientos recientes, el de y el de , en los que conecté más con esa voluntad de recordarlos entre todos, de revisitar sus obras y repetir sus anécdotas, que con los lamentos y con la idea repetida de que nos vamos quedando solos, aunque esto último siempre sea un poco cierto.
Beatriz Sarlo