El autor hace una reflexión sobre el cáncer que padece, la forma anómala en que se enteró del diagnóstico y la necesidad de avanzar en el apoyo psicológico al paciente
“Realmente lo que me importa es la vida” (Virginia Woolf)
Me diagnosticaron cáncer de próstata en julio del año pasado, tres meses después de que el análisis de sangre de la revisión médica anual del trabajo avisara de que algo iba mal.
Por lo común, el de próstata es un cáncer de buen pronóstico, pero al parecer yo no fui muy afortunado en este aspecto; el mío es un tumor agresivo, entendida la agresividad como mayor capacidad de diseminación, y además ya en el momento del diagnóstico se había extendido por la pelvis. Es lo que los oncólogos llaman cáncer localmente avanzado, según he tenido la oportunidad de aprender. La consecuencia práctica para mí más importante es que ya no cabe operación o, por mejor decir, que la operación no resolvería nada; el plan pues consiste en seguir un tratamiento hormonal durante tres años y someterme a un número determinado de sesiones de radioterapia. Ateniéndonos con rigor a este plan, por lo visto, podemos albergar esperanzas sólidas de salir adelante.
Los sentimientos que me atenazaron cuando conocí el diagnóstico supongo que no distarán mucho de los que hayan asaltado a tantos miles de personas colonizadas por este feroz intruso. En mi caso, llovía sobre muy mojado. En marzo de 2020 estuve hospitalizado con neumonía bilateral causada por covid-19, enfermedad que acabó con la vida de mi madre cuando yo aún permanecía ingresado, y desde entonces he arrastrado un cúmulo de secuelas que han lastrado mi vida cotidiana. El cáncer se presentó como una apisonadora cuando llevaba unos pocos meses dichosos en los que parecía que mi organismo por fin salía del atolladero.
Te preguntas, sospecho que invariablemente y por más irracional que se antoje hacerlo, por qué a ti. Sientes miedo, mucho miedo. Anhelas saber de inmediato qué sucederá en el futuro. La incertidumbre es terrible y puede resultar psicológicamente devastadora. Interrogas al médico con ansiedad.
Si tienes la suerte de que la noticia te la dé un médico, que era lo que yo me figuraba que sucedía siempre. Uno se imagina la escena del facultativo buscando las palabras más precisas pero menos dolorosas, y mostrando, al tiempo que echa el jarro de agua fría sobre el paciente, cuáles son las ventanas a la esperanza, las posibilidades de tratamiento, los pasos a seguir en el futuro. Pero yo no supe que padecía cáncer porque me lo dijera ningún médico, sino porque lo leí, un domingo por la noche mientras veía la televisión en casa, en mi teléfono móvil, en el informe de la biopsia que habían colgado en mi carpeta de salud veintitrés días antes de entrevistarme con el especialista.
Mi médico de cabecera solicitó, por comunicación interconsulta, que se me adelantara la cita, y yo mismo escribí al servicio de atención al paciente implorando que, si no era posible el adelanto, al menos me llamara alguien e invirtiera unos pocos minutos en responder las tres o cuatro preguntas elementales que a uno le brotan cuando recibe noticia semejante. Y reconocí, por escrito y con sinceridad, que tenía miedo. No hubo contestación alguna, ni a mi médico de cabecera ni a mí, y durante veintitrés días interminables mi compañera y yo masticamos a solas un diagnóstico de cáncer, incurriendo además, inevitablemente, en la temeridad de consultar el significado de los términos técnicos del informe en internet.
Me sucedió lo mismo con el resultado de la prueba que determinó que el cáncer ya había afectado a varios ganglios fuera de la próstata. Esta vez tuve que esperar casi un mes para la consulta desde que supe que había comenzado la metástasis en las proximidades del tumor. Aunque para esta ocasión tuve también la inmensa fortuna de conocer, gracias a un gran amigo, a una persona profundamente conocedora de mi tipo de cáncer y de inmensa generosidad y asombrosa bondad que, hasta el día de hoy, me ha orientado y ha evitado que me invadiera la exasperación. Pero éste es naturalmente un insólito lujo. En casos similares, la exasperación es lo corriente.
Ignoro a cuántas personas les habrá ocurrido lo mismo que a mí, pero me consta que no soy el único y que ni siquiera se trata de un hecho infrecuente. ¿Tan difícil resulta crear un sistema de alarmas y filtros que permitan acompasar la atención del profesional médico al conocimiento de diagnósticos de esta naturaleza por el paciente gracias a su carpeta de salud, una aplicación informática por lo demás muy útil? ¿Por qué no utilizamos las herramientas técnicas, también, para humanizar el trato con los enfermos, para aliviar el padecimiento emocional que siempre acompaña al sufrimiento físico?
Es sólo un ejemplo de una organización que, por indiferente al dolor psíquico, se convierte en algo cruel. Las listas de espera, la masificación de los centros sanitarios, los periodos eternos de ansiedad aguardando noticias que no llegan y sin nadie que se dirija a ti, los teléfonos que no se descuelgan, los laberintos burocráticos que se yerguen como muros infranqueables para personas mayores y para otras a las que, sin serlo, la enfermedad vuelve frágiles, los males que causa la escasez de recursos y los que se deben a una gestión sin alma se transforman en auténticas losas cuando hablamos del cáncer.
Y lo más imperdonable es que existen las condiciones para evitar tan desgraciada realidad.
La primera, y sin duda la más importante de todas, la condición humana. Mi experiencia, tanto en el periodo de hospitalización por covid-19 como a lo largo del tratamiento del cáncer, es la de haber hallado en nuestro sistema sanitario público los más emocionantes y admirables ejemplos de generosidad humana y de competencia y tenacidad profesionales. Y no me refiero en exclusiva a los médicos. Lo usual es que todo el personal sanitario, de enfermería, auxiliares o celadores se esfuerce, a pesar de las dificultades que han de soslayar para ello, en crear un oasis de afecto cuando te encuentras en sus manos y te sientes vulnerable. Debo particular gratitud, sin desmerecer a ningún otro grupo, a médicos de familia y a especialistas de oncología y, como en el 2020, he quedado conmovido por la profesionalidad y el cariño de los trabajadores sanitarios más jóvenes, hecho éste por sí solo preñado de buenos augurios para el futuro si supiéramos aprovecharlo.
La prodigiosa celeridad con la que avanza la investigación sobre el cáncer es otro excelente cimiento. Pertenezco a una generación que conoció aquellos dramáticos tratamientos de quimioterapia en los que se sometía al paciente a un bombardeo indiscriminado que aniquilaba la salud intentando salvar la vida. Hoy, apenas unas décadas después, nos pasma a los legos la profundidad y exactitud alcanzadas en el conocimiento de cada tipo cáncer, la multitud de estrategias para afrontarlo y el avance en tratamientos de quimioterapia y radioterapia infinitamente menos dañinos.
Un sistema sanitario público organizado racionalmente y sostenido por un sistema tributario universal y progresivo posee, por su propia naturaleza, capacidad para poner a disposición de toda la ciudadanía las terapias más avanzadas descubiertas por la ciencia. He dedicado a demostrarlo la mayoría de artículos que he escrito desde hace más de un lustro y que este medio ha tenido la gentileza de publicar. Ningún gasto es más importante en una sociedad, ninguna forma de solidaridad es más hermosa ni valiosa. El aumento sustancial de recursos invertidos en sanidad, económicamente posible si es ésa la elección política que se adopta, es la mejor manera de paliar el padecimiento psicológico de los enfermos.
Pero hay más. Resulta imprescindible que los gestores asuman que el dolor psicológico siempre existe y que hay que abordarlo. La escualidez del servicio de atención psicológica en la sanidad pública es prueba fehaciente de que jamás ha preocupado a nuestras autoridades la salud mental, una carencia trágica en la sociedad actual. En este punto, la labor realizada por la Asociación Española contra el Cáncer resulta vital para miles de enfermos y familiares. Pero el sector público debe poseer sus propios recursos, porque hay pacientes de otras dolencias que los precisan y porque, a la angustia que genera el cáncer, se ha de sumar que a menudo la enfermedad o su tratamiento despierten otros fantasmas, angustias del pasado no superadas.
No atribuyo facultades milagrosas al estado de ánimo; son la ciencia y el arte médicos las que pueden curar. Pero la cooperación que el paciente ha de prestarles exige que la depresión y la ansiedad no lo paralicen.
A pesar de lo hasta aquí escrito, me tengo por una persona muy afortunada. Hay quien me aconseja; siendo mi cáncer de los peores dentro de su especie, no es la suya una de las peores especies de cáncer, y, sobre todo, gozo del cálido cobijo de amigas, amigos, compañeros de trabajo y familia. Sin embargo, miles de personas padecen un dolor añadido al de su enfermedad que deberíamos esforzarnos por paliar.
También cabe proveer colectivamente la ternura, y merece la pena hacerlo, habida cuenta de que la vida es el más precioso de nuestros tesoros.